Se pegó un verdadero susto. La luz del cobertizo iluminó durante un segundo al conductor del coche que pasaba. Miró con especial atención porque había hecho una apuesta consigo mismo: Laque conducía tan despacio tenía que ser una mujer. No lo era. Era Peter Strup.
Pasaron unos segundos antes de que las consecuencias de lo que había visto alcanzaran la zona correcta de su cerebro. Pero fue sólo un momento. Se sobrepuso del shock y salió corriendo hacia el coche con el capó abierto, parecía un lucio entre los juncos.
– Peter Strup -chilló-. ¡Peter Strup acaba de pasar en un coche!
Hanne se levantó bruscamente y se golpeó la cabeza contra el capó, pero ni siquiera se dio cuenta.
– ¡Qué dices! -exclamó, aunque lo había oído perfectamente.
– ¡Peter Strup! ¡Acaba de pasar en un coche! ¡Ahora mismo, justo ahora!
Todas las piezas encajaron a tal velocidad que les resultó difícil entenderlo, aunque ahora la imagen de conjunto se presentaba ante ellos con la claridad de un día de primavera frío y soleado. Hanne se puso furiosa consigo misma. El hombre había estado todo el rato bajo sospecha. Era la alternativa más obvia, en realidad la única. ¿Por qué no había querido verlo? ¿Habría sido por la impecable vida de Strup? ¿Por su correcto comportamiento, por las fotos de las revistas, por su longevo matrimonio y sus fantásticos hijos? ¿Habría hecho todo aquello que su intuición frenara la sospecha más lógica? Su cerebro le estaba diciendo que era él, pero su instinto policial, su maldito instinto que tanto le halagaban, había protestado.
– Mierda -dijo en voz baja, y cerró el capó de un golpetazo-. So much for my damned instincts. -Ni siquiera había interrogado al tipo, menuda puta mierda-. Para un coche -le gritó a Håkon.
Él siguió la orden y se situó junto a la carretera y empezó a agitar los brazos. Ella, por su parte, se metió en su maldito coche estropeado para coger la ropa de abrigo, el tabaco y el monedero, y luego se aseguró de que quedaba cerrado. A continuación se situó junto a Håkon, que parecía aterrorizado.
Ni un solo coche hizo ademán de parar. O bien seguían a toda velocidad sin dejar que les afectaran las dos personas que brincaban y agitaban los brazos junto a la carretera, o bien los sorteaban a pocos centímetros de distancia, o bien les pitaban expresando su reproche y pasaban trazando un suave arco.
Cuando hubieron pasado más de veinte coches, Håkon estuvo a punto de derrumbarse y Hanne entendió que había que hacer algo. Ponerse en medio de la carretera era mortalmente peligroso, así que eso quedaba descartado. Si llamaban pidiendo ayuda podría ser demasiado tarde. Echó un vistazo a la casa a oscuras. Parecía estar encogida y ser discreta, con los ojos cerrados, como si intentara disculparse por la inconveniencia de su ubicación a sólo veinte metros de la carretera E-18. No se veía ningún coche aparcado.
Salió corriendo hacia el edificio. La pequeña construcción al otro lado de la casa, que apenas se veía desde la carretera, podía ser un garaje. Håkon no tenía claro si esperaba que él siguiera intentando parar algún automóvil, pero se arriesgó a seguirla y no oyó protestas.
– Llama al timbre, para ver si hay alguien -le gritó mientras ella tiraba de la puerta de la pequeña construcción.
No estaba cerrada.
Dentro no había ningún coche. Pero sí una motocicleta. Una Yamaha FJ, de 1.200 metros cúbicos. El modelo del año. Con frenos ABS.
Wilhelmsen despreciaba los cacharros. Motos sólo eran las Harley, lo demás no eran más que medios de transporte de dos ruedas. A excepción de las Motoguzzi, tal vez, aunque fueran europeas. A pesar de todo, en su fuero interno siempre había sentido cierta atracción hacia las motos japonesas, con su aire de carreras urbanas, sobre todo hacia las FJ.
