Por primera vez en toda la conversación, Wilhelmsen se reclinó en la silla y tamborileó contra la mesa con los dedos.
– Nos rodeamos de la mayor discreción -declaró-. Ésta va a ser la pista más débil con la que haya trabajado en mi vida. Te mantendré informado, ¿de acuerdo?
La Patrulla Desorden era la oveja negra de la jefatura, y su gran orgullo. Desde que empezaron a trabajar en la patrulla, aquellos policías vestidos con vaqueros, parcialmente melenudos y, por épocas, considerablemente poco aseados, nunca se habían sentido vinculados por los códigos del vestir, cosa que tampoco debían hacer, aunque de vez en cuando se saltaban reglas algo más inviolables. A intervalos irregulares tenían que presentarse en el despacho del jefe de personal o incluso en el de la comisaría principal. Decían que sí a todo y prometían enmendarse, pero al salir les hacían un velado corte de mangas. Sólo unos pocos habían ido tan lejos como para que los trasladaran a un puesto de oficina mortalmente aburrido, al menos durante una temporada. Y es que la Policía amaba a sus agentes en vaqueros. La Patrulla Desorden era efectiva, trabajaba duro y, de vez en cuando, recibía incluso visitas de colegas procedentes de Suecia o de Dinamarca, que llegaban a la jefatura con ideas vagas y se marchaban profundamente admirados.
La semana anterior, durante una visita de la Policía de Estocolmo, un equipo de la televisión sueca los había acompañado durante una noche. Uno de los chicos se llevó al equipo de la televisión a casa de una prostituta que siempre tenía por ahí algunos gramos de alguna cosa que otra. Fue fácil derribar la puerta, no quedaba mucho de los marcos tras repetidas visitas anteriores. Con el cámara a rastras entraron al asalto en el salón a oscuras. Tirado en el suelo había un hombre de mediana edad que llevaba puesto un vestido rojo chillón con un gran escote, y una cadena de perro en torno al cuello. Rompió a llorar en cuanto descubrió a los asaltantes. Los policías lo consolaron y le aseguraron que no iban por él. Pero después de descubrir cuatro gramos de hachís y dos dosis de heroína en una estantería, que por lo demás estaba químicamente exenta de libros y correspondientemente repleta de baratijas de todo tipo de materiales y formas, exigieron al hombre del suelo que se identificara. Entre sollozos, el tipo sacó una cartera de camuflaje. En su tarjeta de identidad, el policía comprobó, reprimiendo una carcajada, que el hombre era oficial del Ejército. Su desesperación era comprensible. Circunstancias como aquélla, aunque no fueran un acto criminal, tenían, sin embargo, que ser comunicadas a los caballeros de la octava planta, la Brigada de Información. Nadie en Desorden supo lo que le pasó más tarde al tipo, pero el equipo de televisión sueco se lo pasó en grande con las grabaciones, que en nombre de la decencia nunca fueron emitidas.
La misión de la Patrulla Desorden se deducía del nombre. Tenían que provocar desorden en el mundillo de la droga, tanto para prevenir como para perseguir la venta, además de limitar el número de nuevos reclutas. No eran «secretas» en sentido estricto, por eso era esencial que no se supiera que eran policías. El lúgubre aspecto que habían adquirido la mayoría de ellos era más un modo de adaptarse al mundillo, que un intento de hacerse pasar por lo que no eran. Sabían casi todo lo que sucedía en el submundo de Oslo; el problema era que rara vez podían demostrar nada, a pesar de que a ese respecto le sacaban una cabeza a la mayoría de los demás departamentos de la jefatura.
Hanne oyó la animada conversación y las risas atronadoras que salían de la sala de reuniones de la patrulla mucho antes de llegar hasta allí. Llamó con fuerza a la puerta un par de veces hasta que la oyeron. Al final abrieron la puerta, aunque sólo la dejaron entornada, y un hombre con pecas, el pelo increíblemente grasiento y una descomunal bola de tabaco de mascar bajo el labio superior le dirigió una sonrisa torcida, que le permitió apreciar que el tabaco se había extendido por entre los dientes.
– Caramba, Hanne, ¿qué quieres?
