El muchacho tenía un aspecto agradable pero soso, cuerpo atlético y pelo rubio oscuro. El crecimiento del cabello de las últimas tres o cuatro semanas había estropeado lo que en su día fue un corte de pelo carísimo. Las manos eran refinadas, casi femeninas. ¿A lo mejor tocaba el piano? «Las manos de un amante», pensó Karen, que en ese momento no tenía la menor idea de cómo afrontar la situación. Ella estaba acostumbrada a los consejos de administración y a las juntas directivas, a los muebles de roble en las salas de juntas y a los despachos amplios con cortinas de quinientas coronas el metro. Sabía cómo manejarse entre hombres trajeados, llevaran corbatas elegantes o espantosas, y entre alguna que otra mujer con maletín y perfume de Shalimar. Dominaba a la perfección el derecho mercantil y la creación de empresas y, hacía tan sólo tres semanas, se había hecho merecedora de 150.000 coronas de honorarios tras haber revisado un extenso contrato para uno de sus mayores clientes. Aquello, básicamente, consistía en leerse contratos de quinientas páginas, verificar que mantenían lo que prometían y poner un OK en la cubierta: 75.000 coronas por letra.
Como es obvio, las palabras del reo eran igual de valiosas.
– Querías hablar conmigo -dijo Karen-. No entiendo por qué. ¿Tal vez podamos comenzar por ahí? -El detenido la examinaba pero seguía sin decir nada, y balanceaba una y otra vez la silla, cosas que a ella la ponían nerviosa-. Lo cierto es que no soy el tipo de abogada que necesitas. Conozco a unos cuantos, podría hacer algunas llamadas y conseguirte a uno de los mejores en un periquete.
– ¡No! -Las patas delanteras de la silla golpearon el suelo con fuerza, se inclinó hacia delante y la miró por primera vez a los ojos-. No, te quiero a ti, no llames a nadie.
De repente la abogada se dio cuenta de que se encontraba a solas con un presunto asesino; además, el cadáver sin rostro no había dejado de aterrarla desde que lo descubrió el viernes por la noche. Hizo un esfuerzo para controlar sus nervios, nunca en este país un abogado había muerto a manos de su cliente, y menos en la propia jefatura. Respiró hondo y se tranquilizó con ayuda del cigarrillo.
– ¡Y bien! ¿Qué es lo que quieres de mí? -El detenido seguía sin contestar-. Esta tarde ordenarán tu ingreso en prisión y me niego a presentarme allí si no tengo la menor idea de lo que vas a decir. -Tampoco las amenazas surtieron efecto en el chico, aunque la abogada advirtió una ligera preocupación en sus ojos, y lo volvió a intentar por última vez-. Además me queda muy poco tiempo -dijo mirando su Rolex con premura y notando que la ansiedad iba dejando paso a una creciente irritación. El holandés se percató de ello y empezó a bascular la silla-. ¡Basta ya con la silla! -Las patas de la silla golpearon el suelo por segunda vez, la mujer empezaba a dominar la situación-. No te estoy pidiendo que me digas la verdad. -Su voz era más serena-. Sólo quiero saber lo que vas a decir en el juzgado, y lo tengo que saber ahora.
La poca experiencia que Karen Borg tenía con criminales que no llevaran cuellos de camisa blancos y corbatas de seda se limitaba al caco que un día bajó pedaleando por la calle Mark sobre la bicicleta de quince marchas que ella misma acababa de estrenar. Pero veía la televisión y se acordó de lo que había dicho el abogado defensor Matlock: «No quiero oír la verdad, quiero saber lo que vas a decir en el juicio». No lo soltó de modo tan convincente como el personaje televisivo, en ella sonó más bien vacilante, pero quizá aquello fuera suficiente para provocar en el detenido algún tipo de desahogo oral.
Habían pasado muchos minutos y, en vez de columpiarse, el detenido restregaba el suelo de linóleo con las patas de la silla. El ruido era insoportable.
– Fui yo quien mató al hombre que encontraste.
Karen se sintió más aliviada que sorprendida, pues sabía que había sido él. «Dice la verdad», pensó, y le ofreció una pastilla para la garganta. El chico mostraba cierta predilección por fumar con una pastilla en la boca, igual que la abogada. Ella inició ese ritual muchos años antes, convencida de que prevenía el mal aliento, pero con el tiempo tuvo que reconocer que no servía de nada, aunque a esas alturas ya había empezado a gustarle.
– Fui yo quien mató al tío ese -lo dijo como si tratara de convencer a alguien, algo que no era necesario-. No sé quién es, quién era, quiero decir. Vamos, que sé cómo se llama y el aspecto que tenía, pero no le conocía. ¿Conoces tú a algún abogado defensor?
