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Poco le importa que el gato exista o no y lo que el gato sea en su esencia misma. Lo que no se puede decidir no le interesa. En cambio, es innegable que a su conciencia se le aparece un gato y es ese aparecer lo que preocupa a nuestro hombre.

Un aparecer por lo demás bastante complejo. Es desde luego notable que se pueda detallar hasta ese punto el funcionamiento de la aprehensión por parte de la conciencia de algo cuya existencia en sí es indiferente. ¿Saben ustedes que nuestra conciencia no aprehende nada de una sentada, sino que efectúa complicadas series de síntesis que, mediante perfilados sucesivos, consiguen que nuestros sentidos perciban objetos diversos como, por ejemplo, un gato, una escoba o un matamoscas? (No me negarán que no resulta útil este mecanismo.) Realicen el ejercicio de mirar a su gato y de preguntarse cómo es que saben ustedes qué aspecto tiene por delante, por detrás, por arriba y por abajo cuando en ese momento sólo lo están viendo de frente. Ha sido necesario que su conciencia, sintetizando sin que ustedes se dieran cuenta siquiera las múltiples percepciones de su gato desde todos los ángulos posibles, termine creando esa imagen completa del gato que su visión actual no le proporciona jamás. Lo mismo ocurre con el matamoscas, que no perciben nunca ustedes más que por un lado, si bien pueden visualizarlo entero en sus mentes y, milagro, saben sin tener siquiera que darle la vuelta qué aspecto tiene por el otro lado.

Estaremos de acuerdo en que ese saber resulta muy útil. Resulta difícil imaginar a Manuela utilizando un matamoscas sin echar mano inmediatamente del saber que tiene de los distintos perfilados necesarios para su aprehensión. Por otra parte, resulta difícil imaginar a Manuela utilizando un matamoscas por la sencilla razón de que en las casas de los ricos nunca hay moscas. Ni moscas, ni viruela, ni malos olores, ni secretos de familia. En casa de los ricos todo es limpio, sin aristas, sano y por consiguiente preservado de la tiranía de los matamoscas y del oprobio público.

He aquí pues lo que es la fenomenología: un monólogo solitario y sin fin de la conciencia consigo misma, un autismo puro y duro que ningún gato real y verdadero importuna jamás.

7

En el Sur conferederado

– ¿Qué está leyendo? -me pregunta Manuela, que viene, jadeando, de casa de cierta señora de Broglie a quien la cena que organiza esa noche ha vuelto tísica. Al recibir de manos del mozo de supermercado siete cajas de caviar Petrossian, respiraba como Dark Vader.

– Una antología de poemas folklóricos -le digo, cerrando para siempre el capítulo Husserl.

Hoy Manuela está de buen humor, salta a la vista. Saca con brío una cajita llena de pastas de almendras provistas aún de los papelitos blancos fruncidos sobre los que se han confeccionado, se sienta, le quita con esmero las arrugas al mantel, preámbulo de una declaración que a todas luces la exalta.

Yo dispongo las tazas, me siento a mi vez y aguardo.

– La señora de Broglie no está satisfecha con sus trufas -empieza Manuela.

– ¿Ah, no? -contesto educadamente.

– No huelen a nada -prosigue con expresión hosca, como si ese fallo fuera para ella una ofensa personal de máxima importancia. esa información en su justo valor, y me complazco en imaginarme a Bernadette de Broglie en su cocina, azorada y desgreñada, afanándose por vaporizar sobre las infractoras una decocción de jugo de setas y níscalos con la esperanza irrisoria pero desesperada de que terminarán así por exhalar algo que pueda evocar un bosque.

– Y Neptune se ha hecho pis en la pierna del señor Saint-Nice -prosigue Manuela-. El pobre animal debía de llevar horas aguantándose, y cuando el señor ha sacado la correa, no se ha podido contener y se lo ha hecho en el mismo hall sobre el bajo de su pantalón.

Neptune es el cocker de los propietarios del tercero derecha. La segunda y la tercera son las únicas plantas divididas en apartamentos (de doscientos metros cada uno). En el primer piso están los de Broglie; en el cuarto, los Arthens; en el quinto, los Josse; y, en el sexto, los Pallières. En el segundo viven los Meurisse y los Rosen. En el tercero, los Saint-Nice y los Badoise. Neptune es el perro de los Badoise o más exactamente de la señorita Badoise, que estudia derecho en Assas y organiza concentraciones de propietarios de cockers que también estudian derecho en Assas.

