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Té y manga contra café y periódico: la elegancia y el embrujo contra la triste agresividad de los juegos adultos de poder.

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Comedia fantasma

Tras marcharse Manuela, me dedico a todo tipo de cautivadoras ocupaciones: limpio mi casa, friego el suelo del vestíbulo, saco a la calle los cubos de basura, recojo los folletos de publicidad, riego las plantas, le preparo la pitanza al gato (compuesta por una loncha de jamón con una corteza de tocino hipertrofiada), me cocino mi propio almuerzo -pasta china fría con tomate, albahaca y queso parmesano-, leo el periódico, me repliego en mi antro para disfrutar de una bellísima novela danesa, gestiono una crisis en el vestíbulo porque Lotte, la nieta de los Arthens, la mayor de Clémence, llora ante mi puerta porque el abuelito no quiere verla.

Termino todo esto a las nueve de la noche y de pronto me siento vieja y muy deprimida. La muerte no me da miedo, y menos aún la de Pierre Arthens, pero lo que se me hace insoportable es la espera, ese hueco en suspenso del todavía no que nos hace tomar conciencia de la inutilidad de las batallas. Me siento a oscuras en la cocina, en silencio, y experimento el sentimiento amargo del absurdo. Mi mente parte despacio a la deriva. Pierre Arthens… Déspota brutal, sediento de gloria y de honores, que no obstante se esfuerza hasta el final por perseguir con sus palabras una inasible quimera, desgarrado entre la aspiración al Arte y el hambre de poder… ¿Dónde, en el fondo, está la verdad? ¿Y dónde la ilusión? ¿En el poder o en el Arte? ¿No ensalzamos acaso por la fuerza del discurso bien aprendido las creaciones del hombre, mientras que tildamos de crimen de vanidad ilusoria la sed de dominación que a todos nos agita -sí, a todos, incluida una pobre portera en su angosta vivienda, la cual, pese a haber renunciado al poder visible, no deja por ello de perseguir en espíritu sueños de dominación?

¿Cómo transcurre pues la vida? Día tras día, nos esforzamos valerosamente por representar nuestro papel en esta comedia fantasma. Como primates que somos, lo esencial de nuestra actividad consiste en mantener y cuidar nuestro territorio de manera que éste nos proteja y halague, en subir o no bajar en la escala jerárquica de la tribu y en fornicar de cuantas formas podamos -aunque no fuere más que en fantasía- tanto por el placer como por la descendencia prometida. Para ello, empleamos una parte nada desdeñable de nuestra energía en intimidar o seducir, pues ambas estrategias bastan para asegurar la conquista territorial, jerárquica y sexual que anima nuestro conatus. Pero nada de todo ello lo percibe nuestra conciencia. Hablamos de amor, del bien y del mal, de filosofía y de civilización, y nos aferramos a esos iconos respetables como la garrapata a su perrazo caliente.

A veces, sin embargo, la vida se nos antoja una comedia fantasma. Como sacados de un sueño, nos observamos actuar y, helados al constatar el gasto vital de energía que requiere el mantenimiento de nuestros requisitos primitivos, inquirimos estupefactos dónde ha quedado el Arte. Nuestro frenesí de muecas y miradas nos parece de pronto el colmo de la insignificancia, nuestro cálido nidito, fruto del endeudamiento de veinte años, una vana costumbre bárbara, y nuestra posición en la escala social, tan duramente alcanzada y tan eternamente precaria, de una zafia vanidad. En cuanto a nuestra descendencia, la contemplamos con una mirada nueva y horrorizada porque, sin el barniz del altruismo, el acto de reproducirse se nos antoja profundamente fuera de lugar. Sólo quedan los placeres sexuales; pero, arrastrados en la corriente de la miseria primigenia, vacilan ellos también, pues la gimnasia sin el amor no encuentra cabida en el marco de nuestras lecciones bien aprendidas.

