Su boca volvió a desplegarse en una sonrisa gris y la alegría por el halago hizo que se le formaran pequeños soles rojos en las mejillas. Se le plegaron las rodillas coquetamente, pero se contuvo antes de que la reverencia llegara a ser demasiado profunda. Claro que ella se ocuparía del negocio, y esperaba que él disfrutara mucho de sus vacaciones. ¡Se las merecía!
Eso mismo pensaba él. Pero antes de irse pasó por el servicio y sacó el teléfono móvil que había cogido del estante de uno sus colegas. Se sabía el número de memoria.
– Vuelvo a estar en la calle. Puedes relajarte.
El susurro apenas se oyó a causa del molesto ruido de una cisterna defectuosa.
– No me llames, y mucho menos ahora -le espetó el otro, pero no colgó.
– Es un teléfono seguro, puedes relajarte -repitió él, aunque no sirvió de nada.
– ¡No me digas!
– Karen Borg está en su cabaña de Ula, pero no va a permanecer allí mucho tiempo. Puedes estar seguro. Ella es la única que puede cazarme a mí, y yo soy el único que puede cazarla a ella. Si a mí me van bien las cosas, a ti también te irán bien.
Las protestas del viejo no llegaron a oírse. La comunicación ya se había cortado. Jørgen Ulf Lavik meó, se lavó las manos y salió a reunirse con sus invisibles guardianes.
Pronto iba a tener que hacer algo con su corazón. Las medicinas que le habían dado ya no funcionaban, por lo menos no muy bien. En dos ocasiones había estado al borde de sentir el mordisco de la muerte, del mismo modo en que lo había derribado tres años antes. El entrenamiento sistemático y la dieta magra probablemente lo habían ayudado hasta ese momento, pero la situación por la que estaba pasando en las últimas semanas no se podía compensar haciendo footing y comiendo zanahorias.
Habían ido a buscarlo. En cierto sentido los había estado esperando desde que la pelota de nieve empezó a correr. Sólo podía ser una cuestión de tiempo. A pesar de que la descripción en el Dagbladet del presunto hombre fuerte de la organización había sido bastante general y podría encajar con cientos de personas, el retrato había resultado un poco demasiado evidente para los chicos de la calle Platou. Una tarde, cuando volvía a casa desde el trabajo, de pronto estaban ahí. Eran tan anónimos como el trabajo que realizaban, dos hombres iguales, igual de altos, vestidos igual. Con amabilidad pero decisión, lo habían metido en un coche. El viaje duró media hora y finalizó delante de su propia casa. Él lo había negado todo y ellos no le habían creído, pero sabían que él sabía que era conveniente para todos que saliera indemne del asunto. Eso lo tranquilizaba un poco. Si se llegaba a saber para qué se había empleado el dinero, el asunto iba a arrastrarlos a todos. Era cierto que sólo él sabía de dónde provenía el capital, pero los demás habían cogido el dinero y lo habían usado. Nunca le habían preguntado nada ni habían comprobado nada ni habían investigado nada, lo cual los dejaba en una situación delicada.
Lavik era el gran problema. El tipo había perdido la cabeza. Estaba bastante claro que pretendía quitarle la vida a la abogada Borg, como si eso fuera a solucionar algo. Él sería el sospechoso número uno, al instante. Además: ¿quién podía saber si había hablado con más gente o si había escrito algo que aún no había llegado a manos de la Policía? Matar a Karen Borg no solucionaba nada.
Matar a Jørgen Lavik, en cambio, lo solucionaba casi todo. En el mismo momento en que se le ocurrió la idea, la vio como su única posibilidad. El exitoso asesinato de Hans A. Olsen había bloqueado con eficacia cualquier problema en esa rama de la organización. Lavik lo estaba complicando todo, para él mismo y para el viejo. Había que pararle los pies.
La idea no lo asustaba, le resultaba más bien tranquilizadora. Por primera vez en varios días, su pulso latía constante y tranquilo. Su cerebro parecía estar lúcido y la capacidad de concentración estaba regresando de sus largas vacaciones.
Lo mejor era acabar con él antes de que le diera tiempo a enviar a Karen Borg al dudoso cielo de los abogados. El asesinato de una abogada joven, guapa y, en este contexto, inocente, causaría demasiado revuelo. Tampoco un abogado drogadicto y desesperado iba a morir sin llamar la atención, pero aun así… Un asesinato era mejor que dos. Pero ¿cómo hacerlo?
