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No tenía sentido comenzar el interrogatorio esa misma noche. Ella no estaba lo bastante sobria y era obvio que al preso le iba a sentar bien esperar. El fiscal adjunto lo había acusado de amenazas contra la Policía, con eso bastaba para retenerlo hasta el lunes.

– ¿Cómo lo has encontrado?

– No he sido yo, lo han encontrado Leif y Ole. Menuda suerte, no te lo creerías.

– ¡Prueba!

– Hay un tipo al que vigilamos hace mucho, pero nunca hemos encontrado nada contra él; es un estudiante de Medicina con buenas costumbres. Vive en un barrio bonito y decente, en Roa, en un bloque bonito y decente de poca altura, conduce un coche un poco demasiado bonito y decente y se rodea de mujeres que son todo menos decentes, pero sí bonitas. Nos llegó la información de que podía estar en posesión de una pequeña partida y decidimos comprobarlo. Dimos en el clavo. Los chicos encontraron quince gramos, además de una pequeña partida de hachís. Ole se dio cuenta enseguida de que no iba a llegar a casa a tiempo para reunirse con su mujer. Un registro concienzudo del piso iba a llevarle bastante tiempo. Ahora bien, resulta que, aunque suene increíble, el tipo no tenía teléfono. Así pues, Ole llamó a la puerta del vecino, un tipo de unos treinta años. Nacido en 1961, para ser exactos. -Sus dedos volvieron a bailar sobre la copia de Strasak, el archivo informático de la Policía -. Evidentemente resulta incómodo recibir una visita de la Policía a las nueve y media de la noche de un sábado, pero no es como para quedarte paralizado y cerrarle la puerta en las narices al agente.

A Wilhelmsen no le extrañaba nada que alguien le cerrara la puerta en las narices a Ole Andresen. Tenía el pelo hasta la cintura y presumía de lavárselo cada quince días, «aunque no estuviera sucio». Llevaba la raya en medio, como un hippie superviviente, y a través de la cortina de pelo asomaba una enorme nariz llena de espinillas y una barba que hubiera despertado la envidia de Karl Marx. Volvió a pensar que era plausible asustarse, pero sabiamente mantuvo la boca cerrada.

– Pero no podía haber hecho una tontería peor. Ole volvió a llamar y el pobre hombre no pudo sino abrir. Lo malo es que estuvo unos minutos a solas en el piso y lo fantástico es que al final abrió… -Billy T. se moría de la risa y las carcajadas iban en aumento; Hanne no pudo sino reírse también un poco, aunque no tenía la menor idea de qué era lo que le resultaba tan gracioso; finalmente Billy T. se controló y continuó-: Y cuando por fin abrió la puerta, ¡salió con las manos en alto! -Volvió a darle un ataque de risa y esta vez Hanne también se rió con ganas-. Con las manos en alto, como en una película. Y antes de que Ole pudiera decir nada, sólo le había mostrado su placa de Policía, el tipo se colocó de cara a la pared con las piernas separadas. Ole no entendía nada, pero lleva el tiempo suficiente en el oficio como para saber que algo turbio tenía que haber. Y, en un estante, encontró el par de la bota perdida. El bueno de Ole sacó mi patrón y lo comparó con la bota. Hemos dado en el clavo. El tipo se echó a llorar, con las palmas de las manos aplastadas contra la pared. -Los dos se reían a carcajadas y se les saltaban las lágrimas-. ¡Y Ole sólo pretendía que le dejaran el teléfono! -En realidad no era tan increíblemente gracioso, pero era muy tarde y ambos sentían alivio, un enorme alivio-. Esto es lo que encontramos en el piso -dijo el policía, agachando su cuerpo desgarbado hacia una bolsa que tenía en el suelo.

Una pistola de calibre fino golpeó la mesa y, a continuación, una bota de invierno vieja, del número 44, apareció ante Wilhelmsen.

– Esto tampoco es como para que te entren los siete males -constató Hanne satisfecha-. Debe de tener algo más que aportar.

– Dale una ración especial de Hanne Wilhelmsen. Mañana. Y ahora te vas a casa y sigues divirtiéndote.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

Domingo, 29 de noviembre

– Flan, gelatina, hojarasca, lo que quieras. Tienes un temblor de cojones, así que como no seas capaz de sacarme un certificado médico que garantice que padeces un párkinson avanzado, yo aseguraría que estás a punto de mearte de miedo.

