Kirill Bulychev
La Doncella de nieve
Sólo una vez vi morir a una nave.
En realidad, no resulta tan aterrador como suena, ya que la realidad del hecho no se registra con la rapidez suficiente como para conmoverlo a uno. Desde el puente de mando de nuestra lancha de desembarco, los vimos intentado tomar tierra en el planeta. Por un momento, pareció que lo lograrían; pero su velocidad era excesiva.
La nave tocó el fondo de una hondonada, y continuó moviéndose hacia adelante, como si estuviera determinada a introducirse en la pared de roca. Sin embargo, el rocoso acantilado rehusó rendirse al metal; el navío comenzó a desintegrarse como una gota de agua aplastándose contra un cristal. Aminoró su velocidad; diversas partes de él se desprendieron lenta y silenciosamente de su estructura, y dispersándose sobre todo el valle en forma de oscuros parches, buscaron lugares adecuados para reposar y morir. Pocos segundos más tarde, todo aquel movimiento, aparentemente interminable, había cesado por completo. La nave había muerto, y mi cerebro pudo reconstruir tardíamente el rugido de los mamparos al rasgarse, los gemidos del metal desgarrado y el aullido del aire. Las criaturas vivientes a bordo del navío probablemente nunca oyeron más que el comienzo de todos aquellos sonidos.
Un destrozado huevo negro, enormemente ampliado, aparecía en la pantalla, y grandes fragmentos de albúmina lo rodeaban como un exótico reborde.
— Todo ha terminado — observó alguien.
Habíamos recibido la señal de auxilio de la nave, y casi la alcanzamos a tiempo. Pero sólo llegamos para verla perecer.
La magnitud y el horror de la escena no se hizo presente realmente hasta que descendimos en el valle, desde donde por su cercanía, el hecho adquiría proporciones humanas. Las oscuras manchas se transformaron en retorcidos trozos de metal del tamaño de una cancha de volleyball; los fragmentos de los motores principales, las toberas de eyección y diversas secciones de los dispositivos de desaceleración, eran destrozados juguetes de un gigante. Parecía como si alguien hubiera asestado a la nave un gigantesco zarpazo, destripándola.
A unos cincuenta metros de la nave, encontramos una muchacha. Vestía un traje espacial; todos a bordo, excepto el capitán y el oficial de guardia, habían dispuesto de tiempo suficiente para equiparse completamente. Sin embargo, la muchacha debía haber estado cerca de la esclusa de salida, que se destrozó con el impacto. De ese modo, había sido arrojada fuera de la nave, como una burbuja de aire que surgía violentamente al abrir un envase de gaseosas. El milagro de su supervivencia era otra de esas cosas inexplicables que han ocurrido repetidamente desde que el hombre se lanzó al espacio. Como las personas que han caído de aviones en pleno vuelo, a cinco o seis kilómetros de altura, aterrizando, casi ilesas, sobre pendientes y taludes cubiertos de nieve, o en las copas de los pinos.
Cuando llevamos a la muchacha al bote, estaba en estado de shock, y el doctor Streshny no me permitió quitarle el casco, aunque era evidente para todos, que moriría si no recibía una pronta atención médica. Sin embargo, el doctor estaba en lo cierto: no sabíamos absolutamente nada acerca de la composición de su atmósfera, ni conocíamos que clase de virus, mortales para nosotros aunque inofensivos para ella, acechaban desde su rubio y brillante cabello.
Debería describir a la chica, para poder explicar por qué yo (al igual que todos los demás) consideramos exagerados los temores del doctor, así como carentes de una real significación. Normalmente asociamos el peligro con aquellas criaturas que nos resultan inquietantes. Ya en épocas tan lejanas como el siglo XX, un psicólogo declaró que había desarrollado un test digno de confianza para ser aplicado sobre los astronautas que se aventuraran en planetas remotos. Sólo debía enfrentarse al sujeto con una repulsiva araña de seis metros de longitud. La reacción instintiva del individuo sería desenfundar su detonador, y vaciar su carga completa sobre el artrópodo; sin embargo, la araña podría perfectamente resultar un poeta local, vagando en soledad, relajándose de sus responsabilidades de secretario de la Sociedad de Voluntarios para la Protección de Pájaros y Mariposas.