– Desde luego -contestó, esbozando una sonrisa de alivio que él no le devolvió-. Bueno, conocer, lo que se dice conocer, no tengo amistad con ninguno de ellos, si te refieres a eso, pero será fácil encontrarte un buen abogado. Me alegro de que empieces a entender lo que realmente necesitas.
– No te estoy pidiendo que me facilites otro abogado, sólo te estoy preguntando si conoces alguno, así en privado.
– No, sí, bueno, algunos de mis compañeros de estudios se dedican a ese tipo de derecho, pero ninguno juega en primera división, aún.
– ¿Los ves con frecuencia?
– No, muy de vez en cuando.
Era cierto y doloroso a la vez, a Karen no le quedaban muchos amigos. Habían ido saliendo de su vida uno detrás de otro, o ella de las suyas, caminando por senderos cuya vegetación aumentaba cada vez más, pero que de vez en cuando se cruzaban: entonces intercambiaban fórmulas mutuas de cortesía, ya fuera tomando una cerveza o a la salida de un cine en otoño.
– Bien, entonces te quiero a ti. Que me acusen de homicidio: acepto la prisión preventiva. Pero tienes que conseguir que la Policía acceda a una cosa: quiero permanecer aquí, en estas dependencias. No pienso ir a la cárcel provincial.
El hombre no dejaba de sorprenderla.
Con relativa frecuencia los periódicos habían publicado grandes titulares acerca de las condiciones infrahumanas que sufrían las personas retenidas en aquella jefatura. Las celdas estaban pensadas para estancias de veinticuatro horas, y apenas reunían las condiciones para tal propósito; sin embargo, aquel tipo quería quedarse allí durante semanas.
– ¿Por qué?
El joven se inclinó hacia ella y se quedó a un palmo de su rostro. Ella notó su aliento, bastante desagradable tras varios días sin tocar un cepillo de dientes, y eso la obligó a echarse hacia atrás.
– No me fío de nadie, tengo que pensar y, cuando haya reflexionado durante algunos días, podremos volver a tener esta conversación. ¡Pero, por favor, no dejes de volver para hablar conmigo!
Su conducta era vehemente, al límite de la desesperación; por primera vez, sintió lástima por él.
Marcó el número de teléfono que Håkon había garabateado en un papel.
– Hemos terminado, puedes venir a recogernos.
Karen no tuvo que presentarse en el juzgado de instrucción, tuvo esa suerte. Sólo en una ocasión había estado presente en una vista oral, y fue durante su época de estudios, cuando aún creía que iba a utilizar sus conocimientos de derecho para ayudar a los necesitados. Se había dejado caer en el banquillo del público de la sala 17, detrás de un mostrador que daba la impresión de haber sido colocado allí para proteger a los espectadores de la brutal realidad de la sala. Se decretaba prisión para la gente cada media hora y sólo uno de cada once conseguía convencer al juez de que seguramente no había cometido el delito. En aquella ocasión tuvo problemas para distinguir al abogado defensor del fiscal, porque no dejaban de sonreírse y mantenían entre ellos una actitud de camaradería: se invitaron a cigarrillos y contaron burdas anécdotas de los tribunales, hasta el momento en que el pobre detenido se sentó en el banquillo y los actores se dirigieron cada uno a su sitio para dar comienzo a la lucha. La Policía ganó diez rondas. Ocurrió todo con rapidez, el funcionamiento parecía eficaz y era implacable. A pesar de su juvenil entusiasmo defensor, tenía que admitir que no había reaccionado demasiado cuando el juez decretaba prisión. A Karen Borg los acusados le parecieron peligrosos, desaliñados, antipáticos y poco convincentes cuando proclamaron su inocencia y despotricaron contra el tribunal; algunos lloraron y muchos maldijeron. Pero sí que le había escandalizado el ambiente amistoso que retornaba a la sala en el mismo momento en que el preso era llevado de vuelta a los calabozos, con un policía agarrado a cada brazo. No era sólo que los dos oponentes, que un momento antes habían negado la honorabilidad el uno del otro, acto seguido siguieran contando la anécdota que se había quedado a medias, sino que incluso el juez se adelantaba en la silla, sonreía, negaba con la cabeza y soltaba algún comentario gracioso hasta que el siguiente desgraciado tomaba sitio en el banquillo. Karen pensaba entonces que había que mantenerse a respetuosa distancia de los jueces y que la amistad debía entablarse fuera de las salas de audiencias; y aún conservaba esa misma actitud solemne hacia los tribunales. Por eso se alegraba de que, en sus ocho años en un bufete de abogados, nunca hubiera tenido que poner un pie en una sala de audiencia. Siempre lo resolvía todo antes de que la cosa llegara tan lejos.