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El auto de prisión de Han van der Kerch fue un mero trámite de despacho. Aceptó por escrito un máximo de ocho semanas de restricción de visitas y de correspondencia. No sin asombro, la Policía había aceptado su petición de permanecer en los calabozos del patio trasero. El hombre era un tipo raro.

De ese modo, Karen se había librado de acudir al juzgado de instrucción y estaba ya de vuelta en su despacho. Los quince abogados tenían sus oficinas en Aker Brygge, el antiguo puerto de Oslo, donde trabajaban además otros tantos secretarios y diez apoderados. La boutique de artículos de lujo para caballeros de la planta de abajo se había ido a la quiebra en tres ocasiones, y al final había sido sustituida por un H &M que iba muy bien. Un restaurante caro y agradable había tenido que ceder su sitio a un McDonalds. En suma, los locales no habían estado a la altura de lo que se esperaba de ellos en el momento en que los compraron, pero su venta hubiera implicado pérdidas catastróficas; y además estaban situados en el centro.

En las puertas de cristal de la entrada se podía leer Greverud & Co., en honor a Greverud, que, a sus ochenta y dos años, aún seguía pasándose por el despacho todos los viernes. Había fundado la empresa justo al acabar la guerra, a raíz de su brillante actuación durante los procesos contra los traidores a la patria. En 1963 habían pasado a ser cinco abogados, pero lo de Greverud, Risbakk, Helgesen, Farmøy & Nilsen acabó resultándole muy pesado a la recepcionista. A mediados de los ochenta compraron aquellos locales en lo que creyeron que iba a ser el palacio del capital de Oslo. Eran de las pocas empresas que habían sobrevivido allí.

Karen hizo prácticas en el sólido bufete durante el verano anterior a su último año en la universidad. En Greverud & Co. sabían apreciar el trabajo duro y la inteligencia. Ella fue la cuarta chica a la que admitieron en prácticas en el despacho, y la primera en tener suerte. Cuando se licenció un año más tarde, le ofrecieron trabajo, buenos clientes y un sueldo desorbitado. No pudo más que sucumbir a la tentación.

En realidad nunca se había arrepentido. Karen se había dejado llevar por el emocionante remolino del mundo del capital y participó en el Monopoly de la realidad durante la década en que fue más emocionante. Era tan buena que al cabo de sólo tres años, un tiempo récord, le ofrecieron pasar a ser socio. Fue imposible decir que no. Se sintió halagada y contenta, pensaba que se lo merecía. Ahora ganaba un millón y medio de coronas al año y casi se le había olvidado la razón por la que en su momento empezó a estudiar derecho. Los diseños tradicionales de Sigrun Berg fueron sustituidos por elegantes trajes de chaqueta adquiridos en la calle Bogstad por una fortuna.

Sonó el teléfono. Era su secretaria. Karen presionó el botón del altavoz. Aquello resultaba incómodo para el que llamaba, porque su voz se veía rodeada de un eco que la tornaba difusa. Sentía que eso le proporcionaba cierta ventaja.

– Te llama un abogado llamado Peter Strup. ¿Estás, estás reunida o ya te has ido a casa?

– ¿Peter Strup? ¿Qué quiere de mí?

Le fue imposible disimular su perplejidad. Peter Strup, entre otras muchas cosas, era presidente del Grupo de Abogados Defensores, la singular asociación de abogados defensores que se sentían demasiado buenos, o malos, como para sólo formar parte de la MNA, como todos los demás. Algunos años antes había sido elegido el hombre más guapo de Noruega y destacaba como uno de los creadores de opinión más activos del país en prácticamente todos los ámbitos de la vida. Ya sobrepasaba los sesenta años, pero aparentaba cuarenta, y era capaz de acabar la carrera de Birkebein con una marca bastante buena. Por otro lado, se decía que era amigo cercano de la casa real, aunque había que concederle que nunca lo había confirmado en presencia de la prensa.

Karen no había coincido ni hablado nunca con él, pero obviamente había leído muchas cosas sobre el abogado.

– Pásamelo -dijo, tras un instante de vacilación, y cogió el teléfono en un gesto de respeto inconsciente-. Karen Borg -dijo sin tono en la voz.

– Buenas tardes, ¡soy el abogado Peter Strup! No te entretendré mucho. He tenido conocimiento de que has sido nombrada abogada defensora de un holandés que está acusado del asesinato junto al río Aker del viernes por la tarde, ¿es así?

– Sí, hasta cierto punto es verdad.

– ¿Hasta cierto punto?

– Bueno, quiero decir que es cierto que soy su abogada, pero la verdad es que no he hablado gran cosa con él.

Sin proponérselo empezó a hojear los documentos que tenía ante sí, la copia para el defensor del expediente del caso. Escuchó la encantadora risa del abogado Strup.

– ¿Desde cuándo trabajáis por 495 coronas la hora? ¡No pensaba yo que el salario oficial pudiera cubrir los gastos de alquiler de Aker Brygge! ¿Van tan mal las cosas que has decidido robarnos una cuota de mercado?

No le pareció un comentario malintencionado. El precio de su hora de trabajo estaba por encima de las dos mil coronas, dependiendo de quién fuera el cliente. Ella misma se rió un poco.

– Nos apañamos bien. Es una casualidad que vaya a ayudar a este tipo.

– Ya, verás, eso pensaba. Estoy bastante ocupado, pero uno de sus amigos ha acudido a mí para pedirme que ayude al chico. Es uno de mis más viejos clientes, este amigo suyo y, ya sabes, lo abogados defensores tenemos que cuidar a nuestros clientes. ¡Ellos también son fijos! -Volvió a reírse-. En otras palabras: estaría encantado de hacerme cargo del caso, y supongo que tú no estás demasiado interesada en conservarlo.

Karen no sabía qué decir. La tentación de dejar todo el caso en manos del mejor abogado defensor del país era grande. No cabía duda de que Peter Strup lo haría mejor que ella.

– Gracias, eres muy amable, pero es que ha insistido en que sea yo y, hasta cierto punto, le he prometido que continuaría. Como es obvio le transmitiré tu oferta, y en caso de que la acepte ya te llamará él.

– Está bien. En fin, entonces tendremos que quedar en eso. Pero supongo que entiendes que necesito que se me informe lo más rápido posible. Me tengo que poner al día del caso, ya sabes, confío en ti.

Karen estaba un poco aturdida. Aunque sabía que entre los abogados penales era mucho más habitual robarse los clientes, o hacer intercambios sensatos de éstos, como decía mucha gente, le sorprendía que Strup tuviera que recurrir a esas cosas. Hacía poco que había visto su nombre en un reportaje en un periódico, lo ponían como uno de tres ejemplos de cómo los casos penales se retrasaban durante meses e incluso años, por la excesiva longitud de las listas de espera de los abogados más famosos. Por otro lado, le resultaba simpático que quisiera ayudarlos, sobre todo cuando la petición provenía de un amigo de Van der Kerch. No le costaba ver el atractivo de semejantes atenciones, aunque ella mantenía a todos sus clientes a considerable distancia.