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– ¡Uf! -exclamó.

25-25, ¿se habría producido antes un resultado como aquél? Era como si el azar les estuviese tomando el pelo, como si no importase lo que ellos hiciesen, y pese a que Rex era consciente de que en aquel partido se decidía su destino, le costó un gran esfuerzo reprimir una carcajada histérica.

La situación de equilibrio les parecía tan inamovible que nadie pudo creerlo cuando, después de que el calvo fallara un globo de Lieneke tremendamente fácil, el partido acabó: 15-10,13-15,30-28 para Holanda. Todos permanecieron estupefactos, mirando el volante, que había quedado en una esquina sobre un montoncito de arena, como un módulo lunar en una exposición.

– ¡Sí!… -gritó Lieneke.

Un cuarto de hora más tarde, todos estaban tomando unas copas de vino junto a la tienda de los franceses. Resultó que eran músicos, miembros de un grupo de punk-rock de Lille llamado Far Out. El alto era el guitarrista y cantante, y la chica era su novia. El calvo tocaba la batería.

Les regalaron un póster y una cinta suya. No habría posibilidades de revancha ni de confraternización: se les habían terminado las vacaciones. Al día siguiente emprendían el largo viaje hacia el norte y tres días más tarde los esperaban en los escenarios.

Mientras Rex se reclinaba hacia atrás y estudiaba las nubes que pasaban por encima del muelle, Lieneke le contaba a la dueña su victoria. Ninguno de los restaurantes de Marina di Camerota tenía una carta propiamente dicha; tanto los dueños como los clientes dependían de la pesca del día. Pero no importaba. A la mesa siempre llegaban platos exquisitos con pescados de nombres intraducibles que sólo se encuentran en las aguas del golfo de Pohcastro. La conversación no era tan fluida como otras veces, y los silencios aún menos. Cuando llegó el momento de hablar acerca de lo que el destino había decidido, Rex se sintió cohibido como un escolar. Allí estaba la adorable Lieneke, clavando de nuevo el tenedor en el pescado, ignorante de lo que él tenía que proponerle. Aquello era cruel, y debía ponerle remedio cuanto antes. Una barca de pescadores rezagada entró en el puerto. ¿Y por qué daba por supuesto que ella lo querría a él?

– Me lo he pasado muy bien jugando el partido -dijo Lieneke-. Y me alegro de haber ganado. -Permaneció un buen rato en silencio y después le dirigió a Rex una mirada triste e insegura-. No sé cómo explicarlo, pero ha habido un momento en el que he tenido el presentimiento de que el resultado del partido tendría un significado especial. -Entornó los ojos hacia el plato de pescado.

– Espera un momento -repuso Rex-. Ahora siento vergüenza por no habértelo dicho antes, pero yo quería decirte exactamente lo mismo. ¿Por qué los hombres somos más cobardes que las mujeres para estas cosas? -La miró a los ojos. En la frente de Lieneke se veía el remolino que ningún peluquero había conseguido dominar y que siempre aparecía en todos y cada uno de sus álbumes de fotografías. «Un mayordomo eternamente joven», asiera como la había descrito Rex en una ocasión, y así era como la veía en aquellos momentos-. Estoy lo bastante loco para casarme contigo -le dijo-. No sé si tú también estarás lo bastante loca para ello… -¿Sonaba lógico?

Lieneke miró hacia el puerto.

– Yo fui engendrada en este lugar, ¿lo sabías?

– ¿En serio?

– Sí…, yo también me casaría contigo.

– ¿De veras?

– Sí.

A los dos se les escapó una risita nasal y guardaron silencio. Siguieron comiendo. En Marina di Camerota no había cuchillos de pescado. De la radio de la cocina llegaba la melodía del éxito del verano, oportuno, como todas las canciones italianas, e idóneo para dejar claro a cualquiera que no estaba por encima del sentimentalismo más simple.

– Estas cosas lo dejan a uno sin palabras… -comentó Lieneke.

– Sí.

Lieneke estiró la mano y él la estrechó en la suya. Se miraron y se sonrieron.

