Nos reímos y charlamos un rato más de esto y lo otro, en el sosiego apacible de las viejas amistades. Esos momentos son para mí muy valiosos, y se me encoge el corazón cuando pienso en el día en que Manuela cumplirá su sueño y volverá para siempre a su pueblo, dejándome aquí, sola y decrépita, sin compañera que haga de mí, dos veces por semana, una reina clandestina. Me pregunto también con aprensión qué ocurrirá cuando la única amiga que he tenido nunca, la única que todo lo sabe sin haber preguntado jamás nada, dejando tras de sí una mujer desconocida por todos, la sepulte con ese abandono bajo un sudario de olvido.
Se oyen unos pasos en el portal, y luego distinguimos con nitidez el sonido sibilino de la mano del hombre sobre el botón de llamada del ascensor, un viejo aparato de reja negra y puertas que se cierran solas, acolchado y forrado de madera que, de haber habido más espacio, antaño habría ocupado un ascensorista con librea. Reconozco ese paso; es el de Pierre Arthens, el crítico gastronómico del cuarto, un oligarca de la peor especie que, por como entorna los párpados cuando permanece de pie ante el umbral de mi portería, debe de pensar que en cueva oscura, pese a que lo que acierta a entrever le informe del contrario.
Pues bien, me he leído esas famosas críticas suyas.
– No me entero de nada de lo que dice -me comentó un día Manuela, para quien un buen asado es un buen asado y no hay más que hablar.
No hay nada que comprender. Es triste ver una pluma como la suya malograrse así a fuerza de ceguera. Escribir sobre un tomate páginas y páginas de prosa deslumbrante -pues Pierre Arthens critica como quien narra una historia y ya sólo eso debería haber hecho de él un genio- sin nunca ver ni sostener en la mano dicho tomate es una funesta proeza. Pero ¿se puede ser tan competente y a la vez tan ciego a la presencia de las cosas?, me he preguntado a menudo al verlo pasar delante de mí con su narizota arrogante. Pues se diría que sí. Algunas personas son incapaces de aprehender en aquello que contemplan lo que constituye su esencia, su hálito intrínseco de vida, y dedican su existencia entera a discurrir sobre los hombres como si de autómatas se tratara, y de las cosas como si no tuvieran alma y se resumieran a lo que de ellas puede decirse, al capricho de inspiraciones subjetivas.
Como movidos por una voluntad, los pasos retroceden de pronto y Arthens llama a mi puerta.
Me levanto, con cuidado de arrastrar los pies, calzados con unas zapatillas tan conformes al personaje que sólo la coalición de la baguette y la boina puede considerarse un desafío en cuanto a típicos lugares comunes se refiere. Al hacerlo, sé que exaspero al Maestro, oda viva a la impaciencia de los grandes depredadores, y ello tiene algo que ver con la aplicación con la que entorno muy despacio la puerta, asomando una nariz desconfiada que espero luzca coloradota y lustrosa.
– Estoy esperando un paquete por mensajero -me dice, guiñando los ojos y arrugando la nariz-. Cuando llegue, ¿podría traérmelo inmediatamente?
Esta tarde, el señor Arthens lleva una gran chalina de lunares que flota alrededor de su cuello de patricio y no le favorece en absoluto, porque la abundancia de su cabellera leonina y el vuelo holgado y etéreo del pedazo de seda evocan ambos una suerte de tutú vaporoso que anega la virilidad que suele exhibir el hombre como atributo. Y qué diablos, esa chalina me trae algo a la memoria. A punto estoy de sonreír al recordarlo. Es la de Legrandin. En En busca del tiempo perdido, obra de un tal Marcel, otro portero notorio, Legrandin es un esnob dividido entre dos mundos: el que frecuenta y aquel en el que le gustaría entrar; un patético esnob cuya chalina, de esperanza en amargura y de servilismo en desdén, expresa sus más íntimas fluctuaciones. Así, en la plaza de Combray, al no tener deseo alguno de saludar a los padres del narrador, pero no pudiendo evitar cruzarse con ellos, encomienda a la chalina la tarea de denotar, dejándola volar al viento, un humor melancólico que lo exima del saludo habitual.
