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– ¿Quién sabía algo sobre esto en los servicios secretos? ¿Hasta qué altura estaban informados?

El ministro se retorció en la silla y dirigió una mirada suplicante a su colega del ministerio de Justicia. No recibió ninguna ayuda.

– Bueno, puede dar la impresión de que… Tal y como lo vemos por ahora, parece que… Nadie sabía de dónde salía el dinero. Muy poca gente sabía nada de ese dinero. Todo esto está siendo investigado ahora.

El reportero del telediario no se rendía.

– ¿Quiere decir que los servicios secretos han empleado muchos millones de coronas en algo sin que nadie supiera nada, señor ministro?

Eso quería decir. Desplegó los brazos y alzó el tono de voz.

– Es importante recalcar que todo esto no ha sido oficial. No hay razones para creer que hubiera mucha gente implicada. Por eso es un error hablar de los servicios secretos en este contexto. Se trata de individuos concretos; individuos que pagarán por lo que han hecho.

El hombre del telediario parecía casi atónito.

– ¿Quiere decir que esto no va a tener ninguna consecuencia para los servicios secretos en sí?

Al no recibir respuesta enseguida, colocó el micrófono tan cerca de la cara del ministro de Defensa que el hombre tuvo que echarse para atrás a fin de evitar que se lo metieran en la boca.

– ¿No cree que debería dimitir el ministro de Justicia ahora que su colaborador más cercano ha sido acusado de algo tan grave?

El ministro estaba muy calmado. Desplazó el micrófono unos veinte centímetros, se pasó la mano por el pelo y clavó la mirada en el reportero de la televisión.

– El ministro debe… -dijo en voz alta, pero despacio; el efecto fue inmediato, incluso las cámaras guardaron silencio-. Presento mi dimisión irrevocable -anunció.

Sin que nadie más hubiera dado muestras de que la rueda de prensa había acabado, recogió sus papeles. Se levantó, miró a la sala con los ojos entornados, enderezó la espalda y abandonó la sala.

Los dos policías que estaban al fondo de la sala sintieron simpatía por el joven ministro.

– Tampoco es que él haya hecho nada malo -murmuró Håkon-. Sólo ha escogido a un colaborador algo truhán.

– Good help is hard to get these days -dijo Hanne-. En ese sentido tú tienes suerte, porque me tienes a mí.

Le dio un beso en la mejilla y se despidió de él. La subinspectora Hanne Wilhelmsen se iba de compras nocturnas. Iba siendo hora de llevar a casa los regalos de Navidad.

Lunes, 14 de diciembre

Apenas quedaban diez días para Navidad. Los dioses del clima estaban emocionados e intentaron, por séptima vez en aquel otoño, adornar la ciudad para las fiestas. Esta vez parecía que lo iban a lograr. Ya había veinte centímetros de nieve en las grandes explanadas de césped ante el gran edificio arqueado de la Comisaría General de la calle Grønland. Los adoquines de la cuesta que conducía a la entrada estaban muy resbaladizos; a sólo diez metros de la puerta, la pierna mala del fiscal adjunto Håkon Sand falló. El taxista se había negado a probar suerte con el repecho, y Håkon estaba sudando la gota gorda para conseguir subirla a pie. Esa cuesta tenía que haber sido construida adrede.

Consiguió levantarse y entró en el edificio. Como de costumbre, el vestíbulo estaba lleno; y, como de costumbre, la gente de piel oscura se encontraba en el lado de la izquierda, desamparada, sudorosa y vestida con sus anticuadas chaquetas de colores estridentes. Håkon se paró un momento y recorrió las plantas con la mirada. La casa seguía en pie. Los servicios secretos estaban en peor situación.

El jaleo no se había aplacado, ni mucho menos. Los periódicos sacaban varias ediciones al día, y la redacción de informativos de la NRK llevaba tres días seguidos con emisiones especiales. La dimisión inmediata del ministro de Justicia había sido un intento de salvar al resto del Gobierno, pero aún no había ninguna certeza de que lo hubiera conseguido. La situación seguía siendo poco clara. Los servicios secretos tenían una furiosa comisión de investigación sobre ellos y ya se hablaba en voz alta sobre una reorganización radical. Un libro que había sido publicado apenas un par de meses antes y que trataba sobre las relaciones entre el partido y los servicios secretos se puso nuevamente de moda. Una nueva edición estaba ya en imprenta. Un político de derechas que llevaba mucho tiempo afirmando que lo vigilaban ilegalmente sin recibir demasiada atención en ningún lado, empezó a ser tomado más en serio.

A Håkon le importaba un bledo todo lo que sabía del caso y tampoco parecía afectarle demasiado la total falta de palabras de reconocimiento por parte de sus superiores. Sólo sus compañeros del mismo nivel le reconocían la hazaña. El trabajo estaba hecho; el caso, resuelto. Aquel fin de semana había tenido libre tanto el sábado como el domingo. Hacía una eternidad que no disfrutaba de un fin de semana así.

Tardó un rato en abrir la puerta de las pegatinas medio arrancadas de Disney, pero por fin consiguió entrar. Se paró en seco al ver la estatuilla sobre la mesa.

Era la diosa Justicia. Durante un segundo creyó que era el ejemplar de la comisaria principal y no entendió nada, pero luego se dio cuenta de que esta versión era más grande y más brillante. Probablemente era bastante nueva. Además estaba más estilizada, la mujer era más espigada y el escultor se había tomado libertades con la anatomía. El cuerpo era demasiado largo en comparación con la cabeza; la espada estaba alzada en diagonal desde la cintura y no descansaba a lo largo de la falda. Parecía lista para cortar.

Se acercó a la mesa y levantó la estatuilla. Era pesada. El bronce era rojo y brillante y aún no había tenido tiempo de oxidarse. Una tarjeta cayó al suelo. Dejó la figura sobre la mesa con cuidado, se agachó con la pierna herida estirada hacia un lado, y recogió el sobre.

Lo abrió.

Era de Karen.

Queridísimo Håkon. Te doy las gracias por todo con mil tiernos besos. Eres mi héroe. Creo que te amo. No te rindas conmigo. No me llames, yo te llamaré pronto. Tuya (lo creas o no), Karen. P.S. ¡¡¡Enhorabuena!!!

Leyó la nota una y otra vez. Le temblaban las manos mientras jugueteaba con la relumbrante figura de cobre. Era fría y pulida, y agradable de tocar. Por un momento se llevó un susto y abrió y cerró los ojos un par de veces. Le había parecido verlo tan claro…

La diosa de la Justicia había asomado, por un instante, los ojos detrás de la venda que la cegaba. Lo había mirado fijamente con un ojo. Hubiera jurado que le guiñaba el otro. Y que sonreía. Una sonrisa torcida y enigmática.

Anne Holt

***