—¿Está dormida? — pregunté.
— No, ya preguntó por ti — dijo el doctor.
Su voz sonaba acolchada y quejumbrosa, a causa de la máscara que cubría la parte inferior de su cara. Cada día debía enfrentar diversos problemas, casi insolubles, relacionados con las necesidades médicas, alimenticias y psicológicas de su paciente. Su inflexible orgullo exacerbaba su temperamento irritable. Ya hacía dos semanas que estábamos volando y la Doncella de Nieve estaba en perfecto estado de salud. Pero terriblemente sola.
Los ojos me ardían, y la garganta me cosquilleaba. Por supuesto, podría haber improvisado una máscara, pero eso me hubiera hecho aparecer remilgado. Si yo estuviera en lugar de la Doncella de Nieve, me habría sentido indudablemente turbado si mis huéspedes se aproximaran a mí utilizando una máscara de gas.
La escotilla oval enmarcó el rostro de la muchacha como un marco antiguo.
— Hola — dijo. Entonces, habiendo extinguido casi su vocabulario completo, conectó el traductor. Sabía que me agradaba escuchar su voz real de tanto en tanto, así que antes de conectar el traductor, siempre me decía algo directamente.
—¿Qué has estado haciendo? — pregunté. La aislación de sonido era deficiente, así que podía oí su charla, procedente del otro lado del tabique. Sus labios se movieron, y pasaron varios segundos antes que sus palabras me llegaran a través del traductor, permitiéndome disfrutar de su rostro y del suave movimiento de sus pupilas, que cambiaban de color como el mar en un día nublado y ventoso.
— Recuerdo todo lo que mi madre me enseñó —explicó la Doncella, con la fría e inexpresiva voz del traductor—. Nunca pensé que llegaría el momento en que debería preparar mi propia comida. Pensaba que mi madre era ridícula. Pero ahora, las cosas se han hecho prácticas.
La Doncella rió antes que el traductor hubiera terminado de procesar sus palabras.
— Ahora estoy aprendiendo a leer, también — me informó.
— Lo sé. ¿Recuerdas la letra Y?
— Es una letra muy graciosa. Pero la F lo es aún más. Sabes, he roto un pequeño libro.
Apartando la cara del maloliente vapor procedente de un tubo de ensayo, el doctor levantó la cabeza y comentó:
— Debiste haberlo pensado dos veces antes de darle un libro. A 50º C bajo cero, las páginas plásticas se tornan quebradizas.
— Eso es lo que sucedió —aclaró la Doncella.
Cuando el doctor se fue, la Doncella y yo permanecimos allí, uno frente al otro. El cristal se sentía frío bajo mis dedos; para ella estaba casi caliente. Tuvimos casi cuarenta minutos de soledad, antes que Bauer retornara con su dictáfono y comenzara a atormentar a la muchacha con sus interminables preguntas: ¿Cómo funciona esto en su planeta? ¿Y aquello? ¿Cómo se desarrolla tal y tal reacción bajo sus condiciones?
Más tarde, la Doncella remedaba graciosamente a Bauer, y se quejaba:
— Después de todo, yo no soy una bióloga; podría cometer un error, y más tarde, podría resultar embarazoso.
Le llevé fotografías y dibujos de personas, ciudades y plantas. Ella se reía y me preguntaba detalles que me parecían triviales. Entonces sus preguntas cesaban abruptamente, y se quedaba mirando más allá de mí, con ojos soñadores.
—¿Qué sucede?
— Me siento sola y tengo miedo.
— No te preocupes. Te llevaremos a casa.
— Esa no es la razón.
Un día en particular, me preguntó:
—¿Tienes una foto de ella?
—¿De quién? — quise saber.
— De la chica que te espera en casa.
— No hay nadie esperándome.
—¡Eso no es verdad! — dijo terminantemente. Podía ser terriblemente dogmática a veces, especialmente cuando no creía en algo. Por ejemplo, no creía en las cosas color de rosa.
