Strike. Por tercera vez consecutiva. Desafortunadamente era tan temprano que sólo una de las demás pistas estaba ocupada por cuatro jóvenes en la edad del pavo, que habían continuado jugando sin dedicarles una sola mirada desde que recibieron a los hombres mayores entre miradas críticas y risas. Por eso no había más testigo de su hazaña en los bolos que su contrincante, que no se dejó impresionar.
La pantalla que se encontraba por encima de sus cabezas, colgada del techo, mostraba que ambos habían hecho una buena serie. Cualquier cosa por encima de los 150 puntos estaba bien, teniendo en cuenta su edad.
– ¿Otra ronda? -preguntó Strup.
Bloch-Hansen vaciló un segundo, luego se encogió de hombros y sonrió. Sólo una más.
– Pero consíguenos antes algo de beber.
Se quedaron sentados con sendas bolas en el regazo y una botella de agua mineral compartida. Strup no dejaba de acariciar la pulida superficie de la bola. Parecía más delgado y más viejo que la última vez que se vieron. Tenía los dedos delgados y secos, y sobre los nudillos se le había agrietado la piel.
– ¿Tenías razón, Peter?
– Sí, lamentablemente. -La mano se detuvo en medio de la bola, y Strup la dejó en el suelo y apoyó los antebrazos sobre las rodillas-. Tenía tanta fe en ese chico… -dijo con una sonrisa triste, como un payaso que lleva demasiado tiempo trabajando y está ya un poco mayor.
A Bloch-Hansen le pareció ver lágrimas en los ojos de su amigo. Le dio una torpe palmada en la espalda a la vez que desviaba la mirada hacia los diez bolos que aguardaban su destino, serios y tensos. No tenía nada que decir.
– Tampoco es que el chico fuera como un hijo para mí, pero durante un tiempo estuvimos muy unidos. Cuando dejó de trabajar conmigo para empezar por su cuenta, me llevé una decepción…, tal vez incluso me sintiera algo herido. Pero mantuvimos el contacto. Siempre que podíamos, comíamos juntos los jueves. Era agradable y enriquecedor para ambos, creo. Aun así, el último medio año no hemos coincidido mucho para comer. El viajaba mucho al extranjero y supongo que yo ya no era tan prioritario para él. -Strup se enderezó en la incómoda sillita de plástico, tomó aire y continuó-: Soy un idiota. Creí que tenía una historia de faldas. Cuando se divorció por primera vez, creo que me comporté un poco como un padre severo. Cuando se alejó de mí, supuse que volvía a tener problemas de pareja y que no quería escuchar mis reproches.
– Pero ¿cuándo entendiste que algo iba mal? Realmente mal, quiero decir.
– No sabría decirte. Pero a finales de septiembre empecé a tener la sospecha de que alguien de nuestro gremio tenía algún negocio entre manos. Todo empezó cuando uno de mis clientes se derrumbó. Un pobre diablo con el que llevo toda la vida trabajando. No hacía más que llorar, y resultó que lo que quería en realidad era que me hiciera cargo del caso de un amigo suyo. Un joven holandés. Han van der Kerch.
– ¿El tipo que se suicidó en la cárcel? ¿Cuando se montó tanto lío?
– Exacto. Ya sabes cómo nos vienen con sus amigos a rastras para que los ayudemos a ellos también. No tiene nada de raro. Pero después de tres horas de lloriqueos me contó que sabía que había dos o tres abogados detrás de una liga de contrabando de drogas, casi una banda, o una mafia. Me lo tomé con mucho escepticismo. Aun así me pareció que merecía la pena investigarlo un poco. Lo primero que intenté hacer fue conseguir que el holandés hablara. Le ofrecí mis servicios, pero Karen Borg se mostró inamovible. -Se rio con una risa seca y breve, sin un ápice de alegría-. Esa decisión ha estado a punto de costarle la vida. En fin, puesto que no tenía acceso a la fuente principal, tuve que dar algunos rodeos. A ratos me he sentido como un detective norteamericano barato. He hablado con gente en lugares extraños, a las horas más raras. Pero…, de algún modo, también ha sido emocionante.
