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Muriel Barbery

La elegancia del erizo

(PREÁMBULO)

A Stéphane, con quien he escrito este libro

MARX

1

Quien siembra deseo

– Marx cambia por completo mi visión del mundo -me ha declarado esta mañana el hijo de los Pallières, que no suele dirigirme nunca la palabra.

Antoine Pallières, próspero heredero de una antigua dinastía industrial, es el hijo de una de las ocho familias para quienes trabajo. Último bufido de la gran burguesía de negocios -la cual no se reproduce más que a golpe de hipidos limpios y sin vicios-, resplandecía sin embargo de felicidad por su descubrimiento y me lo narraba por puro reflejo, sin pensar siquiera que yo pudiera estar enterándome de algo. ¿Qué pueden comprender las masas trabajadoras de la obra de Marx? Su lectura es ardua; su lenguaje, culto; su prosa, sutil; y su tesis, compleja.

Y entonces por poco me delato como una tonta.

– Deberías leer La ideología alemana -le digo a ese papanatas con trenca color verde pino.

Para comprender a Marx y comprender por qué está equivocado, hay que leer La ideología alemana. Es la base antropológica a partir de la cual se construirán todas las exhortaciones a un mundo nuevo, y sobre la que reposa una certeza esenciaclass="underline" los hombres, a quienes pierde el deseo, harían bien en limitarse a sus necesidades. En un mundo en el que se amordace la hibris del deseo podrá nacer una organización social nueva, despojada de luchas, opresiones y jerarquías deletéreas.

– Quien siembra deseo, recoge opresión -a punto estoy de murmurar como si sólo me escuchara mi gato. Pero Antoine Pallières, cuyo repugnante y embrionario bigote nada tiene de felino, me mira desconcertado por mis extrañas palabras. Como siempre, me salva la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo aquello que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos mentales. Una portera no lee La ideología alemana y, por lo tanto, no podría de ninguna manera citar la undécima tesis sobre Feuerbach. Por añadidura, una portera que lee a Marx, a la fuerza lo que le interesa tiene que ser la subversión, y le vende el alma a un diablo llamado CGT. Que pueda leer a Marx para elevar su espíritu es una incongruencia que ningún burgués llega a concebir siquiera.

– Déle recuerdos a su madre -mascullo, cerrándole la puerta en las narices, con la esperanza de que la fuerza de prejuicios milenarios cubra la disfonía de ambas frases.

2

Los milagros del Arte

Me llamo Renée. Tengo cincuenta y cuatro años. Desde hace veintisiete, soy la portera del número 7 de la calle Grenelle, un bonito palacete con patio y jardín interiores, dividido en ocho pisos de lujo, todos habitados y todos gigantescos. Soy viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas. No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante. Vivo sola con mi gato, un animal grueso y perezoso, cuya única característica notable es que le huelen las patas cuando está disgustado. Ni uno ni otro nos esforzamos apenas por integrarnos en el círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable, aunque siempre cortés, no se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque correspondo tan bien a lo que la creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera de finca, que soy uno de los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión universal según la cual la vida tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente. Y como en alguna parte está escrito que las porteras son viejas, feas y ariscas, también está grabado en letras de fuego en el frontón del mismo firmamento estúpido que dichas porteras tienen gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando sobre cojines cubiertos con fundas de crochet.

Asimismo, también está escrito que las porteras ven la televisión sin descanso mientras sus gruesos gatos dormitan, y que el vestíbulo del edificio tiene que oler a potaje, a sopa o a guiso de legumbres. Tengo la inmensa suerte de ser portera en una residencia de mucha categoría. Era para mí tan humillante tener que cocinar esos platos infames que la intervención del señor de Broglie, el consejero de Estado del primero -intervención que debió de describir a su esposa como educada pero firme, y que tenía como fin erradicar de la existencia común ese tufo plebeyo-, fue un inmenso alivio que disimulé lo mejor que pude bajo la apariencia de una obediencia forzosa.

Eso fue hace veintisiete años. Desde entonces, voy cada día a la carnicería a comprar una loncha de jamón o un filete de hígado de ternera, que guardo en mi bolsa de la compra entre el paquete de fideos y el manojo de zanahorias. Exhibo con complacencia estos víveres de pobre, realzados por la característica apreciable de que no huelen porque soy pobre en una casa de ricos, con el fin de alimentar a la vez el lugar común consensual y a mi gato, León, que si está gordo es por esas viandas que deberían estarme destinadas, y que se atiborra ruidosamente de embutido y pasta con mantequilla mientras yo puedo dar rienda suelta, sin perturbaciones olfativas y sin levantar sospechas, a mis propias inclinaciones culinarias.

Más ardua fue la cuestión de la televisión. En tiempos de mi difunto esposo, me acostumbré sin embargo, porque la constancia con que éste se aplicaba a su contemplación me ahorraba a mí la pejiguera de tener que hacerlo yo. Llegaba hasta el vestíbulo el ruido ahogado del aparato, y ello bastaba para perpetuar el juego de las jerarquías sociales, la apariencia de las cuales, una vez fallecido Lucien, tuve que esforzarme por mantener, a costa de más de un quebradero de cabeza. En vida, mi marido me liberaba de la inicua obligación; una vez muerto, me privaba de su incultura, escudo indispensable contra el recelo ajeno.

La solución la hallé en un botón que no era tal.

Una campanilla unida a un mecanismo que funciona por infrarrojos me avisa ahora de cualquier ir y venir por el vestíbulo del edificio, lo cual hace inútil todo botón que, al pulsarse, me advertiría de alguna presencia en el portal, por muy lejos que yo me encontrase. En tales ocasiones, permanezco en la habitación del fondo, donde paso la mayor parte de mis horas de ocio y donde, al amparo de los ruidos y los olores que mi condición me impone, puedo vivir como me place sin verme privada de la información vital para todo centinela, a saber: quién entra, quién sale, con quién y a qué hora.

Así, los residentes que cruzaban el vestíbulo oían los sonidos ahogados que indican que hay un televisor encendido y, más por carencia que por exceso de imaginación, se formaban la imagen de la portera arrellanada en el sofá ante la caja tonta. Yo, encerrada en mi antro, no oía nada pero sabía que alguien transitaba. Entonces, en la habitación contigua, por el ojo de buey situado frente a la escalera, oculta tras el visillo blanco, averiguaba con discreción la identidad del transeúnte.

La aparición de las cintas de vídeo y, más adelante, del dios DVD, cambió las cosas de manera aún más radical en lo que a mi beatitud se refiere. Como no es muy frecuente que una portera disfrute con Muerte en Venecia, y que de la portería provengan notas de Mahler, recurrí a los ahorros conyugales, con tanto esfuerzo reunidos, y adquirí otro aparato que instalé en mi escondrijo. Mientras, garante de mi clandestinidad, el televisor de la portería berreaba sin que yo lo oyera insensateces para cerebros poco o nada refinados, yo podía extasiarme, con lágrimas en los ojos, ante los milagros del Arte.

Idea profunda n° 1

Ansío las estrellas

mas abocada estoy