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Resulta siempre muy perturbador descubrir un hábito social dominante allí donde uno creía ver la marca de su propia singularidad. Perturbador e incluso decepcionante. Que yo, Renée, de cincuenta y cuatro años, portera y autodidacta, sea, pese a mi enclaustramiento en la típica portería, pese a un aislamiento que debería haberme protegido de las taras de la masa, pese a esta avergonzada cuarentena ignorante de las evoluciones del vasto mundo en la que me he confinado, que yo, Renée, sea testigo de la misma transformación que agita a las élites actuales -compuestas por vástagos Pallières que leen a Marx y van con la pandilla a ver Terminator, o de retoños Badoise que estudian derecho en Assas y lloriquean ante películas como Notting Hill- supone un mazazo del que me cuesta recuperarme. Pues resulta muy obvio, para quien preste atención a la cronología, que no imito a esos pipiolos sino que, en mis prácticas eclécticas, me he adelantado a ellos.

Renée, profeta de las élites contemporáneas.

– Bueno, bueno, ¿y por qué no? -me digo, extrayendo de mi bolsa de la compra el filete de hígado de ternera del gato y exhumando, de debajo, dos filetitos de salmonete que pienso marinar para después cocinar en zumo de limón saturado de cilantro.

Y en ese preciso momento ocurre el hecho.

Idea profunda n° 4

Cuida de

las plantas

los niños

A mi casa viene una asistenta tres horas todos los días, pero de las plantas se ocupa mamá. Y no veáis el circo que monta. Tiene dos regaderas, una para el agua con abono y otra para el agua sin cal, y aparte un vaporizador con distintas posiciones para pulverizaciones «a chorro», «en forma de lluvia» o «en bruma ligera». Todas las mañanas pasa revista a las veinte plantas de la casa y administra un tratamiento ad hoc a cada una. Y masculla un montón de cosas, del todo indiferente al resto del mundo. Se le puede decir cualquier cosa a mamá mientras se ocupa de sus plantas, porque total no hace ni caso. Por ejemplo: «Hoy tengo pensado dragarme y morir de sobredosis» obtiene como respuesta: «La punta de las hojas de la kentia amarillea, además está encharcada; no pinta nada bien.»

Esto ya nos da el principio del paradigma: si quieres arruinar tu vida a fuerza de no oír nada de lo que te dicen los demás, ocúpate de las plantas. Pero no queda ahí la cosa. Cuando mamá pulveriza agua sobre las hojas de las plantas, me doy perfecta cuenta de la esperanza que la anima. Ella piensa que es como un bálsamo que va a penetrar en la planta aportándole lo necesario para prosperar. Lo mismo se aplica al abono, en forma de bastoncillos, que introduce en la tierra (o mejor dicho, en la mezcla de tierra-mantillo-arena-turba que encarga especialmente para cada planta en la floristería de la Puerta de Auteuil). Así pues, mamá alimenta sus plantas como ha alimentado a sus hijas: agua y abono para la kentia, judías verdes y vitamina C para nosotras. Ésa es la esencia del paradigma: concéntrate en el objeto, apórtale elementos nutritivos que van de fuera hacia dentro y, progresando en el interior, lo hacen crecer y le sientan bien. Un toque de pulverizador sobre las hojas y ya está la planta armada para afrontar la existencia. Se la mira con una mezcla de inquietud y de esperanza, se es consciente de la fragilidad de la vida, se preocupa uno de los accidentes que pueden ocurrir pero, al mismo tiempo, se tiene la satisfacción de haber hecho lo que había que hacer, de haber desempeñado una función alimentaria: uno se siente reconfortado, seguro durante un tiempo. Así es como ve la vida mamá: como una serie de actos que conjuran el peligro, tan ineficaces como un toque de pulverizador, y dan una breve ilusión de seguridad.

Cuánto mejor sería si compartiéramos unos con otros nuestra inseguridad, si todos juntos nos adentráramos en nosotros mismos para decirnos que las judías verdes y la vitamina C, si bien alimentan al animal que somos, no salvan la vida ni sustentan el alma.

10

Un gato llamado Grévisse

Chabrot llama a mi puerta.

Chabrot es el médico personal de Pierre Arthens. Es un viejo guaperas eternamente bronceado, de estos que se resisten a envejecer y a dejar de seducir. Este espécimen en concreto se retuerce y se estremece ante el Maestro como el gusano que es y, en veinte años, no me ha saludado jamás ni me ha manifestado siquiera que yo fuera perceptible a su conciencia. Una experiencia fenomenológica interesante consistiría en inquirir los fundamentos de la no percepción a la conciencia de algunos de aquello que sí percibe la conciencia de otros. Que mi imagen pueda a la vez imprimirse en el cráneo de Neptune y escapársele al de Chabrot es un efecto que me cautiva sobremanera.

Pero, esta mañana, la tez de Chabrot parece haberse desteñido. Muestra unas mejillas flaccidas, le tiemblan las manos y tiene la nariz… mojada. Sí, mojada. A Chabrot, el médico de los poderosos, le moquea la nariz. Por si eso fuera poco, pronuncia mi nombre.

– Señora Michel.

Quizá no se trate de Chabrot sino de una suerte de extraterrestre transformista que dispone de un servicio de información que deja bastante que desear, porque el verdadero Chabrot no digna ocupar su mente con datos que incumben a subalternos por definición anónimos.

– Señora Michel -repite la imitación fallida de Chabrot-, señora Michel.

Está bien, de acuerdo, ahora ya lo sabe todo el mundo: soy la señora Michel.

– Ha ocurrido una terrible desgracia -prosigue Nariz Moqueante quien, ¡canastos!, en lugar de sonarse se sorbe los mocos.

Ahí es nada. Se sorbe ruidosamente, devolviendo el hilillo de mocos al lugar de donde partió, y la rapidez de la acción me obliga a asistir a las contracciones febriles de su nuez con vistas a facilitar el paso del hilillo antes mencionado. Es repugnante pero sobre todo desconcertante.

Miro a derecha e izquierda. El vestíbulo está desierto. Si mi E.T. tiene intenciones hostiles, estoy perdida. Éste se recompone y repite.

– Una terrible desgracia, sí, una terrible desgracia. El señor Arthens está agonizante.

– ¿Agonizante? -pregunto-. ¿Agonizante de verdad?

– Agonizante de verdad, señora Michel, agonizante de verdad. Le quedan cuarenta y ocho horas.

– ¡Pero si lo vi ayer por la mañana y estaba como una rosa! -digo, anonadada.

– Por desgracia, señora, cuando el corazón falla, no hay nada que hacer. Por la mañana uno da brincos como un cabritillo, y por la noche tiene un pie en la tumba.

– ¿Se va a morir en su casa, no va a ir al hospital?

– Oooooooh, señora Michel -me dice Chabrot, mirándome con la misma expresión que Neptune cuando lleva la correa al cuello-, ¿y quién querría morir en un hospital?

Por primera vez en veinte años, experimento un vago sentimiento de simpatía por Chabrot. Después de todo, me digo, él también es un hombre y, a fin de cuentas, ¿no nos parecemos todos?

– Señora Michel -prosigue Chabrot, y me aturulla este desenfreno de señora Michel por aquí, señora Michel por allá, después de veinte años sin una sola mención de mi nombre-, sin duda mucha gente querrá ver al Maestro antes de… antes. Pero él no quiere recibir a nadie. Sólo a Paul quiere ver. ¿Puede usted impedir el paso a los importunos?