Pero no se pudo contener. Se volvió a meter en el coche, metió la marcha y condujo despacio hacia la enorme hoguera.
– La ambulancia es lo más importante. Lo más importante.
Hanne le devolvió el teléfono móvil a Strup, que se levantó y se lo metió en el bolsillo.
– La que peor está es Karen Borg -constató el abogado-. Aunque la quemadura de tu fiscal adjunto tampoco tiene muy buena pinta. Y a ninguno de los dos les puede haber sentado muy bien tragar tanto humo.
Entre los dos habían conseguido trasladar los dos cuerpos inconscientes hacia el aparcamiento, donde estaba el coche de Karen. Hanne no había vacilado en usar una piedra para romper el cristal del conductor. Dentro del coche había una manta de lana y dos pequeños cojines, y estaba cubierto por una lona sobre la que tendieron a los dos heridos, no sin antes arrancar un trozo grande que llenaron con el agua helada de un riachuelo que pasaba por la parte baja del aparcamiento. Aunque el agua se volvía a salir, ambos creían que debía de tener cierto efecto calmante sobre la pierna destrozada de Håkon. El incendio de la cabaña calentaba hasta el aparcamiento. Hanne ya no tenía frío. Esperaba que los dos heridos tampoco estuvieran mal. La herida sobre el ojo de Karen no parecía peor que la que había tenido ella unas cuantas semanas antes. Era de esperar que eso se correspondiera con la fuerza del golpe. El pulso parecía constante, aunque un poco rápido. De un maletín de primeros auxilios que encontró en el coche, sacó una pomada con la que untó las feas quemaduras antes de cubrirlas con una venda húmeda. Pensó, abatida, que debía de ser como usar un jarabe para la tos contra una tuberculosis, pero aun así lo hizo. Ambos seguían inconscientes, eso no debía de ser buena señal.
Strup y Hanne se quedaron mirando las llamas, que parecían a punto de saciarse. Era un espectáculo fascinante. Toda la planta alta había desaparecido, pero la planta baja era más difícil de digerir, estaba construida principalmente con ladrillo y hormigón, aunque debía de contener bastante madera, pues a pesar de que las llamas no se alzaban ya tanto hacia el cielo, aún seguían bastante ajetreadas. Por fin oyeron en la lejanía las sirenas, desdeñosas, como si los coches rojos quisieran tomarle el pelo a la cabaña moribunda anunciándole su llegada, aunque fuera demasiado tarde.
– Supongo que tuviste que matarlo -dijo Hanne sin mirar al hombre que tenía a su lado.
Él suspiró profundamente y le pegó una patada a la hierba congelada.
– Ya lo viste. Era él o yo. En ese sentido tengo la suerte de tener testigos.
Era verdad, un caso clásico de legítima defensa. Lavik estaba muerto antes de que Hanne llegara hasta él. El disparo lo había alcanzado en medio del pecho, así que debía de haber afectado a algún órgano vital. Curiosamente no había sangrado demasiado. Lo había arrastrado un poco más lejos de la pared de la cabaña, no tenía sentido incinerar al tipo de inmediato.
– ¿Qué haces aquí?
– En estos momentos estoy aquí porque me has detenido. No hubiera sido muy cortés largarme en estas circunstancias.
Habían pasado demasiadas cosas aquel día como para que tuviera fuerzas para sonreír. Lo intentó, pero no salió más que un gesto poco bonito en torno a su boca. En vez de seguir preguntando, lo miró con las cejas algo levantar.
– No tengo por qué contar la razón por la que vine -dijo él con calma-. No tengo ninguna objeción contra que me detengas ahora. He matado a un hombre y hay que interrogarme. Contaré todo lo que me ha pasado esta noche, pero nada más. No puedo, y tampoco quiero. Probablemente has estado pensando que yo tenía algo que ver con la organización de la que se ha estado hablando. Tal vez aún lo creas. -La miró para que confirmara o negara su afirmación, pero Wilhelmsen no movió un músculo-. Sólo puedo decirte que te equivocas, pero que he tenido mis sospechas sobre lo que estaba pasando. En tanto que antiguo jefe de Jørgen Lavik y como alguien que siente cierta responsabilidad hacia el gremio de los abogados y…
Se interrumpió, como si de pronto pensara que había dicho demasiado. Un ligero gemido de uno de los heridos a sus espaldas les hizo girarse. Era Håkon, que hacía ademán de levantarse. Hanne se puso de cuclillas junto a su cabeza.
