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Los comentarios se habían vuelto demasiado penosos. Rex se había dejado arrastrar por la fuerza de ^sus propios pensamientos. Deseó que se le presentara la oportunidad para cambiar de tema, y le agradeció a Lieneke que guardara para sí las preguntas que aún tenía.

Al final fueron los franceses quienes le brindaron una salida. Iban paseando por la orilla del embarcadero, ya a oscuras, tan sigilosamente que casi habían pasado de largo cuando Rex y Lieneke los vieron.

Alzaron sus copas.

El alto y la chica les devolvieron el saludo levantando la mano e inclinando la cabeza. El calvo iba tras ellos, ensimismado, sin levantar la vista.

– ¡Qué pena que no nos hayamos hecho una foto de grupo! -dijo Rex.

– Se me ocurre una forma de arreglar eso -dijo Lieneke-. Son de Lille, ¿no? No está tan lejos. Podríamos invitarlos a que vengan a tocar en nuestra boda.

– ¡Genial! -dijo Rex.

Se echaron a reír. Después la dueña fue a interesarse por su conversación. Le pidió a Lieneke que le contase por qué andaban con tantos misterios y, cuando se enteró de la noticia, los besó a ambos y, sin que nadie se lo pidiera, puso tres copas de champán barato encima de la mesa.

Lieneke oyó un ruido que desentonaba con las noches gorjeantes y rumorosas de Marina di Camerota. Provenía de muy cerca, justo de detrás de ella, un ruido angustioso y atormentado que la despertó.

Era Rex. Solía hablar en sueños, pero esta vez era diferente. Se trataba de una especie de gemidos que a Lieneke le pusieron los pelos de punta. Sonaba como «osmio, osmio», sollozos lastimeros que iban cobrando intensidad y acababan en llanto.

Intentó despertarlo, pero él la apartó bruscamente y gritó: «¡No, no!, ¡osmio!» Sus gritos rebotaban contra las paredes de la habitación embaldosada, implorantes, como si experimentase un profundo dolor.

Sintió escalofríos; la empapaba un sudor frío y profuso. Vio su rostro iluminado por la tenue luz que aún flotaba sobre el mar y que se filtraba en el dormitorio a través de las ventanas abiertas: Rex tenía los ojos abiertos de par en par.

– ¡Cariño, cariño! ¿Qué te pasa?

– ¡Osmio, osmio! ¡El Huevo de Oro!

– Rex, cariño, despiértate, por el amor de Dios. ¿Qué es eso del Huevo de Oro? Tienes una pesadilla. ¿Quieres que te traiga una toalla mojada?

– ¡Es terrible, terrible! -Su voz sonaba tan lejana que ella se apartó de él con aprensión. ¿Qué podía hacer? Sólo esperar a que acabara la pesadilla… pero ¿cuánto tiempo podría soportar aquel llanto inhumano?

Se dio cuenta de que ella también estaba llorando; la almohada estaba empapada de lágrimas.

3

En 1950, Raymond Lemorne tenía dieciséis años.

Un fin de semana en el que había ido con su madre a la casa de sus tíos en Dijon, los adultos se marcharon el domingo por la mañana dejándolo solo. Estaba en la segunda planta del edificio. Había llevado una silla de la cocina al balcón y leía un libro. Al cabo de un rato dejó la lectura y fue a apoyarse en la barandilla. Debajo había un jardincillo con el césped recién cortado que se extendía hasta el siguiente edificio, sólo interrumpido por dos arriates. «¿Y si salto?», pensó.

De algún lugar del edificio sonaba música, un violín de jazz. ¿Stéphane Grappelli? No sabía gran cosa de música. La química era su asignatura favorita. Quería ser profesor.

Se encaramó a la silla y se sentó en la barandilla, con las piernas colgando hacia fuera y las manos cruzadas sobre los muslos. Miró hacia la hierba. El vecino ponía un disco tras otro, siempre de jazz. Resultaba agradable de oír. Era junio, hacía sol y el cielo era de un azul intenso. ¿Giraba la atmósfera también al compás de la Tierra, o era una bola inmóvil y vacía en cuyo interior rotaba la esfera terrestre?

