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He aquí pues lo que ocurrió: Diane Badoise salió del ascensor con Neptune, y Anne-Hélène Meurisse esperaba justo delante con Athéna. Por así decirlo, echaron a los perros uno contra el otro y, por descontado, no podía ser de otra manera, Neptune se puso como loco. Salir tan tranquilito del ascensor y encontrarse con el hocico en el trasero de Athéna no es algo que ocurra todos los días. Hace la tira de tiempo que Colombe nos da la tabarra con el kairos, un concepto griego que significa más o menos el «momento propicio», eso que según ella Napoleón sabía aprovechar, pues por supuesto mi hermana es experta en estrategia militar. Bueno, pues eso, que el kairos es la intuición del momento, vaya. Pues dejadme que os diga que Neptune el suyo lo tenía justo delante del hocico y no se anduvo por las ramas, no, qué va, se puso en plan húsar a la antigua: se montó encima. «¡Oh, Dios mío!», exclamó Anne-Hélène como si fuera ella misma la víctima del ultraje. «¡Oh, no!», protestó a su vez Diane Badoise, como si toda la vergüenza recayera sobre ella, cuando me apuesto una chocolatina Michoko a que ni se le hubiera pasado por la cabeza subirse sobre el trasero de Athéna. Y entonces se pusieron las dos a la a tirar de sus perros por medio de las correas, pero hubo un problema y eso fue lo que dio lugar a un movimiento interesante.

El caso es que Diane debería haber tirado hacia arriba y la otra, hacia abajo, lo cual habría separado a los perros, pero, en lugar de eso, tiraron cada una de un lado, y como el espacio que hay delante del hueco del ascensor es reducido, muy pronto se toparon con un obstáculo: una chocó contra la reja del ascensor y, la otra, contra la pared de la izquierda; gracias a eso, Neptune, al que la primera tracción había desestabilizado, pudo recuperar algo de impulso y se arrimó con más ímpetu aún si cabe a Athéna, que ponía ojos de susto, chillando como una loca. En ese momento, las humanas cambiaron de estrategia, tratando de arrastrar a sus perros hacia espacios más amplios para poder repetir la maniobra con mayor comodidad. Pero la cosa urgía: todo el mundo sabe que llega un momento en que no se puede despegar a dos perros de ninguna manera. Pusieron pues ambas el turbo gritando a la vez «ay Dios, ay Dios, ay Dios» y tirando de las correas como si de ello dependiera su virtud. Pero, en su precipitación, Diane Badoise resbaló ligeramente y se torció el tobillo. Y he aquí el movimiento interesante: el tobillo se le torció hacia fuera y, al mismo tiempo, todo su cuerpo se movió en esa misma dirección, salvo su cola de caballo que describió la trayectoria inversa.

Os aseguro que fue impresionante: parecía un cuadro de Bacon. Hace siglos que en el cuarto de baño de mis padres hay un cuadro de Bacon enmarcado en el que sale una persona en el cuarto de baño, justamente, pero a lo Bacon, o sea, en plan torturado y no muy atractivo. Siempre pensé que debía de tener cierto efecto sobre la serenidad de los actos pero bueno, aquí en casa todo el mundo disfruta de su propio cuarto de baño, así que nunca me he quejado. Pero cuando Diane Badoise se desarticuló por completo al torcerse el tobillo, formando con las rodillas, los brazos y la cabeza unos ángulos extraños, todo ello coronado por la cola de caballo, dispuesta en horizontal sobre el resto, enseguida pensé en el cuadro de Bacon. Durante un brevísimo instante, pareció una marioneta desarticulada, se oyó un gran crac corporal y, durante varias milésimas de segundo (porque todo ocurrió muy deprisa pero, como ahora presto atención a los movimientos del cuerpo, lo vi como a cámara lenta), Diane Badoise se asemejó a un personaje de Bacon. De ahí a que yo me diga que ese chisme lleva todos estos años en el cuarto de baño de mis padres sólo para que yo pudiera apreciar bien ese movimiento extraño, no hay más que un paso. Después Diane se cayó sobre los perros y con ello resolvió el problema, pues Athéna, al aplastarse contra el suelo, se zafó de Neptune. A ello siguió una coreografía complicada, porque Anne-Hélène quería ayudar a Diane a la vez que pugnaba por mantener a su perra a distancia del lúbrico monstruo, y Neptune, del todo indiferente a los gritos y al dolor de su ama, seguía tirando de la correa en dirección al chuletón con aroma de rosas. Pero en ese preciso instante la señora Michel salió de la portería, y yo cogí la correa de Neptune y lo alejé de allí.