Jørgen Lavik había hablado de una cabaña en Ula. Tenía que significar que pensaba ir para allá. Pero el viejo no entendía cómo tenía pensado librarse de la cola de policías que sin duda tenían que estarlo persiguiendo, aunque ese problema se lo iba a dejar a Lavik. El suyo era encontrar a Lavik, encontrarlo sin que lo vieran esos mismos policías y, preferiblemente, antes de que llegara hasta Karen Borg. No necesitaba coartada, no estaba en el punto de mira de la Policía y tampoco iba a estarlo, si todo salía bien.
Le costaría menos de una hora encontrar la dirección exacta de la cabaña de Karen Borg. Podía llamar a su despacho, o tal vez a algún juez del lugar, que podría comprobar el registro de la propiedad, pero eso era demasiado arriesgado. Al cabo de unos minutos se había decidido. Por lo que podía recordar, sólo había una carretera que llevara a Ula, un pequeño brazo de la carretera de la costa entre Sandefjord y Larvik. Iba a tener que esperarlo allí.
Aliviado por haber tomado una decisión, se concentró en los asuntos más urgentes de aquel día. Las manos ya no le temblaban y el corazón se había estabilizado. A lo mejor al final no necesitaba medicinas nuevas.
En realidad no se podía decir que fuera una cabaña. Era una sólida casa de madera de los años treinta, completamente rehabilitada, e incluso en la oscuridad de diciembre se intuía el paraíso que rodeaba la casa pintada de rojo. Estaba bastante expuesta a las inclemencias del tiempo y, aunque en la entrada había algo de nieve, el eterno viento proveniente del mar se había encargado de limpiar los peñascos detrás de la casa. Un abeto se cimbreaba testarudo un par de metros hacia la derecha de la pared de la casa. El viento había conseguido retorcer el tronco, pero no matar el árbol, que se inclinaba hacia el suelo, como si añorara reunirse con la familia de la casa, pero no fuera capaz de desprenderse. Entre las manchas de nieve del flanco resguardado de la casa, intuía los contornos de los parterres de flores del verano. El lugar estaba bien cuidado. No era propiedad del abogado Lavik, sino de su anciano y senil tío, que no tenía hijos. Mientras el viejo aún fue capaz de tener sentimientos, Jørgen había sido su sobrino preferido. Cada verano, el chiquillo había aparecido lealmente y se habían dedicado a pescar, a pintar la barca y a comer tocino frito con judías. El abogado se convirtió en el hijo que nunca había tenido el viejo; la hermosa casa de verano acabaría en manos del sobrino en el momento, que no tardaría en llegar, en que el alzhéimer tuviera que rendirse ante el único contrincante que podía vencerlo, la muerte.
Lavik había invertido bastante dinero en aquel lugar. El tío no era un hombre pobre y se había encargado él mismo de la mayor parte de los arreglos, pero fue Jørgen quien instaló la bañera con yacusi, la sauna y la línea telefónica. Además, para su setenta cumpleaños, le había regalado a su tío una pequeña barca, con la certeza de que en realidad iba a ser suya.
Durante el viaje hasta el extremo de Hurumlandet no había visto una sola vez a sus perseguidores. Aunque constantemente había tenido coches detrás, ninguno de ellos se le había pegado durante un tiempo sospechoso. Aun así sabía que estaban allí. Y se alegraba de ello. Se tomó su tiempo para aparcar el coche y dejó claras sus intenciones de quedarse una temporada al meter el equipaje en varios viajes. Caminó despacio de habitación en habitación encendiendo las luces y alivió la presión sobre la instalación eléctrica prendiendo la estufa de aceite del salón.
Después de comer salió a dar una vuelta. Paseó por el terreno familiar, pero tampoco entonces descubrió nada sospechoso. Por un momento se inquietó. ¿Acaso no estaban ahí? ¿Habían abandonado del todo? ¡No podían hacer eso! Su corazón latía rápido e inquieto. No, tenían que andar por las inmediaciones. Seguro. Se tranquilizó. Quizá sólo fueran extremadamente eficientes. Era probable.