Raymond Lemorne se sentía satisfecho. Esperaba con ilusión las dos últimas semanas de clase. Llevaba pantalón corto y una camisa de cuadritos abierta. Un vientecillo suave le refrescaba la cara. De cuando en cuando, la altura le producía un escalofrío. Por supuesto que la atmósfera giraba a la par de la Tierra. ¡Qué idiota era! ¿Cómo, si no, podían existir el clima oceánico y el continental? ¡Y la tormenta que eso provocaría! Cien en la escala de Beaufort o algo así, tenía que calcularlo algún día. La Tie rra se quedaría pelada como una bola de billar en una pulidora.

Se preguntó qué pasaría si saltaba. Sopesó detenidamente los pros y los contras, albergando en su interior el oscuro convencimiento de que acabaría saltando. Aquello le pareció extraño: ¿cómo podía estar tan seguro, si saltar era a todas luces un disparate? Pero la idea del salto se le había ocurrido de pronto: ¿cómo podía ser eso, a menos que existiese realmente la posibilidad de hacerlo? ¿Y cómo podía él llegar a saber si tenía o no esa posibilidad, salvo saltando?

¡Un nudo de ideas gordiano!

Llevaba media hora sentado en la barandilla, dándole vueltas a aquella paradoja y a otras cosas, y de pronto saltó. Estuvo seis semanas en el hospital con una pierna rota y una fractura doble en el brazo.

Tuvieron que pasar veintiún años para que a Lemorne se le volviese a ocurrir algo semejante.

Por entonces ya era profesor de química, estaba casado y tenía dos hijas, una de trece años y otra de once. Vivía en Autun, en el departamento de Saóne-et-Loire, y daba clases en un instituto. Un hermoso domingo de otoño fue de excursión con su familia al canal de Borgoña, un paraje situado entre Dijon y Beaune. Iban paseando por un camino de sirga que discurría junto a un tramo de río largo y anchuroso, por donde los coches tenían prohibido el paso. El sol poniente teñía el agua de un verde profundo, como de espinacas podridas, y, de vez en cuando, imponente en su inmovilidad, pasaba una chalana. Eran embarcaciones planas y alargadas cuya única protuberancia era la timonera, y en casi todas había un pequeño turismo encima del escotillón de carga, negro como el alquitrán.

Había una chalana de aquéllas en la orilla. Cuando pasaron junto a ella, Lemorne oyó un chapoteo sordo, como el de un pato herido que intentase levantar el vuelo.

– ¡Es un niño! -gritaron sus hijas al unísono.

Lemorne se precipitó hacia el dique y se lanzó al agua. En la popa de la embarcación asomaba una carita pequeña que se hundía y volvía a emerger. Se fue flotando hacia el centro del canal y empezó a mecerse en el oleaje de proa de otra embarcación que se aproximaba. Unas cuantas brazadas y Lemorne también se vio inmerso en aquel oleaje, al lado de la criatura. La agarró y nadó con ella hacia la orilla; su mujer y sus hijas los ayudaron a subir a tierra.

Era una niña pequeña que vestía una faldita a cuadros. Estaba consciente. Lemorne la dejó sobre la hierba, pero un instante después ella se puso en pie.

– ¿Dónde está Bidule? -preguntó la niña.

– Bidule, ¿quién es Bidule?

– Ahí está. ¡Se está ahogando! -Su frente se frunció en un gesto de desesperación. Estaba al borde de las lágrimas. Lemorne comprendió que se trataba de su muñeco, que se había caído al agua.

La tomó de la mano y juntos se encaminaron hacia la barca.

Gesticulando como espantapájaros que hubiesen descubierto de pronto que tenían vida, un hombre y una mujer bajaban por la pasarela. Entre sollozos, la mujer alzó a la niña del suelo y las tujas de Lemorne también se echaron a llorar.

Minutos después todos estaban en la cocina de la embarcación, con una taza de café delante. Lemorne llevaba ropa seca que le había prestado el hombre y la niña se había puesto otra faldita a cuadros, pero de colores distintos. Estaba muy callada, todavía bajo la impresión que le había causado la pérdida de su muñeca.

Lemorne se vio a sí mismo en la iglesia el día de la primera comunión de la niña y de testigo en su boda, así que se negó a darles su dirección. Se rió para sus adentros al ver el gesto de desilusión de Denise, su hija menor, que probablemente había visto pasar de largo una recompensa millonaria. Aceptó como regalo la ropa prestada y la bolsa de maña en la que metió sus prendas húmedas.