– ¿Te duele mucho?
Bastaron un leve movimiento de la cabeza y una mueca. Le acarició con cuidado el pelo, lo tenía chamuscado y olía a quemado. La sirena de la ambulancia se oyó más fuerte y se desvaneció en un aullido ahogado en el momento en que el coche rojo y blanco se detuvo junto a ellos. Detrás venían los dos coches de bomberos, que eran demasiado grandes como para subir hasta arriba.
– Todo va a ir bien -le prometió en el momento en que dos hombres fornidos lo colocaban con cuidado sobre una camilla y lo metían en el coche-. Ahora va a ir todo bien.
El hombre de pelo grisáceo ya había visto bastante. Era evidente que Lavik estaba muerto, yacía solo y sin vigilancia sobre la hierba. Con respecto a los dos que estaban en el aparcamiento no estaba tan seguro. Le daba igual. Su problema estaba solucionado. Retrocedió de espaldas hacia el bosque y se detuvo para encender un cigarro cuando estaba a suficiente distancia. El humo le irritó los pulmones, en realidad hacía años que había dejado de fumar, pero ésta era una ocasión especial.
«Debería haber sido un puro», pensó al llegar al coche y apagar la colilla como pudo en la hierba marrón. «¡Un Habana enorme!»
Sonrió de oreja a oreja y se encaminó hacia Oslo.
Martes, 8 de diciembre
Los dos se recuperaron. Karen había sufrido una intoxicación de humo, una pequeña fractura en el hueso de la frente y una fuerte conmoción cerebral. Seguía internada en el hospital, pero tenían previsto darle el alta hacia finales de semana. Håkon Sand ya estaba en pie, aunque no literalmente. Las quemaduras no eran tan terribles como se habían temido, pero tendría que hacerse a la idea de usar muletas durante una temporada. Le habían dado una baja de varias semanas. La pierna le dolía muchísimo y no paraba de bostezar, tras una semana durmiendo mal y consumiendo grandes cantidades de calmantes. Además se había pasado varios días escupiendo manchitas de hollín. Pegaba un respingo cada vez que alguien encendía una cerilla.
De todos modos estaba satisfecho, casi alegre. Seguramente no habían resuelto el caso, pero al menos le habían puesto una especie de punto final. Jørgen Lavik estaba muerto; Hans A. Olsen estaba muerto; Han van der Kerch estaba muerto; y Jacob Frøstrup estaba muerto. Sin olvidar al pobre e insignificante Ludvig Sandersen, que había tenido el dudoso honor de inaugurar la fiesta. La Policía sabía quién había matado a Sandersen y a Lavik; Van der Kerch y Frøstrup habían elegido ellos mismos su camino. Sólo el triste encontronazo de Olsen con una bala de plomo seguía siendo un misterio, aunque se sospechaba que el responsable era Lavik. Tanto Kaldbakken como la comisaria principal y el abogado del Estado habían insistido en eso. Era mejor tener un asesino conocido aunque muerto, que uno desconocido y libre. Håkon tenía que admitir que el fundamento de la teoría de un tercero en discordia había caído. La idea había surgido a causa del extraño comportamiento de Peter Strup, y ahora el abogado estrella ya no estaba bajo sospecha. El hombre había tenido un comportamiento ejemplar. Aceptó sin rechistar los dos días de prisión preventiva, hasta que la fiscalía cerró el asesinato de Jørgen Lavik sobreseyendo el caso al entender que se trataba de circunstancias no penales. Pura legítima defensa. Incluso el fiscal, que tenía por principio llevar cualquier asesinato ante los tribunales, se había mostrado enseguida de acuerdo con el sobreseimiento. El arma de Strup era legal, pues era miembro de un club de tiro.
La mayoría sostenía que no había ningún tercer hombre, y respiraban aliviados. Él por su parte no sabía qué pensar. Estaba tentado de aceptar las conclusiones lógicas de sus superiores, pero Wilhelmsen protestaba. Insistía en que el tercer hombre tenía que ser el que la había asaltado aquel domingo fatal. No podía haber sido Lavik. Los jefes no estaban de acuerdo. O bien había sido Lavik, o bien algún hombre más abajo en el jerarquía. En todo caso, no debían permitir que algo tan insignificante embadurnara la solución que tenían ahora sobre la mesa. La aceptaron, todos ellos. Salvo Hanne Wilhelmsen.