Sin embargo, esperar algo insidioso de parte de esta esbelta muchacha, cuyas pestañas arrojaban una suave sombra sobre sus pálidas y delicadas mejillas; cuyo rostro despertaba en todos y cada uno de nosotros un irreprimible deseo de ver el color de sus ojos… Esperar algo insidioso de ella, decía, incluso en la forma de virus, hubiera parecido absolutamente anticaballeresco.
A pesar de que ninguno de nosotros se atrevió a decirlo, todos pensamos que el doctor Streshny se portaba como un villano; como un insignificante burócrata intentando llevar sus instrucciones al pie de la letra, negando a un inválido el permiso de recibir una visita.
Yo no me encontraba presente cuando el doctor esterilizó la sonda que usaría para horadar el traje espacial, a fin de obtener una muestra del aire interior. Tampoco conocí de inmediato el resultado de sus esfuerzos, ya que había abandonado nuestra nave hacia el lugar del naufragio, en busca de otro milagro, con la forma de otro sobreviviente. Era una de esas tareas sin esperanza, pero que uno se siente obligado a proseguir hasta sus últimas y amargas consecuencias.
— Se ve mal — comentó el doctor. Su voz llegó hasta nosotros a través de nuestros audífonos, en el momento que tratábamos de entrar al navío náufrago. Nuestros intentos resultaban difíciles de concretarse, ya que la arrugada pared de la nave colgaba sobre nosotros como una pelota de básquet sobre un enjambre de moscas.
—¿Qué sucede con ella?
— Aún está viva — contestó el doctor—, pero no podemos ayudarla. Es una Doncella de Nieve.
Nuestro doctor es muy afecto a formular sus comparaciones en términos poéticos, pero la transparencia de sus metáforas no siempre resulta evidente para los no iniciados. Sin embargo, la analogía de la muchacha con la Doncella de Nieve del folklore — aquella muñeca de nieve que llegó a vivir sólo para derretirse luego bajo los rayos del sol— demostró ser particularmente acertada.
— Estamos acostumbrados — continuó el médico— a aceptar el agua como base de los tejidos vivos. La base de los suyos es el amoníaco.
El significado de sus palabras no penetró de inmediato en nosotros.
— A presión normal terrestre — aclaró el doctor— el amoníaco puro hierve a 33º centígrados bajo cero, y se congela a menos 78º C.
Entonces todo se aclaró. Al percibir el completo silencio de mis auriculares, comprendí que estaban contemplando a la muchacha. Para ellos se había transformado en un fantasma que se disolvería en una nube de vapor tan pronto como se le quitara el casco.
El navegante Bauer eligió el momento más inapropiado para demostrar su erudición:
— Es teóricamente predecible. El peso atómico del amoníaco es de diecisiete; el del agua, dieciocho. Sus pesos específicos son casi idénticos. El amoníaco, casi tan liviano como el agua, cede fácilmente un protón. Es un excelente solvente.
Siempre he envidiado a la gente que, sin consultar ningún libro de referencia, puede recitar de memoria datos que nunca se emplean.
— Sin embargo, a bajas temperaturas, las proteínas amoniacales serían muy estables — objetó el médico, como si la muchacha fuera una simple estructura teórica, un modelo creado por la, imaginación de Gleb Bauer.
Nadie replicó a esta objeción. Pasamos cerca de una hora y media escudriñando cuidadosamente los compartimentos del buque náufrago, antes de poder encontrar un tanque intacto de mezcla de gas amonio. Un milagro; pero nunca tan importante como el que se había producido anteriormente.
Me dejé caer por la enfermería de la nave como generalmente lo hacía cada vez que abandonaba una guardia. El lugar apestaba a amoníaco; en realidad, la nave entera olía igual. No había manera de combatir el olor. El médico tosía secamente. Se encontraba sentado en medio de un interminable caos de frascos, tubos de ensayo, y recipientes diversos. Diversos tubos y caños sobresalían de algunos de ellos, y desaparecían en un tabique. Sobre la escotilla de acceso, se veía un dispositivo transmisor traductor.