Tengo una gran simpatía por Neptune. Sí, nos apreciamos mucho, sin duda por la gracia de la complicidad que nace de que los sentimientos de uno son inmediatamente accesibles al otro. Neptune siente que le tengo cariño; sus distintos deseos me son a mí transparentes. Lo sabroso de todo este asunto reside en el hecho de que él se obstina en ser un perro cuando su ama querría hacer de él un caballero. Cuando sale al patio, tirando, tirando a más no poder de su correa de cuero amarillo, mira con codicia los charcos de agua enfangada que se pasan todo el día ahí tan tranquilos. En cuanto su dueña tira con un golpe seco de su yugo, Neptune baja el trasero a ras del suelo y, sin más ceremonia, se pone a lamerse los atributos. Cuando ve a Athéna, la ridícula whippet de los Meurisse, saca la lengua como un sátiro lúbrico y jadea de manera anticipada, con la cabeza llena de fantasías. Lo más gracioso que tienen los cockers es que, cuando están de buen humor, tienen unos andares como si se balancearan; es como si llevaran unos muellecitos fijados a las patas que, al andar, los impulsaran hacia arriba, pero suavemente, sin brusquedad. Al andar así se les agitan también las patas y las orejas, como el balanceo de un navío, y el cocker, barquito amable que cabalga sobre tierra firme, aporta a estos pagos urbanos un toque marítimo que me encanta.

Neptune, por último, es un comilón dispuesto a todo por un vestigio de nabo o un mendrugo de pan duro. Cuando su dueña pasa delante del cuartito de la basura, éste tira como un loco de su correa en dirección al mismo, con la lengua fuera y agitando la cola como un loco. Diane Badoise se desespera. Esta alma distinguida estima que su perro debía haber sido como las muchachas de clase alta de Savannah, en el sur confederado de antes de la guerra, que sólo podían encontrar marido si fingían no tener apetito.

En lugar de eso, Neptune es más bien un, yankee hambriento.

Diario del movimiento del mundo n° 2

Bacon para el cocker

En mi edificio hay dos perros: la whippet de los Meurisse, que parece un esqueleto recubierto por una costra de cuero beis, y el cocker rojizo de Diane Badoise, la hija del abogado ese tan pijo, una rubia anoréxica que lleva impermeables de Burberrys. La whippet se llama Athéna y el cocker, Neptune. Esto lo digo por si hasta ahora no os habíais dado cuenta de la clase de edificio en que vivo. Aquí nada de perros Rex ni Toby. Bueno, total que ayer, en el vestíbulo, se cruzaron los dos perros y tuve la ocasión de presenciar una coreografía muy interesante. No haré comentarios sobre los perros, que se olisquearon el trasero. No sé si a Neptune le huele mal el suyo, pero el caso es que Athéna se echó para atrás de un salto mientras que él, por el contrario, parecía estar olisqueando un ramo de rosas en medio del cual hubiera un gran chuletón poco hecho.

Pero no, lo interesante en este asunto eran las dos humanas que sujetaban el otro extremo de las correas. Porque, en la ciudad, son los perros quienes llevan a los amos de paseo, aunque nadie parezca comprender que el hecho de haber querido cargar voluntariamente con un perro al que hay que sacar a pasear dos veces al día, llueva, nieve o haga viento, equivale a pasarse uno mismo una correa por el cuello. Bueno, resumiendo, que Diane Badoise y Anne-Hélène Meurisse (mismo modelo de mujer con veinticinco años de intervalo) se cruzaron en el vestíbulo, sujeta cada cual a su correa. ¡En esos casos, es siempre un lío de aquí te espero! Son las dos tan torpes como si llevaran aletas de buceo en los pies y en las manos, porque son incapaces de hacer lo único que sería eficaz en esa situación: reconocer lo que ocurre para poder evitarlo. Pero como hacen como si sacaran a pasear a un par de peluches distinguidos sin ninguna pulsión fuera de lugar, no pueden gritarles a los perros que dejen de olisquearse el culo o de lamerse las pelotas.