Qué chasco se llevó el pobre. De repente se sentó y se puso a lamerse sus partes haciendo mucho ruido, lo cual no hizo sino agravar la desesperación de la pobre Diane. La señora Michel llamó a una ambulancia porque su tobillo empezaba a parecer una sandía y llevó a Neptune de vuelta a casa de sus amos, mientras Anne-Hélène se quedaba con Diane. En cuanto a mí, volví a mi casa preguntándome: y bien, por un Bacon al natural, ¿vale la pena seguir viviendo?

Decidí que no: porque no sólo Neptune no consiguió su golosina sino que, además, se quedó sin paseo.

8

Profeta de las élites modernas

Esta mañana, mientras escuchaba la emisora France Inter, me he llevado la sorpresa de descubrir que no soy quien creía ser. Hasta entonces había atribuido a mi condición de autodidacta proletaria las razones de mi eclecticismo cultural. Como ya he mencionado, he dedicado cada segundo de mi existencia que podía sustraer al trabajo a leer, ver películas y escuchar música. Pero ese frenesí en devorar objetos culturales adolecía a mi juicio de una falta de gusto total, la de la mezcla brutal de obras respetables con otras que lo eran mucho menos.

Sin duda es en el campo de la lectura donde mi eclecticismo es menos acusado, si bien mi diversidad de intereses es en dicho ámbito la más extrema. He leído obras de historia, de filosofía, de economía política, de sociología, de psicología, de pedagogía, de psicoanálisis y, por supuesto y ante todo, de literatura. Las primeras me han interesado; la última constituye toda mi vida. Mi gato, León, debe su nombre a Tolstoi. El anterior se llamaba Dongo por Fabrice del. Al primero lo bauticé Karenina por Ana, nombre que yo acortaba en Kare, por miedo a que me desenmascarasen. Exceptuando la infidelidad stendhaliana, mis gustos se sitúan de manera muy nítida en la Rusia anterior a 1910, pero me vanaglorio de haber devorado una parte bastante apreciable de la literatura mundial, teniendo en cuenta que soy una persona de origen campesino cuyas esperanzas de hacer carrera alcanzaron hasta la portería del número 7 de la calle de Grenelle, cuando habría podido pensarse que un destino como el mío me abocara al culto eterno de las novelitas rosas de Barbara Cartland. Bien es cierto que soy -y me siento- culpable de cierta inclinación por las novelas policíacas, pero las que yo leo las considero literatura de altísima categoría. Me resulta especialmente difícil, algunos días, sustraerme a la lectura de alguna novela de Connelly o de Mankell para contestar al timbrazo de Bernard Grelier o de Sabine Pallières, cuyas preocupaciones no son congruentes con las meditaciones de Harry Bosch, el agente amante del jazz del LAPD [1] [Departamento de Policía de Los Ángeles], sobre todo cuando me preguntan:

– ¿A qué se debe que el olor de la basura llega hasta el patio?

Que Bernard Grelier y la heredera de una antigua familia de la Banca puedan preocuparse por las mismas trivialidades e ignorar ambos que la construcción sintáctica encabezada por «a qué se debe» rige el empleo del subjuntivo arroja nueva luz sobre la humanidad.

En el capítulo cinematográfico, por el contrario, mi eclecticismo alcanza cotas insospechadas. Me gustan las blockbusters [2] [películas comerciales] americanas y las obras del cine de autor. De hecho, durante mucho tiempo consumí preferentemente cine de entretenimiento americano o inglés, con excepción de algunas obras serias que yo consideraba con mi mirada pronta a pasarlo todo por el tamiz de la estética, esa mirada pasional y empática que sólo se codea con el entretenimiento. Greenaway suscita en mí admiración, interés y bostezos, mientras que lloro cual magdalena esponjosa cada vez que Melly y Mammy suben la escalera de los Butler tras la muerte de Bonnie Blue, y considero Blade Runner una obra maestra de la distracción de primera categoría. Durante mucho tiempo, he estimado una fatalidad que el séptimo arte fuera bello, poderoso y soporífero y que el cine de entretenimiento fuera fútil, divertido y abrumador.