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La labor administrativa de un fiscal adjunto era una mierda. Aun así quería conservar su trabajo, que era, por lo general, bastante aburrido y, en consecuencia, insoportablemente cansino. Estaba prohibido dormir; algo que la mayoría infringía cubriéndose el uniforme con una manta de lana sucia y maloliente. Pero los turnos de guardia se pagaban muy bien. A cada criminalista, con un año de navegación, le tocaba una guardia al mes, que les reportaba cincuenta mil coronas extra al año en el sobre de la paga. Valía la pena. El gran inconveniente era que la guardia empezaba nada más acabar la jornada laboral, a las tres de la tarde, y cuando terminaba, a las ocho de la mañana siguiente, había que empalmar con otro día de trabajo. Durante los fines de semana, las guardias se dividían en turnos de veinticuatro horas, lo que las hacía aún más lucrativas.

La mujer a la que iba a relevar Sand estaba ya impaciente. Aunque según las reglas el cambio de turno debía producirse a las nueve, existía un acuerdo tácito que permitía al turno dominical llegar una hora más tarde, con lo que el jurista saliente estaba siempre en ascuas por que llegara el relevo. Así era como estaba la rubia a la que iba a relevar.

– Todo lo que necesitas saber está en el libro de relevos -dijo-. Sobre la mesa tienes una copia del informe sobre el asesinato del viernes por la noche. Hay mucho que hacer. He redactado ya catorce sanciones y dos resoluciones de párrafo 11.

Joder. Por mucho que se esforzara, Sand era incapaz de entender que él fuera más competente a la hora de resolver custodias que la propia gente de protección de menores. No obstante, la fiscalía siempre tenía que despachar los casos de niños que resultaban incómodos más allá de lo burocrático y que además lo pasaban muy mal fuera del horario de oficina. Que hubiera dos casos en un sábado significaba, estadísticamente, que no habría ninguno el domingo. Al menos no perdía la esperanza.

– Encima, el patio trasero está lleno, deberías darte una vuelta por ahí en cuanto puedas -dijo la rubia.

Sand cogió las llaves y se las colocó en el cinturón con algo de torpeza. La caja contenía lo que debía. El número de impresos de solicitud del pasaporte era también correcto. El libro de relevos estaba al día.

Habían concluido las formalidades. Decidió hacer una ronda de multas y sanciones ahora que la mañana dominical ya había posado su pegajosa, aunque, sin duda, tranquilizadora mano sobre los detenidos por embriaguez. Antes de marcharse, hojeó los documentos de la mesa. Había oído mencionar el asesinato en la radio. Se había hallado un cadáver muy maltrecho cerca del río Aker. La Policía carecía de pistas. «Frases hechas», pensó. La Policía siempre tiene pistas, lo que ocurre es que, con demasiada frecuencia, son pésimas.

Era evidente que la carpeta con las fotografías del lugar de los hechos, que proporciona la Policía científica, aún no estaba incluida. No obstante, en la carpeta verde había alguna polaroid suelta que era lo bastante grotesca. Sand no acababa de acostumbrarse a ver fotos de personas muertas. En sus cinco años en la Policía, los últimos tres ligados al A.2.11, el grupo de homicidios, había visto más que suficientes. Se informaba a la Policía de todas las muertes sospechosas y se introducían en el sistema informático con el código «sosp». El concepto de «muertes sospechosas» era muy amplio. Había visto personas calcinadas, ahogadas, envenenadas por inhalación de gases, apuñaladas, abatidas con escopetas de caza y estranguladas. Incluso los trágicos casos de ancianos que sólo habían sido expuestos al «crimen» de que nadie se había acordado de ellos durante meses, hasta que el vecino de abajo empezaba a notar un olor desagradable en el comedor, miraba al techo y veía dibujarse una aureola de humedad para, acto seguido, indignado por los daños, llamar a la Policía; incluso esta pobre gente era fichada como «sosp» y recibía el dudoso honor de que su último álbum de fotos fuera realizado post mórtem. Había visto cadáveres verdes, azules, rojos, amarillos y de muchos colores a la vez, además de esos cuerpos rosas intoxicados por monóxido de carbono, cuyas almas no había podido aguantar más el valle de lágrimas de este mundo.

