Las patas de la silla rasparon el linóleo cuando la echó hacia atrás. Ofreció un cigarrillo al holandés y ella se encendió otro. El joven parecía agradecido. Håkon Sand estaba menos satisfecho, movió la silla y entreabrió la puerta para que se formara corriente. La ventana ya estaba entornada.
– El viernes encontramos un cadáver -dijo Hanne en voz baja-. Presentaba unas lesiones tremendas. Probablemente no quiso morir, no de una manera tan brutal. Tuvo que salpicar mucha sangre. Tú estabas bastante manchado cuando te encontramos. En la Policía podemos ser lentos, pero todavía estamos en condiciones de sumar dos y dos. Por lo general, nos sale cuatro, y creemos que ahora nos ha salido cuatro.
Se alargó para coger un cenicero que estaba sobre la estantería a sus espaldas. Era un recuerdo bastante cutre del sur de Europa, fabricado en cristal de botella marrón. En el canto, el cenicero tenía una figura de fauno de sonrisa malvada y un enorme falo erguido, que seguro no era del estilo de Hanne Wilhelmsen, pensó Sand.
– Bueno, lo diré de un modo claro y conciso. -Su voz sonaba ahora más incisiva-. Mañana dispondremos un análisis previo de la sangre de tu ropa. Si la sangre pertenece a nuestro amigo desfigurado, tendremos pruebas de sobra para encerrarte. Luego iremos a buscarte, sin previo aviso, para interrogarte una y otra vez. Tal vez pase una semana sin que tengas noticias nuestras, pero, de repente, estaremos allí otra vez, puede que después de que te hayas dormido, y seguiremos con el interrogatorio durante unas horas. Como te negarás a hablar, te devolveremos a tu celda y vuelta a empezar. Para nosotros también es bastante agotador, claro está, pero al menos podemos turnarnos, para ti es peor.
Sand empezó a dudar de que Hanne Wilhelmsen mereciera realmente su fama de defensora a ultranza del reglamento. Sin duda, sus métodos interrogatorios no aparecían en el decálogo policial, y más dudosa aún era la legitimidad de usar dichos métodos como amenaza.
– Tienes derecho a un abogado de oficio -le recordó Sand, como para nivelar eventuales irregularidades cometidas por la subinspectora.
– ¡Nada de abogados! -gritó el joven, y pegó una última calada al pitillo antes de aplastarlo con fuerza en el cenicero-. No quiero abogado. Me apaño mejor sin ellos. -Dirigió una mirada de soslayo, casi suplicante, hacia el paquete de tabaco sobre la mesa. Hanne asintió con la cabeza y le alcanzó un cigarro y una cajetilla de cerillas-. Así que creéis que he sido yo. Bueno, tal vez sea cierto.
Lo era. El hombre había saciado ya sus necesidades primarias, es decir, una ducha, un desayuno, algo de beber y un par de cigarrillos, y su comportamiento daba a entender que había soltado ya todo lo que tenía que decir. Se reclinó en la silla, deslizó el trasero hacia delante y se quedó casi tumbado con la mirada perdida.
– En fin -la subinspectora Wilhelmsen parecía tener controlada la situación-. Tendré que seguir -dijo, y empezó a hojear la finísima carpeta colocada al lado de la máquina de escribir-. Encontramos el cuerpo en un estado lamentable, sin rostro, totalmente desfigurado y sin documentación. Pero nuestros chicos de la patrulla, perfectos conocedores del paisaje de estupefacientes de esta ciudad, han tenido indicios suficientes con sólo analizar la ropa, el cuerpo y el pelo. Opinan que se trata de un ajuste de cuentas, y no creo que la suposición sea disparatada. -Wilhelmsen cruzó los dedos y colocó las manos detrás de la cabeza, antes de masajearse la nuca con los pulgares mientras clavaba la mirada en el holandés-. Creo que mataste a ese tipo. Mañana lo sabremos con seguridad, cuando lleguen los resultados del instituto anatómico forense. Pero los técnicos no pueden desvelarme la razón del crimen, ahí necesito tu ayuda. -El envite surtió poco efecto; el hombre no contrajo ni un solo músculo de la cara, se limitó a mantener su sonrisa lejana, llena de menosprecio, como si quisiera remarcar que seguía siendo dueño de la situación, aunque en realidad no lo era-. Te seré sincera, creo que te conviene ayudarme -prosiguió infatigable la subinspectora-. Quizá lo hicieras por tu cuenta, tal vez fuera un encargo, puede incluso que te presionaran para hacerlo, lo cual significa que nos encontramos ante una serie de circunstancias que pueden ser de vital importancia para tu futuro.