– Pero, Peter… -dijo el otro en voz baja-. ¿Por qué no acudiste a la Policía?
– ¿A la Policía? -Miró a su compañero con la cara descompuesta, como si le hubiera propuesto un asesinato múltiple antes de comer-. ¿Y con qué narices iba a acudir a ellos? No tenía nada concreto. En ese sentido tengo la sensación de que la Policía y yo hemos tenido el mismo problema: hemos intuido, hemos creído y hemos supuesto cosas, pero no podíamos probar nada, coño. ¿Sabes cómo se concretó por primera vez mi incipiente sospecha hacia Jørgen?
Bloch-Hansen negó levemente con la cabeza.
– Puse a una de mis fuentes contra la pared…, bueno, lo senté en una silla sin mesa delante. Luego me coloqué ante él, con las piernas separadas, y lo miré fijamente. El tipo estaba asustado. No por mí, sino por una inquietud que se percibía en el mercado y que, por lo visto, estaba afectando a todo el mundo. Entonces le mencioné a una serie de abogados de Oslo. Cuando llegué a Jørgen Ulf Lavik, se puso muy nervioso, miró hacia otro lado y pidió algo de beber.
Los chicos ruidosos se estaban yendo. Tres de ellos se reían y se tiraban una chaqueta entre ellos, mientras que el cuarto, que era el más pequeño, intentaba recuperarla entre quejas y maldiciones. Los dos abogados se mantuvieron en silencio hasta que las puertas de cristal se cerraron detrás de los jóvenes.
– Vaya ocurrencia. ¿Qué podría haber hecho? ¿Acudir al tío policía para contarle que, usando un detector de mentiras de aficionados, había conseguido que un drogadicto de diecinueve años me contara que Lavik era un criminal, que si, por favor, podían arrestarlo? No, no tenía nada que contarles. Por otro lado, a esas alturas había empezado a ver retazos de la auténtica verdad y no era algo como para ir corriendo a contárselo a un crío de fiscal adjunto de la tercera planta de la casa. Preferí acudir a mis viejos amigos de los servicios secretos. La imagen que conseguimos componer con mucho esfuerzo no era nada bonita. Seré franco: era fea. Jodidamente fea.
– ¿Cómo se lo tomaron ellos?
– Como era de esperar se montó una limpieza de la hostia. En realidad creo que aún no han acabado del todo. Lo peor es que no pueden tocarle un pelo a Harry Lime.
– ¿Harry Lime?
– El tercer hombre. ¿Te acuerdas de esa película? Tienen suficientes cosas contra el viejo como para que se le caiga el pelo, pero no se atreven. Les iba a salpicar a ellos.
– Pero ¿le van a dejar seguir en el cargo?
– Han intentado presionarlo para que se retire, y seguirán haciéndolo. Ha tenido problemas de corazón, bastante serios, la verdad. No resultaría nada sospechoso que se retirara, por motivos de salud. Pero ya conoces a nuestro antiguo colega, ese hombre no se rinde hasta que está perdido. No ve ninguna razón para retirarse.
– ¿Su superior está informado?
– ¿Tú qué crees?
– No, supongo que no.
– Ni siquiera el primer ministro sabe nada. Es una putada. Y la Policía no conseguirá cogerlo nunca. Ni siquiera sospechan de él.
La última serie salió mal. Para su gran irritación, Strup tuvo que verse derrotado por su amigo por casi cuarenta puntos. Estaba empezando a hacerse viejo de verdad.
– Respóndeme a una cosa, Håkon.
– Espera un momento.
No le estaba resultando fácil meter la pierna herida en el coche. Se rindió después de tres intentos y le pidió a Hanne que reclinara el asiento lo máximo posible. Finalmente, lo logró. Colocó las muletas entre el asiento y la puerta; las pesadas puertas del patio trasero de la Policía se abrieron despacio y con vacilación, como si no estuvieran seguras de que fuera sensato dejarlos marchar. Al final se decidieron y los dejaron pasar.