Pierre Arthens, que ha leído a Proust pero no concibe por ello ninguna indulgencia especial para con las porteras, carraspea con impaciencia.
Recuerdo al lector su pregunta:
– ¿Podría traérmelo inmediatamente (el paquete por mensajero, pues los paquetes de los ricos no emplean las vías postales ordinarias)?
– Sí -contesto yo, batiendo marcas de concisión, animada por la suya propia y por la ausencia de un «por favor» que, a mi juicio, la forma interrogativa y condicional no alcanza a disculpar del todo.
– Es muy frágil -añade-, tenga cuidado, se lo ruego.
La conjugación del imperativo y ese «se lo ruego» tampoco me complace, sobre todo porque Arthens me cree incapaz de tales sutilezas sintácticas y sólo las emplea porque sí, sin tener la cortesía de suponer que yo podría sentirme insultada por ello. Equivale a tocar fondo en el ámbito social percibir en la voz de un rico que sólo se está dirigiendo a sí mismo y que, si bien las palabras que pronuncia nos están técnicamente destinadas, ni siquiera alcanza a imaginar que podamos entenderlas.
– ¿Cómo de frágil? -pregunto pues con un tono no muy amable.
Suspira ostensiblemente, y noto en su aliento un ligerísimo toque de jengibre.
– Se trata de un incunable -me dice, y clava en mis ojos, que yo trato de poner vidriosos, su mirada satisfecha de terrateniente.
– Pues nada, que le aproveche -le contesto con expresión de asco-. Se lo subo en cuanto llegue el mensajero.
Y le doy con la puerta en las narices.
Me complace sobremanera la perspectiva de que Pierre Arthens narre esta noche durante la cena, a título de anécdota jocosa, la indignación de su portera, que, al mencionar en su presencia un incunable, sin duda vio en ello algo escabroso.
Dios sabrá quién de nosotros dos se humilla más.
Diario del movimiento del mundo n°1
Permanecer centrado en sí mismo sin perder el short [calzón]
Está muy bien esto de tener regularmente una idea profunda, pero no me parece suficiente. O sea, quiero decir: voy a suicidarme y a prenderle fuego a la casa dentro de unos meses, así que es obvio que no puedo pensar que me sobra tiempo, tengo que hacer algo consistente en el poco que me queda. Y sobre todo, me he planteado a mí misma un pequeño reto: si uno se suicida, tiene que estar seguro de lo que hace y no puede quemar la casa para nada. Entonces, si hay una cosa en el mundo por la que valga la pena vivir, no me la puedo perder, porque una vez que uno se muere es demasiado tarde para arrepentirse de nada, y morir porque te has equivocado es una tontería como un piano.
Y sí, vale, tengo mis ideas profundas. Pero en estas ideas profundas juego a ser lo que a fin de cuentas soy: una intelectual (que se burla de los demás intelectuales). Este pasatiempo no es siempre muy glorioso pero sí muy recreativo. Entonces se me ha ocurrido que había que compensar este aspecto «gloria espiritual» con otro diario que hable del cuerpo o de las cosas. No de las ideas profundas del espíritu, sino de las obras maestras de la materia. De algo encarnado, tangible; pero también bello o estético. Aparte del amor, la amistad y la belleza del Arte, no veo gran cosa que pueda alimentar la vida humana. Soy demasiado joven para aspirar verdaderamente al amor y a la amistad. Pero el Arte… si no tuviera que morir, el Arte habría sido toda mi vida. Bueno, cuando digo el Arte, tengo que aclarar a qué me refiero: no estoy hablando sólo de las grandes obras de los maestros. Ni siquiera por Vermeer le tengo apego a la vida. Su obra es sublime pero está muerta. No, yo me refiero a la belleza en el mundo, a lo que puede elevarnos en el movimiento de la vida. El diario del movimiento del mundo lo dedicaré pues al movimiento de la gente, de los cuerpos, o, incluso, si de verdad no hay nada que decir, de las cosas, y a encontrar en ello algo lo bastante estético como para darle valor a mi vida. Gracia, belleza, armonía, intensidad. Si encuentro esas cosas, entonces quizá reconsidere las opciones; si encuentro un movimiento bello de los cuerpos, a falta de una idea bella para el espíritu, entonces quizá piense que vale la pena vivir.