Calabozo número cuatro. Se llevó a un policía de apoyo. El hombre sin nombre estaba despierto. Los miró fijamente con el semblante abatido; era obvio que dudaba de sus intenciones. Anquilosado y entumecido, se incorporó en el catre y soltó sus primeras palabras desde que estaba bajo arresto policial.
– ¿Me podríais dar algo de beber?
Hablaba en noruego y a la vez no lo hacía. Sand no sabría decir por qué, su lenguaje era perfecto; sin embargo, había algo que no era del todo noruego. ¿Tal vez era un sueco que intentaba dar a su idioma un aire más noruego?
Como es natural dieron al hombre algo de beber, una Coca-Cola comprada por Sand con su propio dinero, e incluso le permitieron ducharse y le proporcionaron una camiseta y unos pantalones limpios. Todo provenía del casillero personal de Sand en su despacho. Los gruñidos del personal acerca del trato especial aumentaban con cada «regalito». Pero Sand ordenó guardar la ropa ensangrentada en una bolsa y al cerrar las pesadas puertas metálicas dijo:
– ¡Estas prendas son pruebas importantes!
El joven era poco locuaz. Aunque la sed perentoria provocada por todas aquellas horas en una celda con un calor excesivo le había soltado la lengua, estaba claro que aquella necesidad de comunicarse había sido sólo temporal. Cuando aplacó su sed, volvió al silencio total.
Estaba sentado en una silla muy incómoda. En aquel despacho de ocho metros cuadrados que, además, albergaba un pesado armario archivador doble de tipo «estatal», tres filas de horrendas estanterías metálicas llenas de carpetas de anillas ordenadas por colores y un escritorio, apenas cabían dos sillas. El tablero de la mesa estaba fijado a la pared y presentaba una importante inclinación. Así se había quedado cuando al médico de la comisaría se le ocurrió encasquetarle a los empleados un ergoterapeuta. Por lo visto, las mesas de despacho inclinadas eran buenas para la espalda. Nadie entendía por qué. La mayoría había constatado que los problemas de espalda empeoraban porque la gente se pasaba el día hurgando por los suelos para recuperar las cosas que rodaban y caían del tablero inclinado. Con una silla de más resultaba imposible moverse sin tener que desplazar los muebles.
El despacho pertenecía a Wilhelmsen. Su belleza saltaba a la vista; acababa de ascender a subinspectora. Tras licenciarse en la Academia de Policía como la mejor de su promoción, había empleado diez años en la jefatura de Policía de Oslo para destacar como la policía perfecta para una campaña publicitaria. Todos hablaban bien de Hanne Wilhelmsen, toda una hazaña en un lugar de trabajo donde el diez por ciento de la jornada laboral se invertía en hablar mal de los demás. Se inclinaba ante los superiores sin que la tacharan de pelota, a la vez que tenía el valor de defender sus propias opiniones. Era leal con el sistema, pero también aportaba propuestas de mejora que casi siempre eran lo bastante buenas como para que acabaran llevándose a cabo. Wilhelmsen poseía esa intuición que sólo tiene uno de cada cien policías, un olfato que indica cuándo se debe engañar y tentar a un sospechoso, y cuándo se le debe amenazar y pegar un puñetazo en la mesa.
Era respetada y admirada, y se lo merecía. Aun así, nadie en la gran casa gris la conocía de verdad. Ciertamente acudía siempre a la cena anual de Navidad, a la fiesta estival y algún que otro cumpleaños, y una vez allí bailaba de maravilla, hablaba del trabajo, sembraba hermosas sonrisas a su alrededor y se iba a casa diez minutos después de que se fuera el primero, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, nunca bebía hasta emborracharse y, por consiguiente, nunca metía la pata; pero, más allá de eso, nadie conseguía intimar con ella.
