El silencio fue tan absoluto que Håkon pudo oír el débil zumbido de las velas. Con una mano agarró la caja de cartón, en la que ya no quedaban más que un par de champiñones, la quitó de la mesa y se inclinó sobre ella.
– ¿Qué es lo que has hecho, Fredrick? ¿Y qué coño has averiguado?
El periodista bajó la mirada, cohibido, y Håkon estampó la mano contra la mesa.
– ¡Fredrick! ¿Qué es lo que tienes?
El periodista capitalino se había esfumado y no quedaba más que un chiquillo compungido que tenía que admitir su pecado ante un furioso superior. Azorado, se metió la mano en el bolsillo y sacó una llavecita relumbrante.
– Esta llave era de Jørgen Lavik -dijo débilmente-. Estaba pegada a la parte baja de su caja fuerte. O en un armario archivero, no recuerdo bien.
– No recuerdas bien. -El fiscal tenía las fosas nasales blancas de furia-. No recuerdas bien. Has sustraído una prueba importante que pertenece a uno de los sospechosos en un caso penal grave y no recuerdas bien dónde la encontraste. Está bien. -La mancha blanca se había extendido en un círculo en torno a la nariz y su cara parecía una bandera japonesa invertida-. ¿Podría preguntarte cuándo «encontraste» la llave?
– Hace algún tiempo -respondió el joven esquivamente-. Por cierto, ésta no es la original. Es una copia. Saqué un molde de la llave y la volví a dejar en su sitio.
El fiscal adjunto de la Policía respiraba por la nariz, como un toro excitado.
– Volveré sobre esto, Fredrick. Créeme. Volveré sobre esto. Ahora puedes coger tu botella y largarte de aquí.
Con un movimiento agresivo introdujo el corcho en la botella medio vacía. Al periodista del Dagbladet no le quedó más remedio que salir a la desagradable y fría noche prenavideña. Al llegar a la puerta colocó el pie en el marco para impedir que se interrumpiera todo contacto.
– Pero, oye, Sand -probó a decir-: algo recibiré yo a cambio de esto, ¿no? ¿La historia va a ser mía?
No obtuvo más respuesta que un dedo del pie muy dolorido.
Jueves, 10 de diciembre
Al cabo de menos de dos días de trabajo habían reducido las posibilidades a un número muy pequeño de lugares. En concreto a dos. Uno de ellos era un gimnasio del centro, muy respetable y serio; el otro era un estudio menos respetable, más caro, situado en la loma de Saint Hans. Ambos lugares eran aptos para realizar actividades físicas, pero mientras uno de ellos era legal, el otro ejercía sus actividades con mujeres importadas especialmente desde Tailandia. Les había costado encontrar al fabricante de la llave, pero una vez que la Policía encontró la empresa correcta, les llevó pocas horas averiguar a qué tipo de armarios correspondía. Teniendo en cuenta el destruido renombre de Lavik, todos estaban convencidos de que se trataba del burdel de la calle Ullevål, pero se equivocaban. Lavik había levantado pesas dos veces por semana, cosa que en realidad ya sabían, y que recordaron cuando revisaron los documentos.
El armario era tan pequeño que el maletín negro apenas cabía. Tenía un cierre de seguridad. Aún no lo habían abierto, y permanecía sobre el escritorio de Kaldbakken, en la tercera planta de la jefatura, zona azul. Håkon Sand y Hanne Wilhelmsen celebraron las Navidades por adelantado y decidieron no esperar a que abrieran el duro regalo.
El cierre no se pudo resistir al destornillador de Kaldbakken. Por una cuestión de orden, habían jugueteado un poco con las seis tuercas con números del cierre de seguridad codificado, pero no tardaron en rendirse. El propietario ya no necesitaba el maletín, aunque éste estuviera completamente nuevo.