Wilhelmsen no debería haber dicho eso. Silenciosamente, se formó un charquito a los pies del detenido, un charquito que fue creciendo despacio hasta tocar las cuatro patas de la silla. La subinspectora suspiró, abrió la ventana y decidió que lo iba a dejar un rato con los pantalones mojados. Por si fuera poco, el chico había empezado a llorar un poco, un llanto lastimoso que no despertó en ella ningún tipo de compasión, sino que, más bien al contrario, le irritó ostensiblemente.

– Deja de lloriquear. No voy a matarte. -Sus palabras no sirvieron de nada. El chico siguió gimoteando sin lágrimas; le pareció estar enfrentándose a un niño malcriado-. Tengo amplios poderes -mintió Hanne-. Muy amplios poderes. Tú estás metido en un buen lío, pero las cosas mejorarían bastante si mostraras un poco de buena voluntad, algo de flexibilidad, si nos dieras algo de información. ¿Qué relación tienes con el abogado Jørgen Lavik?

Era la enésima vez que se lo preguntaba, pero tampoco esta vez tuvo suerte. Completamente desanimada, dejó al detenido en manos de Kaldbakken, quien hasta ese momento se había mantenido callado en un rincón.

Tal vez él pudiera sacarle algo al tipo, aunque la verdad es que no tenía mucha fe en ello.

Håkon se deprimió cuando le resumió la situación. Daba la impresión de que el tipo de Roa prefería sufrir los martirios del Infierno antes que las represalias de Lavik y su organización. Así pues, la policía no lo tenía todo tan controlado como habían creído Hanne y Billy T. la noche anterior, cuando no podían parar de reír. Aun así, la batalla todavía no estaba perdida.

Lo estuvo cinco horas más tarde, cuando Kaldbakken se hartó, dejó un rato solo al llorica y sacó a Hanne al pasillo.

– No podemos seguir -dijo en voz baja, con una mano sobre el pomo de la puerta, como para asegurarse de que nadie se lo iba a robar-. Está exhausto y además tenemos que dejar que lo vea un médico. Ese temblor no es natural. Tendremos que volver a intentarlo mañana.

– ¡Tal vez mañana sea demasiado tarde!

La subinspectora Wilhelmsen estaba desesperada, pero no sirvió de nada. Kaldbakken había tomado una decisión y, en tales casos, no había quien le hiciera cambiar de opinión.

Fue Hanne quien tuvo que comunicarle las malas noticias a Håkon, quien las escuchó sin decir palabra. Al acabar, Hanne se quedó sentada sin saber qué hacer, pero decidió que lo mejor era dejarlo tranquilo.

– Por cierto, metí el interrogatorio de Karen en tu carpeta del caso -dijo antes de irse-. El viernes no me dio tiempo a hacer copias. ¿Podrías hacerlas tú antes de irte? Yo me voy, que hoy es el primer domingo de Adviento.

Lo último pretendía ser una disculpa, aunque fue innecesaria. Él la despachó agitando la mano. Cuando Hanne cerró la puerta a sus espaldas, Håkon se inclinó sobre la mesa y apoyó la cabeza en los brazos.

Estaba agotado y quería irse a casa.

Lo malo fue que se le olvidó hacer copias del interrogatorio, se acordó en el coche, de camino a casa. En fin. Podía esperar hasta el día siguiente.

A pesar de rondar la edad de la jubilación, se movía con la agilidad de un atleta. Eran las cuatro de la madrugada del lunes, esa hora en la que el noventa y cinco por ciento de la población está durmiendo. Las luces de un enorme árbol de Navidad parpadeaban entre la hojarasca para mantenerse despiertas y las paredes de cristal de los locales de guardia del grupo de crimen arrojaban una pálida luz azulada, pero, por lo demás, estaba todo a oscuras. Sus suelas de goma no hacían ruido a pesar de que correteaba por el pasillo, pero agarró con fuerza el imponente manojo de llaves para que no sonaran. Una vez delante del despacho señalado con el nombre de Håkon Sand, no tardó en encontrar la llave correcta. Pocos segundos después cerraba la puerta tras de sí. Luego sacó una pesada linterna cubierta de goma, cuyo haz de luz era tan potente que por un momento lo cegó.