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Karen también estaba escuchando la radio. Era un programa para camioneros, pero la música no estaba mal. Por séptima vez empezó a leer el libro que tenía en el regazo, el Ulises, de James Joyce. Nunca había pasado de la página cincuenta, pero esta vez lo iba a conseguir.

En el amplio salón hacía calor, casi demasiado. El perro ladró y ella abrió la puerta para que saliera, pero no quiso, sino que continuó dando vueltas dando muestras de intranquilidad. Cuando Karen se hartó, lo riñó para que volviera a su sitio y al final el animal se tumbó, reticente, en un rincón, con la cabeza alzada y las orejas en guardia. Lo más probable era que hubiera olido a algún animalillo, o tal vez a un alce.

Pero lo que se ocultaba entre los arbustos no era ni un conejo ni un alce. Era un hombre que ya llevaba un rato allí tumbado. Aun así tenía calor. Estaba alterado y bien abrigado. No le había costado encontrar la cabaña, sólo una vez había escogido el camino de bosque erróneo, aunque se había dado cuenta bastante rápido. La cabaña de Karen Borg era la única que estaba en uso en esa época del año y había encontrado un buen sitio para esconder el coche a cinco minutos de distancia. Como un pequeño faro, la cabaña le había ido indicando el camino.

Tenía la cabeza y los brazos apoyados contra una lata de gasolina de diez litros. Aunque al llenarla había puesto cuidado para no derramar nada, el combustible le molestaba en la nariz. Entonces se levantó algo entumecido, agarró la lata y se encaminó agachado en dirección a la casa. Probablemente fuera innecesario porque el salón daba hacia el otro lado y tenía vistas sobre el mar. A la parte de atrás sólo daban las ventanas de dos dormitorios, que estaban a oscuras, y de un aseo en la entreplanta. Se palpó el pecho para asegurarse de que la llave inglesa estaba en su sitio, aunque sabía que estaba allí.

La puerta estaba abierta. Un obstáculo menos de lo previsto. Sonrió y bajó el pomo, infinitamente despacio. La puerta estaba en buen estado y no hizo ningún ruido cuando la abrió y entró.

El viejo miró el reloj. Debía llevar ya un buen rato ahí sentado. No había pasado ningún Volvo, sólo un Peugeot, dos Opel y un viejo Lada oscuro. La densidad del tráfico era mínima. Intentó estirarse un poco, pero no resultaba fácil, allí sentado dentro de un coche. No se atrevía a correr el riesgo de salir a estirar las piernas.

¡Qué locura! Una motocicleta pasó a mucha más velocidad de la recomendable en un camino tan malo. Dos personas iban montadas en ella y ninguno llevaba casco ni traje de motero. ¡Y en aquella época del año! Se estremeció/tenía que hacer muchísimo frío. La moto patinó en la curva y, por un momento, temió que chocaran contra su coche, pero el conductor consiguió enderezar en el último momento, luego aceleró y desaparecieron. Una locura. Bostezó y volvió a mirar el reloj.

Karen había llegado a la página cinco. Suspiró. Era un buen libro, lo sabía porque lo había leído en muchos sitios, aunque a ella le resultaba tedioso. Aun así estaba decidida, pero eso no impedía que constantemente se le ocurrieran pequeñas tareas para interrumpirse a sí misma. Ahora quería más café.

El perro seguía inquieto. Lo mejor era que no saliera, en dos ocasiones anteriores había desaparecido durante más de un día persiguiendo a algún conejo. Era curioso porque no era un perro de caza, pero ese instinto debían de tenerlo todos los perros.

De pronto oyó algo y se giró hacia el bóxer. El animal permanecía inmóvil y, aunque había dejado de gimotear, tenía la cabeza ladeada y las orejas alzadas. Una ligera vibración recorría al perro. Karen comprendió que él también había oído algo, algo que había sonado abajo.

Se dirigió a las escaleras.

– ¿Hola?

Qué ridículo, por supuesto que no había nadie. Se quedó inmóvil durante unos segundos, después se encogió de hombros y se giró para volver.

– Quieto -le ordenó severamente al perro al ver que se estaba levantando.