Sin embargo, aquellas fotos eran mucho más fuertes que las cosas que había visto hasta entonces. Las arrojó sobre la mesa para apartarlas de su vista. Como para olvidarlas enseguida, agarró con fuerza el informe del hallazgo y se lo llevó al incómodo sillón antiestrés, una barata imitación en escay del buque insignia de la marca Ekornes, demasiado redondeado en la espalda y sin apoyo donde la región lumbar más lo necesitaba.

Los hechos objetivos eran introducidos a golpe de martillo en un lenguaje extremadamente torpe. Sand frunció el entrecejo a modo de mueca irritada. Se decía que las pruebas de admisión para la Academia de Policía eran cada vez más duras, pero era imposible que la capacidad de exposición escrita formara parte de la prueba.

Se detuvo hacia el final de la hoja: «La testigo Karen Borg estuvo presente durante la visita al lugar de los hechos. La testigo descubrió al fallecido mientras paseaba con su perro. El cuerpo tenía restos de vómito. La testigo Borg dijo que fue ella».

La dirección de Borg y su credencial profesional confirmaba que era Karen. Se pasó los dedos por el pelo y notó que debería habérselo lavado por la mañana. Decidió que llamaría a Karen a lo largo de la semana. Siendo las fotos tan crudas, el cadáver tenía que estar en un estado pésimo. Desde luego que la iba a llamar.

Volvió a dejar los papeles sobre la mesa y cerró la carpeta. Se fijó un instante en los nombres que aparecían en la parte superior izquierda: Sand. Kaldbakken. Wilhelmsen. El caso era suyo. Kaldbakken era el inspector de Policía responsable; Hanne Wilhelmsen, la investigadora principal.

Era hora de imponer sanciones.

La cajita de madera contenía un grueso montón de minutas de detenciones perfectamente enumeradas. Pasó las páginas con rapidez. La mayoría eran casos de embriaguez. Luego había un maltratador de mujeres, otro que había sido declarado enfermo mental -y que ese mismo día por la tarde iba a ser trasladado al hospital Ullevål- y un delincuente perseguido por estafa. Los tres últimos podían esperar. Iba a ocuparse de los borrachos uno por uno. Lo cierto es que no entendía muy bien la razón de tales sanciones. La mayoría de las notificaciones aterrizaban en la papelera más cercana y la minoría que pagaba lo hacía a través de la Oficina de Asistencia Social. Ciertamente este carrusel del dinero público contribuía a mantener puestos de trabajo, pero no podía ser muy razonable.

Quedaba una minuta. No tenía nombre.

– ¿Qué es esto?

Se giró hacia el jefe de servicio, un cincuentón con exceso de peso que nunca obtendría más galones que los tres que lucía en las hombreras y que nadie le podía discutir. Se los habían dado por antigüedad, no por cualificaciones. Hacía mucho que Håkon Sand había constatado que el tipo era un necio.

– Un imbécil. Estaba aquí cuando comencé mi turno. Un gilipollas. Se negó a dar sus datos personales.

– ¿Qué ha hecho?

– Nada. Estaba estorbando en medio de la calle en algún sitio. Lleno de sangre. Puedes multarle por no haber facilitado sus datos. Y por desorden público. Y por ser un mierda.

Tras cinco años en el cuerpo, Sand había aprendido a contar hasta diez antes de hablar. En aquella ocasión contó hasta veinte. No deseaba tener un conflicto sólo porque un estúpido uniformado no entendiera que conllevaba cierta responsabilidad privar a alguien de su libertad.