Ninguno de ellos era capaz de entender por qué lo había hecho. Era inconcebible que el hombre quisiera correr semejante riesgo. La única explicación razonable era que esperara arrastrar a otros con él en caso de que cayera. Estando en vida, el montón de documentos no podía serle de mucha utilidad. Constituía un enorme riesgo para su seguridad. En un gimnasio, donde no podía tener la garantía de que los propietarios no se dieran una vuelta curioseando en las taquillas de los miembros después de cerrar, había metido un informe minucioso y completo sobre una organización que los tres lectores del documento habían creído que nunca llegarían a conocer, tal vez sólo en una novela policíaca.
– No menciona el asalto que me hicieron -comentó Hanne-. Eso tiene que querer decir que yo tenía razón. Tiene que haber sido el secretario de Estado.
Tanto el inspector Kaldbakken como el fiscal adjunto Håkon Sand mostraron su absoluta falta de interés. Aunque hubieran visto al Papa en persona viajar al norte para ejercer violencia contra una mujer indefensa, no habrían movido ni el párpado.
Tardaron casi dos horas en revisarlo todo. Devoraron los documentos, en parte juntos, en parte por separado. Los breves comentarios les hacían asomarse de vez en cuando por encima del hombro de los demás. Al cabo de un rato ya no se asombraban ante nada.
– Esto lo tenemos que enviar arriba enseguida -dijo Wilhelmsen cuando lo habían vuelto a meter todo en el maletín destrozado.
Señaló el techo con el dedo índice. No se refería precisamente a Dios.
El ministro de Justicia insistió en celebrar una rueda de prensa esa misma tarde. La Brigada de Información y el Servicio de Inteligencia de Defensa habían protestado intensa e insistentemente. No había servido de nada. El escándalo sería aún peor si la prensa averiguaba que mantenían oculto el caso durante más de unas horas. Ya tenían bastante jaleo.
El impresionante aspecto del ministro había sufrido un duro golpe a lo largo de aquel día. Tenía la piel más pálida y el pelo no tan dorado. Oía el jolgorio de los lobos de la prensa al otro lado de la puerta. Por alguna extraña razón había insistido en que la rueda de prensa se celebrara en la jefatura.
– Vosotros sois los únicos que vais a salir bien parados de esta historia -le había dicho sarcásticamente a la comisaria principal cuando ella opinó que deberían recibir a la prensa en el Edificio del Gobierno-. La rueda de prensa la hacemos en la jefatura.
Lo que no dijo era que allí se estaba imponiendo un verdadero estado de excepción. El primer ministro había ordenado que triplicaran la vigilancia y actuaron paranoicamente contra la prensa, a lo largo de aquel día. En ese sentido, la jefatura era una buena solución.
Después de inspirar profundamente tres o cuatro veces, entró en la sala de reuniones. La reserva de oxígeno no le vino mal, porque una vez dentro casi llegó a perder el aliento.
El fiscal adjunto de la Policía Håkon Sand y la subinspectora Hanne Wilhelmsen estaban apoyados contra la pared del fondo de la sala. Ya no tenían nada que decir en aquel asunto. A lo largo del día, el caso había ido ascendiendo por las plantas del edificio a una velocidad de vértigo. Las únicas noticias que habían recibido eran el breve recado de que el caso se consideraba resuelto y la investigación finalizada. A ellos les venía de perlas.
– Va a tener su gracia ver cómo salen de ésta -dijo Hanne en voz baja.
– No van a salir de ésta. -Håkon negó con la cabeza-. De esto no va a salir nadie indemne. A excepción de nosotros dos, claro, que para eso somos los héroes. Nosotros los de los sombreros blancos de Stetson.
– The good guys!
Los dos sonrieron de oreja a oreja. Håkon pasó el brazo por encima del hombro de su compañera, cosa que ella aceptó. Un par de agentes de uniforme les echaron alguna mirada furtiva, pero los rumores llevaban ya un tiempo corriendo y habían perdido parte de su gracia.