—¿Por qué no me crees?
La Doncella no contestó.
Las nubes que se cernían sobre el mar ocultaron el sol, y las olas cambiaron su color, tornándose frías y grises, aunque las aguas cercanas a la costa permanecieran verdes. La Doncella no podía conciliar su estado de ánimo con sus pensamientos. Cuando estaba de buen humor, sus ojos eran azules, incluso violetas. Sin embargo, cuando estaba triste, sus pupilas se oscurecían inmediatamente, tornándose grises.
El día que abrió sus ojos por primera vez a bordo de nuestra nave, estaba muy dolorida. No debería haber mirado sus ojos en esa ocasión. Sus pupilas eran negras e insondables, y nosotros no podíamos hacer nada por ella hasta no equipar el laboratorio de acuerdo a sus necesidades. ¡Qué manera de apresurarnos para finalizar el trabajo! Parecía como si la nave estuviera a punto de estallar. Y ella permanecía en silencio. Sólo al cabo de tres horas fuimos capaces de transferirla al laboratorio. El médico permaneció con ella, y la ayudó a quitarse su casco.
A la mañana siguiente, sus ojos eran límpidos lagos violetas, brillantes de curiosidad. Pero se habían oscurecido imperceptiblemente al percibir mi mirada…
Bauer entró más temprano de lo acostumbrado, mostrándose demasiado feliz. La Doncella le sonrió, diciéndole:
— El acuario está a sus órdenes.
— No entiendo qué quieres decir, Doncella — dijo Bauer.
— Quiero decir un acuario que contiene un pez que puedes disecar.
— Yo diría un exótico pez dorado que puedo admirar — Bauer no se desconcertaba fácilmente. Los estados de ánimo «de ojos grises» de la Doncella se repetían cada vez con mayor frecuencia. ¿Era sorprendente eso, en alguien confinado durante semanas en un cuarto de tres metros por cuatro? Su analogía con un acuario me parecía perfectamente válida.
— Debo irme ahora — le dije. Pero la Doncella no respondió con su acostumbrada demanda de que volviera pronto.
Sus ojos grises contemplaron a Gleb con angustia. Yo traté de analizar mi estado emocional, consciente de lo poco realista que era… tanto como enamorarse de un retrato, el de María, Reina de Escocia, o de un busto de Nefertiti. Quizás no fuera en definitiva más que lástima por una criatura solitaria, cuya dependencia de nosotros había, de una manera sorpresiva, convertido nuestra vida en algo mucho más placentero. Había introducido algo delicado en nuestras existencias cotidianas que nos obligaba, como un muchacho después de su primera cita, a esmerar la apariencia personal, y a desplegar una mayor bondad y generosidad. La obvia desesperanza de mi amor platónico despertaba en mis compañeros de tripulación un sentimiento a mitad de camino entre la compasión y la envidia, tan incompatible como esos mismos sentimientos pueden serlo entre sí. Algunas veces hasta deseaba que alguno se burlara de mí, que hiciera algo como para conseguir enojarme y hacerme estallar, pero nunca ninguno de ellos se tomó semejantes libertades. Mis camaradas me veían como un tonto embelesado, y eso me apartaba y me aislaba de ellos.
Esa mañana, el doctor Streshny me llamó por el intercom:
— La Doncella está preguntando por ti.
—¿Algo anda mal?
— Nada; no te preocupes.
Corrí hacia la enfermería, donde la Doncella me esperaba en la escotilla.
— Discúlpame que te moleste — dijo— pero repentinamente se me ocurrió que si muriera, no te vería ya más.
— Pavadas; tú no te estás muriendo — masculló el doctor.
Mi mirada se deslizó involuntariamente hacia los diales del equipo.
— Quédate un momento conmigo — me pidió la Doncella, y el médico inventó una excusa para dejarnos a solas.