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– ¿A qué querías que te respondiera?

– En realidad, ¿era tan importante para Jørgen Lavik quitarle la vida a Karen Borg? Quiero decir, ¿su caso dependía tanto de eso precisamente?

– No.

– ¿No? ¿Sólo no?

– Sí.

Le dolía hablar de ella. En dos ocasiones había ido a la pata coja hasta la planta del hospital donde estaba ingresada Karen, muy magullada y desamparada, y las dos veces se había topado con Nils. Con mirada hostil y agarrando las pálidas manos sobre el edredón, el marido de Karen había impedido cualquier intento de Håkon de decir lo que quería decir. Ella se había comportado de manera distante y, aunque él no había esperado que le diera las gracias por salvarle la vida, le dolía profundamente que ni siquiera hubiera mencionado el asunto. Al igual que Nils, la verdad. Al final, el fiscal se había limitado a intercambiar unas cuantas frases anodinas y se había ido al cabo de cinco minutos. Tras la segunda visita se sintió incapaz de volver a intentarlo, pero desde entonces no había pasado un segundo sin que pensara en ella. Aun así, para su sorpresa, era capaz de alegrarse de que el caso estuviera más o menos resuelto. Sólo que no soportaba hablar de ella. Aun así se sobrepuso.

– No hubiéramos conseguido que condenaran al tipo, ni siquiera con la declaración de Karen o su testimonio. Eso sólo podía ayudarnos a prolongar la preventiva. Una vez que lo habían puesto en libertad, Borg daba igual. A no ser que encontráramos algo más. Pero supongo que Lavik no estaba del todo bien.

– ¿Quieres decir que estaba loco?

– No, de ninguna manera. Pero tienes que recordar que cuanto más alto estás, más grande es la caída. Tenía que estar bastante desesperado. De algún modo, se le había metido en la cabeza que Karen Borg era peligrosa. En ese sentido encaja eso que dicen los jefes de que fue él quién te agredió. Esas notas pueden haber hecho que se obcecara con ella.

– Así que es culpa mía que a Borg casi la mataran -dijo Hanne, ofendida, aunque sabía que él no había pretendido decir eso.

La subinspectora bajó la ventanilla, apretó un botón rojo e informó de su objetivo a una voz asexuada que salía de una plancha de metal agujereada. Un criado invisible levantó la barrera. Hanne encontró el sitio que le habían indicado en el garaje del Edificio del Gobierno.

– Kaldbakken iba a venir por su cuenta -dijo, y ayudó a su colega a salir del coche.

Un ministro de Justicia no se iba a conformar con condiciones tan modestas. Aunque la habitación estaba siendo reformada, era evidente que el joven ministro seguía trabajando allí. El hombre pasó por encima de una pila de rollos de papel, esquivó una escalera de mano a la que un cubo de pintura amenazaba con hacer caer, sonrió de oreja a oreja y les tendió la mano a modo de saludo.

Era extremadamente guapo y joven, cosa que llamaba la atención. Cuando tomó posesión del cargo tenía sólo treinta y dos años. Su pelo rubio estaba dorado, aunque fuera pleno invierno, y sus ojos podrían ser los de una mujer: enormes, azules y con unas largas pestañas bellamente arqueadas. Las cejas constituían un masculino contraste con todo lo rubio, eran negras y tupidas y se juntaban sobre la nariz.

– Me alegra muchísimo que hayáis podido venir -dijo con entusiasmo-. Con todo lo que se ha dicho en la prensa en la última semana, es difícil saber qué creer. Me gustaría que me orientarais un poco. Ahora que ya ha pasado todo, quiero decir. Un caso bastante inquietante, ¡e incómodo para nosotros, los guardianes de la ley! Se supone que es responsabilidad mía controlar a todos estos abogados, y no es nada agradable que empiecen a pasarse de la raya.

Su mueca probablemente pretendía expresar un amistoso hastío respecto al gremio de los abogados. El propio ministro había trabajado durante dos años en la Policía, antes de que, a velocidad récord, lo nombraran abogado del Estado con sólo veintiocho años. Amablemente, ayudó a Håkon con una de las muletas, que se le había caído al suelo cuando se estrecharon las manos.