Hanne Wilhelmsen se sentía bien consigo misma y con el mundo, pero había cavado un profundo foso entre su vida profesional y su yo privado. No tenía un solo amigo en la Policía. Wilhelmsen amaba a otra mujer, un defecto en aquella perfección que estaba convencida de que, si se llegara a saber, estropearía todo lo que había tardado tantos años en construir. Un movimiento de su larga melena morena bastaba para atajar cualquier pregunta acerca del anillo en su dedo anular, la única alhaja que llevaba y que le había regalado su pareja cuando se fueron a vivir juntas a los diecinueve años. Corrían rumores, los rumores siempre corren. Pero es que era tan bella y tan femenina… Y aquella médica a quien conocía alguien a quien alguien conocía, y que otros habían visto con Hanne en varias ocasiones, era también muy guapa, se podría incluso decir que extremadamente coqueta. No podía ser verdad. Además, las pocas veces que vestía de uniforme, Hanne Wilhelmsen llevaba falda y eso no lo hacía casi nadie, los pantalones eran mucho más prácticos. Sin duda los rumores eran malintencionados.
Así pues, vivía su vida con la certeza de que lo que no está confirmado nunca es del todo cierto, y de que por eso era más importante para ella que para cualquier otro inquilino de la casa gris hacer siempre un buen trabajo. La perfección la protegía como un escudo. Eso era lo que quería y, puesto que carecía por completo de codazos, pisotones y ambiciones, y no tenía otro afán que hacer una buena labor, tampoco los celos y la envidia iban a quebrantar su solidez.
Sonrió a Sand, que se había sentado en la silla sobrante.
– ¿No confías en que haga las preguntas pertinentes?
– Descuida. Éste es tu juego, lo sé. Pero tengo la sensación de que estamos tocando algo. Como te dije, si no te importa demasiado, me gustaría estar presente. -Al momento añadió-: No va en contra del reglamento.
Håkon Sand conocía su necesidad de seguir el reglamento hasta lo humanamente posible, y la respetaba. No era habitual que alguien de la fiscalía estuviera presente durante el interrogatorio de un sospechoso, aunque desde luego tampoco iba contra las normas. Ya lo había hecho en otras ocasiones, sobre todo para aprender cómo se hacía, y algunas veces porque estaba especialmente involucrado en el caso. Por lo general, los agentes no solían oponerse. Al contrario, si el fiscal de la Policía se hacía imperceptible y no se entrometía en el interrogatorio, a la mayoría de los agentes les parecía hasta divertido.
Como respondiendo a una señal, ambos se giraron hacia el detenido. Wilhelmsen posó el codo derecho sobre la mesa y dejó que sus largas uñas lacadas de blanco juguetearan con el teclado de una antiquísima máquina de escribir eléctrica. Era una IBM de cabeza redonda, moderna quince años atrás. Ahora le faltaba la «e». Estaba tan desgastada que, cuando se pulsaba, sólo salía una mancha de la cinta de color. Tampoco pasaba nada, se entendía que la mancha debía leerse como una e.
– Me parece que este día va a ser muy largo si te empeñas en quedarte así, sin decir nada. -La voz era suave, casi condescendiente-. A mí me pagan por hacer esto, y al fiscal adjunto Sand también. Tú, en cambio, te vas a quedar ahí. Tarde o temprano, quizá te dejemos ir. ¿Tal vez pudieras contribuir a que sea más pronto que tarde?
Por primera vez, el joven mostró signos de estar desconcertado.
– Me llamo Han van der Kerch -dijo al cabo de unos minutos de silencio-. Soy holandés, pero tengo residencia legal en el país. Estudio.
Sand obtuvo la explicación a aquel lenguaje perfecto que, no obstante, no era del todo noruego. Se acordó de su héroe de juventud, el patinador Ard Schenk, y de cómo, con trece años, comprendió que aquel hombre hablaba un noruego perfecto para ser extranjero. Y se acordó de cuando era niño y estudiaba historia de la literatura; se acordó de El holandés Jonas, de Gabriel Scott, un libro que le había encantado y que hizo que más tarde apoyara siempre al equipo naranja durante los torneos internacionales de fútbol.
– No quiero decir más.
Se hizo el silencio. Sand esperaba la próxima jugada de Wilhelmsen, fuera lo que fuera.
– En fin, está bien. Es tu elección y estás en tu derecho. Pero como sigas así nos vamos a quedar aquí bastante tiempo. -Había colocado una hoja en la máquina de escribir, como si ya en ese momento supiera que iba a tener algo que escribir-. Bien, pues vas a oír una teoría que tenemos nosotros.