La eternidad se nos escapa.

Tales días, en los que naufragan en el altar de nuestra naturaleza profunda todas las creencias románticas, políticas, intelectuales, metafísicas y morales que años de educación y de cultura han tratado de imprimir en nosotros, la sociedad, campo territorial agitado por grandes ondas jerárquicas, se sume en la nada del Sentido. Adiós a los pobres y a los ricos, a los pensadores, a los investigadores, a los dirigentes, a los esclavos, a los buenos y a los malos, a los creativos y a los concienzudos, a los sindicalistas y a los individualistas, a los progresistas y a los conservadores; ya no son sino homínidos primitivos cuyas muecas y sonrisas, gestos y adornos, lenguaje y códigos, inscritos en el mapa genético del primate medio, sólo significan esto: representar su papel o morir.

Esos días uno necesita desesperadamente el Arte. Aspira con ardor a recuperar su ilusión espiritual, desea con pasión que algo lo salve de los destinos biológicos para que no se excluya de este mundo toda poesía y toda grandeza.

Entonces uno toma una taza de té o ve una película de Ozu, para retraerse de las lidias y las batallas que son los usos y costumbres reservados de nuestra especie dominadora, y para imprimir a este patético teatro la marca del Arte y sus más grandes obras.

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Eternidad

A las nueve de la noche pues, pongo en el vídeo una cinta de Ozu, Las hermanas Munakata. Es la décima película de Ozu que veo en un mes. ¿Por qué? Porque Ozu es un genio que me salva de los destinos biológicos.

Todo esto vino porque un día le confié a Angèle, la joven bibliotecaria, que me gustaban mucho las primeras películas de Wim Wenders, y me dijo: «ah, ¿y ha visto Tokio-Ga?» Y cuando se ha visto Tokio-Ga, que es un extraordinario documental sobre Ozu, por supuesto a uno le entran ganas de descubrir al propio Ozu. Descubrí pues a Ozu y, por primera vez en mi vida, el Arte cinematográfico me hizo reír y llorar como un verdadero entretenimiento.

Pongo en marcha la cinta y saboreo a sorbitos un té de jazmín. De vez en cuando rebobino la cinta, gracias a este rosario laico llamado mando a distancia.

Y he aquí una escena extraordinaria.

El padre, interpretado por Chishu Ryu, actor fetiche de Ozu, hilo de Ariadna de su obra, hombre maravilloso que irradia calidez y humildad, el padre, como digo, al que le queda poco de vida, conversa con su hija Setsuko acerca del paseo que acaban de dar por Kyoto. Beben sake.

EL PADRE: ¡Y ese templo del Musgo! La luz realzaba aún más el musgo.

SETSUKO: Y también esa camelia que había encima.

EL PADRE: Ah, ¿te habías fijado? ¡Cuán hermoso era! (Pausa) En el Japón antiguo hay cosas hermosas. (Pausa.) Esta manera de decretar que todo eso es malo me parece excesiva.

La película avanza y, al final del todo, está esta última escena, en un parque, cuando Setsuko, la mayor, charla con Mariko, su antojadiza hermana menor.

SETSUKO (con expresión radiante): Dime, Mariko, ¿porqué son violetas los montes de Kyoto?

MARIKO (traviesa): Es verdad. Parecen un flan de azuki.

SETSUKO, sonriente: Es un color bien bonito.

La película trata de mal de amores, de matrimonios arreglados, de la familia, de hermandad, de la muerte del padre, del antiguo y el nuevo Japón y también del alcohol y la violencia de los hombres.

Pero sobre todo trata de algo que se nos escapa, a nosotros occidentales, y sobre lo que sólo la cultura japonesa arroja algo de luz. ¿Por qué esas dos escenas breves y sin explicación, que nada en la intriga motiva, suscitan una emoción tan poderosa y sostienen la película entera entre sus inefables paréntesis? Y he aquí la clave de la película.