– Toda una acción de salvamento, por lo que tengo entendido -dijo cordialmente señalando la pierna-. ¿Qué tal estás?

Håkon le aseguró que se encontraba perfectamente, que sólo tenía algunos dolores, pero que iba bien.

– Tenemos que entrar -dijo el ministro, que los condujo a la habitación contigua.

A diferencia de la otra, aquella estancia no tenía vistas sobre el enorme descampado en obras -por fin, estaban intentando transformar la manzana de Ditten en algo que no fuera sólo un agujero-, sino que daba al helipuerto situado sobre la azotea del ministerio de Industria.

El otro despacho no era más grande que el anterior, simplemente estaba más ordenado. Sobre el suelo se extendían dos magníficas alfombras orientales, una de ellas de más de cuatro metros cuadrados. No podían ser de propiedad pública; tampoco los cuadros que había sobre la pared. Si fueran propiedad del Estado, deberían haber estado expuestos en la Galería Nacional.

El secretario de Estado entró detrás de ellos. Dado que era su despacho, les ofreció sillas y agua mineral. Tenía el doble de edad que su jefe, pero era tan jovial como él. Llevaba un traje hecho a medida que dejaba notar que aquel hombre no había renunciado a las caras costumbres adquiridas durante los más de treinta años en que había ejercido la abogacía. El sueldo de secretario de Estado no debía de ser más que calderilla para él, seguía siendo socio de una firma de abogados de tamaño medio, pero de éxito muy por encima de la media.

La explicación les llevó algo más de media hora. Kaldbakken llevó la voz cantante casi todo el tiempo. Håkon estaba adormilado. Era embarazoso. Agitó la cabeza y pegó un trago de agua mineral para mantenerse despierto.

Las alfombras rojizas, con sus detallados dibujos, eran preciosas. Desde este lado, lo colores eran distintos que vistos desde la puerta; eran más profundos y más cálidos. Las estanterías de la pared sí debían de formar parte del inventario, eran de madera chapada de color oscuro. Estaban repletas de literatura especializada. Håkon tuvo que sonreír al percatarse de que el secretario de Estado tenía debilidad por los libros antiguos de adolescentes. Había alguien más a quien le pasaba lo mismo, según creía recordar; pero las fuertes medicinas que tomaba no le dejaban recordar a quién.

– ¿Sand?

Håkon pegó un respingo y se disculpó señalando su pierna, ¿qué le habían preguntado?

– ¿Tú también piensas que el caso ya está resuelto? ¿Fue Lavik quién mató a Hans A. Olsen?

Wilhelmsen miró al aire, pero Kaldbakken asintió con decisión y lo miró directamente a los ojos.

– Bueno, en fin, tal vez. Es probable. Kaldbakken piensa que sí. Seguro que tiene razón.

Era la respuesta correcta. Los demás empezaron a recoger sus cosas, llevaban ya más tiempo allí de lo planeado. Håkon se puso en pie como pudo y se acercó a la estantería. Entonces lo recordó.

Se mareó y apoyó demasiado peso sobre una de las muletas, que se deslizó sobre el suelo. El secretario de Estado, que era quien estaba más cerca, acudió corriendo en su ayuda.

– Ten cuidado, ten cuidado, chico -dijo, y le tendió una mano.

Håkon no la cogió, pero se quedó mirando al hombre con cara de espanto el tiempo suficiente como para que Wilhelmsen acudiera corriendo y lo agarrara firmemente por el pecho.

– No pasa nada -murmuró esperando que atribuyeran su tribulación a la caída.

Después de que les dedicaran algunos cumplidos más, fueron libres para marcharse. Kaldbakken iba en su propio coche.

Cuando Hanne y Håkon estuvieron a solas, éste la agarró de la chaqueta.

– Ve a buscar las hojas de los códigos y reúnete conmigo en la biblioteca Deichman tan rápido como puedas.