Luego escuchó los pasos detrás de ella y se giró sobre el talón. En un momento de incredulidad vio la figura que subía corriendo los quince escalones. Aunque tenía el gorro bien calado sobre los ojos, se dio cuenta de quién era.

– Jørgen La…

Pero no tuvo tiempo de acabar. La llave inglesa la alcanzó justo encima del ojo y cayó al suelo, inconsciente.

El perro se volvió loco. Se abalanzó sobre el intruso entre ladridos y gruñidos furiosos, y saltó sobre el pecho del hombre. Consiguió agarrarse a la chaqueta con la mandíbula, aunque la perdió cuando el hombre hizo unos convulsos movimientos con el tronco. No obstante, el perro no se rindió. Se aferró fuertemente al antebrazo del abogado y esta vez no se pudo soltar. Sentía un dolor terrible y, con las enormes fuerzas que le confería aquel dolor, consiguió levantar al perro del suelo, pero no sirvió de mucho. Se le había caído la llave inglesa, había caído al suelo y se arriesgó a dejar que la bestia volviera a hacer pie. No debería haberlo hecho, porque el perro lo soltó durante un segundo, pero sólo para agarrarse mejor un poco más arriba, donde le dolía aún más. El dolor estaba empezando a nublarle la vista y sabía que andaba mal de tiempo. Al final consiguió coger la llave inglesa y asestó un golpe mortal en el cráneo del perro enloquecido, que aun así no lo soltó. Estaba muerto y colgaba agarrado por su último mordisco. Al abogado le llevó casi un minuto desprender el brazo de las poderosas mandíbulas. Sangraba como un cerdo. Con los ojos llenos de lágrimas echó un vistazo por la habitación y vio unas toallas Verdes que colgaban de un gancho, en el rincón donde estaba instalada la cocina. Se apresuró a hacerse un torniquete provisional y lo cierto es que empezó a dolerle menos, aunque sabía que el dolor regresaría con brutalidad. Mierda.

Bajó corriendo a la planta baja y abrió la lata de gasolina. Fue distribuyendo el contenido sistemáticamente por la cabaña. Le sorprendió lo mucho que daban de sí diez litros. Al poco rato, toda la casa apestaba a gasolinera vieja y la lata estaba vacía.

¡Robar algo! Tenía que conseguir que pareciera un robo. ¿Por qué no había pensado en eso? No traía nada en lo que transportar cosas, pero seguro que había una mochila en algún lado. Abajo. Seguro que estaba abajo. Había visto allí cosas de deporte. Bajó otra vez corriendo.

Karen no entendía qué era lo que sabía tan mal. Lo saboreó un poco. Debía de ser sangre, seguramente la suya. Quería volverse a dormir… No, tenía que abrir los ojos. ¿Por qué? Le dolía muchísimo la cabeza. Lo mejor era volverse a dormir. Olía fatal. ¿Olía así la sangre? No, era gasolina, pensó e intentó sonreír por lo lista que era. Gasolina. Intentó de nuevo abrir los ojos, pero le fue imposible. Tal vez debería intentarlo otra vez. Quizá fuera más fácil si se giraba, aunque cuando probaba a hacerlo le dolía una barbaridad. Aun así consiguió ponerse casi boca abajo, aunque algo le impedía girarse del todo, algo cálido y suave. Cento. Su mano acarició despacio el cuerpo del animal. Lo entendió enseguida. Cento estaba muerto. De pronto abrió los ojos. La cabeza del perro estaba pegada a la suya, completamente destrozada. Desconsolada intentó ponerse en pie. A través de las pestañas ensangrentadas vio una figura masculina al otro lado de la ventana. Tenía la cara pegada al cristal y se protegía la cabeza con las manos para ver mejor.

«¿Qué está haciendo aquí Peter Strup?», alcanzó a pensar antes de volverse a desmayar y aterrizar suavemente sobre el cadáver del perro.

En la cabaña no había gran cosa de valor. Algunos objetos de adorno y tres candelabros de plata tendrían que bastar, porque la cubertería de los cajones de la cocina era de acero. Puede que no llegaran a darse cuenta de que faltaba algo. Si tenía suerte, toda la casa quedaría reducida a cenizas. Cerró la mochila, sacó las cerillas de su bolsillo y se dirigió hacia la ventana de la terraza.