– ¿Sabes lo que estaba pensando en el café mientras tú jugabas? En quiénes me gustaría que fuesen los testigos. ¿Qué te parece si nos casamos en febrero?

– Muy bien -dijo Rex-. Estoy teniendo una erección. No, no es nada sexual, nada que ver con eso. Es la misma erección que tuve cuando me fumé mi primer cigarrillo con un amigo en nuestra cabaña. Una erección de pura excitación, de estar haciendo algo emocionante, y es emocionante porque es algo nuevo, pero también porque estoy infringiendo leyes que aún siguen vigentes. Ya sabes a qué me refiero, como también sabes que ha llegado el momento de hablar de ello.

– Saskia.

– Sí.

– ¿Piensas a menudo en ella? -Tragó saliva.

– Todos los días, en algún momento.

Callaron. El tenedor de Lieneke chirrió contra el plato.

– ¿Habíais hablado alguna vez de casaros?

– Sí, pero, humm… sólo en broma. Era demasiado joven.

– ¡Pero sí era un año mayor que yo!

– Tú eres una persona distinta. Yo soy una persona distinta. Por supuesto que nos habríamos casado. Y seguramente haría tiempo ya que nos habríamos divorciado. O quizá no. Pero no se trata de eso.

– Ya lo sé. ¿Sabes una cosa? Nunca me he atrevido a preguntarte por Saskia.

Les retiraron los platos, tomaron vino y fumaron, y, a cada nuevo cigarrillo, Lieneke rebasaba la media de uno al día que se había propuesto. La dueña no se sentó a hacer su acostumbrada charla de sobremesa.

– Y no me he atrevido porque sólo se me ocurrían preguntas estúpidas. No sé lo que esa historia supuso para ti.

– No me importa que me hagas preguntas estúpidas.

Ella permaneció en silencio unos instantes, como si estuviese cogiendo carrerilla antes de saltar a ese nuevo territorio.

– ¿Tienes alguna foto de ella?

– Esa no es una pregunta estúpida. Sí. ¿Quieres saber si la miro de vez en cuando? No.

– ¿Dónde la tienes?

– En la cartera. Escondida en algún sitio.

– ¿Qué tipo de persona era?

– Muy suya. No era una persona fácil. Guapa y sexy. Le encantaba pasar la aspiradora porque le gustaba el ruido del cable cuando lo enrollaba. De ese tipo, ya sabes. Pero el amor se revela más fácilmente en el dolor, y ella jamás me dio la oportunidad de no quererla; era algo que a veces me resultaba insolente por su parte.

– ¿Sabes lo que hice en una ocasión? Fui a la agencia general de prensa y pedí que me dejaran ver su dossier.

– ¿De verdad? -Rex le cogió una mano entre las suyas-. Cariño, podías haberme pedido el mío.

– No me atrevía a hacerlo.

– Bueno, no creo que haya una gran diferencia. Quizá mi dossier sea algo más abultado, pero no contiene más información.

– Me dijiste que podía hacerte preguntas estúpidas… ¿Todavía esperas que regrese algún día?

– No, pero a veces me lo imagino y experimento una especie de decepción. Como si hubiese vivido ocho años para nada. Te diré algo innecesario: si ella regresara me quedaría a tu lado. Pero si pudiese volver a aquella gasolinera, volvería. Te lo digo sinceramente, no tendría sentido mantener esta conversación y no ser sincero contigo.

– No me importa. -Lo miró con una sonrisa valiente.

– Pero… ¿sabes qué es lo peor? No saber. Delante de la puerta, con dos latas en la mano… y zas, desaparece. Como si alguien hubiese decidido que sus átomos ya no podían seguir juntos. Haberla perdido es algo que entra dentro de lo razonable, pero no saber nada no lo es. Resulta insoportable. Juguemos a uno de esos juegos mentales. Por ejemplo, me entero de que vive en otra parte, que es muy feliz y todo eso. Y entonces me veo obligado a elegir: dejar que ella siga viviendo de esa manera o descubrir todo lo que pasó a cambio de su muerte. Pues la dejaría morir.