Fue muy amable, a pesar de lo poco acogedor de su lenguaje corporal y de que la puerta seguía sólo entreabierta.
Hanne le devolvió la sonrisa y empujó la puerta. El hombre de las pecas la soltó reluctantemente.
Esparcidas por el suelo de la gran sala había restos de comida, basura y enormes cantidades de papel, periódicos y revistas medio pornográficas. En un rincón, se apoltronaba un hombre con la cabeza afeitada, una cruz invertida en una oreja, botines y un jersey de lana que probablemente podría andar solo. Lo llamaban Billy T. Había estudiado con Hanne Wilhelmsen en la Academia de Policía, y estaba considerado uno de los agentes más efectivos e informados de toda la patrulla. Billy T. tenía un carácter amable y alegre, era más bueno que el pan y tenía que convivir con un apetito por las mujeres que, combinado con su envidiable fertilidad, le había proporcionado nada menos que cuatro hijos con otras tantas mujeres. Nunca había vivido con ninguna de ellas, pero amaba a sus hijos, todos ellos varones, dos de los cuales se llevaban sólo tres meses de edad, y pagaba su manutención sin más queja que unas pocas maldiciones en voz baja cada día de cobro.
Hanne estaba buscando a Billy T. Pasó por encima de las prendas de vestir y demás objetos que bloqueaban el camino; él bajó la revista MC en la que estaba absorto y la miró con ligera sorpresa.
– ¿Podrías acompañarme a mi despacho?
Con un elocuente movimiento de la cabeza y del brazo le invitó a mantener una conversación privada.
Billy T. asintió, tiró la revista que fue recogida ávidamente por el siguiente lector, y acompañó a la subinspectora de Policía a la tercera planta.
Wilhelmsen se inclinó sobre su propio escritorio y arrancó de la pared una lista escrita a máquina, por lo que la chincheta cayó al suelo. No la recogió, en su lugar colocó la lista frente a Billy T.
– Ésta es una lista de los abogados defensores habituales en la ciudad, además de algunos otros que no son tan habituales, pero que tienen muchos casos penales. Son treinta personas. Más o menos. -Billy T ladeó la cabeza rapada y miró con interés el papel; entornó un poco los ojos, la letra era pequeña para que todos los nombres cupieran en una hoja-. ¿Qué piensas de ellos? -preguntó Hanne.
– ¿Que qué pienso de ellos? ¿Qué quieres decir con eso? -Deslizó el dedo por la hoja-. Este es majo, éste no está mal, éste es un cabrón, ésta es majísima… ¿Eso es lo que te interesa?
– Bueno, la verdad es que no -murmuró Hanne, y vaciló, antes de preguntar-: ¿Cuál de ellos lleva más casos de drogas?
Billy T. cogió un bolígrafo y dibujó una cruz junto a seis de los nombres. Hanne volvió a coger la hoja y la miró fijamente. Luego la volvió a dejar sobre la mesa, miró un rato por la ventana y preguntó:
– ¿Alguna vez has oído rumores de que alguno de éstos pudiera estar implicado en el tráfico de drogas?
Billy T. no parecía sorprendido por la pregunta. Se mordisqueó el pulgar.
– Lo estás diciendo en serio, ¿verdad? Se escuchan tantas cosas que no te puedes creer ni una parte muy pequeña. Pero supongo que lo que me estás preguntando es si yo he sospechado alguna vez de alguno de ellos, ¿no?
– Sí, a eso me refiero.
– Digámoslo así: de vez en cuando tenemos razones para preguntárnoslo. Durante los últimos dos años ha ocurrido algo en el mercado. Tal vez sean tres años. Algo indefinible que no conseguimos entender del todo. Por un lado está el eterno problema de la droga en la cárcel. No hay quien lo pare. Los controles son cada vez más estrictos, pero no sirve de nada. En la calle también está sucediendo algo. Los precios están bajando. Eso significa que hay mucha oferta. Pura economía de mercado, ya sabes. Claro que se escuchan rumores, pero se dispersan en todas direcciones. Así que si me preguntas si sospecho de alguno de estos abogados, en función de lo que sé, tengo que responderte que no.