Parecía estar en condiciones de ser conducida, aunque le habían sacado la batería. Estaban en diciembre, así que era probable que la moto llevara como mínimo tres meses parada. Encontró la batería sobre un periódico, limpia y almacenada para el invierno, tal y como suele recomendarse. Agarró un destornillador y conectó los polos. Saltaron chispas y, unos segundos después, la punta del fino metal empezó a brillar un poco. Había la corriente suficiente.
– No hay nadie en la casa -dijo Håkon jadeando desde la puerta.
Sobre los estantes había muchas herramientas, prácticamente las mismas que tenía ella en el sótano de su casa. Encontró enseguida lo que necesitaba y la batería estuvo instalada en tiempo récord. Luego vaciló un instante.
– En sentido estricto esto es un robo.
– No, es derecho de emergencia.
– ¿Legítima defensa?
No acababa de entenderlo y pensaba que Håkon se había expresado mal por la agitación.
– No, derecho de emergencia. Luego te lo explicó.
«Si es que alguna vez tengo la oportunidad», pensó.
Aunque le partía el alma tener que destrozar una moto nueva, no le llevó más de unos segundos hacerle un puente. De un fuerte tirón, partió el bloqueo del volante. El motor zumbaba de modo constante y prometedor. Buscó el casco por el cobertizo, pero no estaba allí. Era natural, probablemente en el interior de la casa cerrada hubiera un par de cascos caros, unos BMW o unos Shoei. ¿Deberían forzar la puerta de la casa? ¿Les quedaba tiempo?
No. Tendrían que ir sin casco. En un rincón, unas gafas de slalom colgaban de un gancho, junto a cuatro pares de esquís alpinos amarrados a la pared. Tendría que bastar. Se montó en la motocicleta y la sacó al exterior.
– ¿Has montado alguna vez en moto? -Håkon no respondió, se limitó a menear elocuentemente la cabeza-. Escucha: cógeme la cintura con los brazos y haz lo que haga yo. Sientas lo que sientas, no tienes que inclinarte hacia el lado contrario. ¿Lo has entendido?
Esta vez él asintió y, mientras ella se ponía las gafas, se montó en la moto y la agarró tan firmemente como le fue posible. La sujetaba tan fuerte que ella tuvo que soltarse un poco antes de salir bramando con la moto hacia la carretera.
Håkon estaba aterrorizado y no decía nada, pero hacía lo que ella le había dicho. Para paliar el miedo, cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa. No era fácil. El ruido era extremo y tenía muchísimo frío.
Wilhelmsen también. Sus guantes, sus propios guantes de paseo, estaban ya empapados y helados. Aun así era mejor llevarlos puestos, al menos le proporcionaban cierta protección. Las gafas también eran de cierta ayuda, aunque no de mucha. Tenía que limpiárselas constantemente con la mano izquierda. Miró de refilón el reloj digital que tenía ante sí. No les había dado tiempo a ponerlo en hora antes de salir, pero al menos sabía que hacía un cuarto de hora que habían salido; en ese momento había marcado las diez menos veinticinco.
Quizá se les estuviera acabando el tiempo.
El viejo constató que lo recordaba bien. Sólo había una carretera hacia Ula. Aunque estaba asfaltada, era estrecha y no invitaba a ir rápido. En una pronunciada curva, encontró una carreterita que se metía en un boscaje tupido. El coche avanzó algunos metros dando tumbos. En una pequeña pradera, encontró sitio para dar la vuelta al coche. La helada había endurecido la tierra y facilitaba la maniobra. Poco después tenía el morro del coche apuntando hacia la carretera. Estaba bien oculto, al mismo tiempo que, a través de un claro, podía ver los coches que llegaran. Tenía la radio puesta con el sonido bajo y, dadas las circunstancias, estaba bastante cómodo. Suponía que reconocería el Volvo de Lavik. Sólo tenía que esperar.