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Después se vistió. La ropa de camuflaje estaba pensada para la caza: era lo apropiado. Prendió con cuidado las velas y se aseguró una vez más de que estaban firmes. A continuación bajó al sótano y salió por el ventanuco de la parte trasera de la casa.

Abajo, en la playa, permaneció un rato a la espera. Se pegó a la pared de montaña y estaba bastante seguro de que se fundía con el entorno. Cuando recuperó el aliento, se dirigió sigilosamente hacia el lugar donde muchos veranos atrás había hecho un agujero en la valla, a fin de facilitar el acceso a la casa del vecino, donde vivía un niño de su edad.

Se arrastró hacia el camino. Era probable que lo vigilaran en toda su extensión. Se quedó un rato entre los árboles escuchando a ver si oía ruidos. Nada. Pero tenían que estar allí. Siguió avanzando a lo largo del camino, pero manteniendo con él una distancia de cinco metros y oculto por los árboles. Allí estaba. La pequeña tubería que conducía a un riachuelo que salía del bosque al otro lado y que se dirigía, imperturbado, hacia el mar. Pero ahora iba a perturbarlo. Se había arrastrado a través de la tubería incontables veces, aunque desde aquellos tiempos había ganado veinte centímetros de altura y unos cuantos kilos. Sin embargo, no se había equivocado al calcular que aún podía pasar por allí. Desde luego que se mojó un poco, pero el riachuelo tenía poco caudal, probablemente la laguna se había congelado por el invierno. La tubería salía a tres metros del camino. Habían dejado espacio para una ampliación del camino de la que se llevaba hablando años pero que nunca se llevaba a cabo. Con la cabeza asomada por fuera del tubo, escuchó de nuevo durante unos minutos. Seguía sin oír nada. Respiraba con dificultad y cayó en la cuenta de hasta qué punto le habían afectado los días que había pasado retenido. Sin embargo, parte de la pérdida de fuerzas se veía compensada por una fuerte dosis de adrenalina. Aceleró el paso y desapareció silenciosamente entre el boscaje que había al otro lado del camino.

No tenía que recorrer a la carrera mucho trecho, Al cabo de seis o siete minutos había llegado. Miró el reloj. Las siete y media. Perfecto. Las maderas crujieron un poco cuando abrió la puerta del pequeño cobertizo, pero la Policía se encontraba demasiado lejos como para oírlo. Se metió dentro en el momento en que pasó un coche por la carretera, a unos veinte metros de distancia. Justo después pasó otro, pero él ya se encontraba dentro del Lada verde oscuro y pudo constatar que la batería seguía funcionando tras dos meses en desuso. Aunque el tío estaba completamente ido y apenas lo reconocía cuando lo visitaba en la residencia, resultaba evidente que se alegraba cuando Jørgen, de vez en cuando, se lo llevaba de excursión en su viejo Lada. El sobrino había mantenido el coche en condiciones en un gesto hacia su tío, pero aquellos momentos era un verdadero regalo para él mismo. Comprobó el motor un par de veces y salió del garaje. Se dirigía a Vestfold.

Hacía un frío de perros. El agente estaba de pie y se daba golpecitos en los brazos intentando no hacer ruido ni hacerse visible. No era fácil. Para utilizar los prismáticos se tenía que quitar los guantes, así que no los usaba demasiado. Maldecía por lo bajo al abogado que se había refugiado dentro de un cálido lugar que les obligaba a vigilarlo al aire libre. Hacía un momento, el tipo había apagado la luz de una habitación de la segunda planta, pero seguramente no tenía intenciones de acostarse tan temprano. No eran más que las ocho. Joder, le quedaban cuatro horas para el cambio de turno. La muñeca se le heló cuando destapó su reloj de pulsera y se apresuró a volverla a cubrir.

Podía probar a usar los prismáticos con los guantes puestos. No se veía gran cosa. Como era natural, había corrido todas las cortinas. El tipo no podía ser tan tonto como para no entender que ellos estaban allí. En ese sentido era una estupidez que se esforzaran tanto por ser invisibles. Suspiró. Qué trabajo tan aburrido. Era probable que el abogado Lavik pretendiera quedarse allí varios días, lo había visto entrar con muchas bolsas de comida, con un ordenador portátil y con un aparato de telefax.