La mujer detuvo el flujo constante de palabras, encendió otro cigarrillo y miró a los ojos del detenido, que seguía sin dar señales de querer hablar. Wilhelmsen suspiró elocuentemente y apagó la máquina de escribir.
– No me toca a mí decidir tu condena, si es que eres culpable. Pero cuando tenga que testificar en el juzgado sería muy importante para ti que yo pudiera decir algo bueno y positivo sobre tu disposición a cooperar con nosotros.
Sand volvió a experimentar esa sensación de cuando era pequeño y le dejaban ver la serie policíaca en televisión. Nunca se atrevía a ir al baño por si se perdía algo emocionante.
– ¿Dónde lo encontrasteis?
La pregunta del holandés pilló completamente por sorpresa a Sand y pudo advertir por primera vez una leve inseguridad en el rostro de su compañera.
– En el sitio donde lo mataste -contestó ella de un modo exageradamente lento.
– Contesta a mi pregunta. ¿Dónde encontrasteis al tipo?
Ambos policías vacilaron.
– A la altura de la cabeza del puente Hundremann, al otro lado del río Aker. Pero eso ya lo sabes -dijo Hanne, mientras mantenía sus ojos clavados en él para no perderse un solo matiz de su rostro.
– ¿Quién encontró el cuerpo? ¿Quién lo denunció a la Policía?
La vacilación de Wilhelmsen se convirtió en un vacío que Sand tuvo que rellenar.
– Fue una paseante, una abogada, amiga mía, por cierto, y seguro que fue una experiencia bastante jodida.
Wilhelmsen estaba furiosa, pero Sand se percató demasiado tarde de lo que había hecho. Cuando empezó a hablar, no se dio cuenta que ella le estaba avisando con la mano de lo que estaba ocurriendo. Se sonrojó fuertemente bajo la intensa mirada de reproche de la subinspectora.
Van der Kerch se levantó.
– Pues ahora sí que quiero un abogado -dijo, como si fuera una declaración-. Quiero a esa mujer; si conseguís que venga, me pensaré si hablo o no. Prefiero pasar diez años aislado en la cárcel de Ullersmo que tener a otro defensor.
Se dirigió por iniciativa propia hacia la puerta, franqueando las piernas de Sand como si fuesen un obstáculo, y esperó educadamente a que le acompañaran de vuelta a su celda. Wilhelmsen lo siguió sin mirar al todavía muy ruborizado fiscal adjunto.
Se habían acabado el café; no estaba muy bueno, y eso que estaba recién hecho. Sand explicó que era descafeinado. En un horroroso cenicero de color naranja había seis colillas.
– Después tenía un cabreo de la hostia conmigo, y con razón. Creo que va a pasar algún tiempo hasta que me permitan volver a estar presente en un interrogatorio. Pero el tío es firme, dijo que te quería a ti o a nadie. -El fiscal adjunto no parecía ahora menos cansado que cuando Karen Borg llegó, se frotó las sienes y se revolvió el pelo ya seco-. Le pedí a Hanne que le pusiera al chico todo tipo de reparos y objeciones, pero dice que es inquebrantable. La he cagado y la cosa mejoraría algo si consiguiera que me ayudaras en esto.
Karen suspiró, durante seis años de su vida prácticamente no hizo otra cosa que hacerle favores a Håkon. Sabía que tampoco esta vez iba a ser capaz de negarse, pero pensaba ponérselo muy difícil.
– Sólo te prometo que voy hablar con él -dijo brevemente, y se levantó.
Ambos salieron por la puerta, ella delante y él detrás, como en los viejos tiempos.
El joven holandés había insistido en hablar con Karen Borg, no sin insinuar cierta apertura. Pero en ese momento parecía que se le había olvidado, estaba malhumorado y agrio como el vinagre. Karen se había cambiado a la silla de Håkon, mientras que éste, con buen juicio, se había retirado. El despacho de los abogados en el patio trasero tenía un aspecto bastante tétrico, así que Sand había puesto su oficina a disposición de Karen por temor a que se retractara de su promesa de hablar con el joven holandés.