De pronto se despabiló. Guiñó rápidamente los ojos para deshacerse unas lágrimas que le había provocado el viento frío y después de un momento se arrancó los guantes, los soltó en el suelo y ajustó los prismáticos.

¿Qué coño era lo que arrojaba aquellas sombras bamboleantes? ¿Habría encendido la chimenea? El agente bajó un momento los prismáticos y miró la chimenea cuyo contorno se dibujaba en negro contra el cielo gris oscuro. No, no había humo. Pero, entonces, ¿qué era? Volvió a mirar por los prismáticos y esta vez lo vio con claridad. Algo estaba ardiendo, y ardía con viveza. De pronto las cortinas estaban en llamas.

Arrojó los prismáticos al suelo y corrió hacia la casa.

– La casa está ardiendo -berreó en el interior de su equipo de radio portátil-. ¡La puta casa está ardiendo!

El equipo era innecesario. Todos los oyeron y dos agentes acudieron corriendo. El primero de ellos salió corriendo hacia la puerta de entrada y se percató inmediatamente de que junto a ella había un extintor, como prescribía la ley, luego se dirigió corriendo al salón. A los pocos segundos empezaron a escocerle los ojos a causa del humo y del calor, pero se dio cuenta enseguida de donde estaba el foco del incendio. Con el haz de polvos al modo de una furiosa espada, se abrió paso a través de la habitación, blandiendo el extintor. Las cortinas en llamas lanzaban ascuas hacia la habitación y una de ellas aterrizó sobre su hombro. La chaqueta se prendió. Ahogó la llama con las manos, aunque se quemó la palma de una de ellas. Aun así no se rindió. Entre tanto, habían llegado los otros dos. Uno de ellos cogió una manta de lana del sofá; el otro, sin ningún respeto, arrancó un magnífico tapiz de la pared. Al cabo de un par de minutos habían apagado el fuego. La mayor parte del salón se había salvado. Ni siquiera se había ido la luz. Pero el abogado Lavik sí.

Con el aliento entrecortado, los tres policías contemplaron la habitación. Vieron los dos cordeles que quedaban y descubrieron el pequeño mecanismo que aún no había tenido tiempo de enviar su telefax.

– Me cago en la leche -maldijo el primero de ellos por lo bajo, mientras agitaba su mano abrasada-. Ese puto abogado nos ha engañado. Nos ha engañado como a tontos.

– No puede haber salido antes de las siete. Los agentes lo vieron mirar por una ventana a las siete menos cinco, joder. En otras palabras, no nos puede sacar más de una hora de ventaja. Con un poco de suerte, menos. Quién sabe, tal vez se acababa de largar cuando lo descubrieron.

Wilhelmsen intentaba tranquilizar al alterado fiscal adjunto, pero sin ningún éxito.

– Tienes que llamar a las jefaturas más cercanas. Hay que pararlo como sea.

– Håkon, escúchame. No tenemos ni idea de dónde está. Puede haber regresado a su casa de Grefsen, y tal vez esté viendo la tele con su mujer y bebiéndose una copa de bienvenida. O quizá se haya ido de excursión a la ciudad. Pero lo más importante de todo es que no tenemos nada nuevo que justifique otra detención. El que todos nuestros agentes se dejaran engañar evidentemente supone un problema, pero el problema es nuestro, no de él. Nosotros podemos vigilarlo, pero él no hace nada que esté penado por la ley al tomarnos así el pelo.

Aunque Håkon estaba dominado por la angustia, tenía que darle la razón a Hanne.

– Está bien, está bien -interrumpió a la subinspectora en medio de otra parrafada-. Está bien. Entiendo que no podamos mover cielo y tierra. Tienes razón en todo. Pero, créeme, va a ir a por ella. Todo encaja: las notas sobre Karen que robaron cuando te atacaron a ti, luego su declaración, que desapareció. Tiene que ser él quien está detrás de todo eso.

Hanne suspiró, la cosa se estaba yendo de madre.