No sólo no tuvimos nunca ningún caniche, sino que también creo poder decir que nuestro matrimonio fue feliz. Con mi marido pude ser yo misma. Recuerdo con nostalgia las mañanas de domingo, esas benditas mañanas pues eran las del descanso, en las que, en la cocina silenciosa, él se tomaba su café mientras yo leía. Me casé con él a los diecisiete años, después de un cortejo breve pero adecuado. Trabajaba en la fábrica, como mis hermanos mayores, y a la salida a veces se venía con ellos a casa para tomar un café o una copita de licor. Por desgracia, yo era fea. Sin embargo, ello no habría sido en absoluto decisivo si mi fealdad hubiera sido como la de las demás. Pero mi fealdad tenía la crueldad de que era sólo mía y de que, despojándome de toda frescura cuando aún no era siquiera una mujer, a los quince años me confería ya la apariencia que tendría a los cincuenta. La espalda encorvada, la cintura ancha, las piernas cortas, los pies torcidos, el vello abundante, los rasgos toscos, en fin, sin gracia ni contornos, se me podrían haber perdonado en beneficio del encanto propio de toda juventud, aun ingrata; pero, en lugar de eso, a los veinte años yo ya parecía una vieja pretenciosa y aburrida.
Por ello, cuando las intenciones de mi futuro marido se precisaron, y ya no me fue posible ignorarlas, me abrí a él, hablando por vez primera con franqueza a alguien que no fuera yo misma, y le confesé mi perplejidad ante la idea de que pudiera querer casarse conmigo. Era sincera. Hacía tiempo que me había acostumbrado a la perspectiva de una vida solitaria. Ser pobre, fea y, por añadidura, inteligente, condena en nuestras sociedades a trayectorias sombrías y desengañadas a las que más vale resignarse lo antes posible. A la belleza se le perdona todo, incluso la vulgaridad. La inteligencia ya no se ve como una justa compensación de las cosas, una manera de restablecer el equilibrio que la naturaleza ofrece a los menos favorecidos de entre sus hijos, sino como un juguete superfiuo que realza el valor de la joya. En cuanto a la fealdad, siempre se la considera culpable, y yo estaba condenada a ese destino trágico con el dolor que precisamente me confería mi lucidez.
– Renée -me respondió él con toda la seriedad de la que era capaz, y agotando en esa larga parrafada toda la facundia que ya nunca más habría de desplegar-, Renée, yo no quiero por mujer a una de esas ingenuas que en el fondo no son sino unas desvergonzadas y, detrás de su cara bonita, no tienen más cerebro que un mosquito. Quiero una mujer fiel, una buena esposa, una buena madre y una buena ama de casa. Quiero una compañera apacible y segura que permanecerá a mi lado para apoyarme. A cambio, de mí puedes esperar que sea serio en el trabajo, tranquilo en el hogar y tierno cuando convenga serlo. No soy un mal hombre y lo haré lo mejor que pueda. Y así lo hizo.
Bajito y enjuto como la cepa de un olmo, tenía no obstante una expresión agradable, por lo general sonriente. No bebía, no fumaba, no mascaba tabaco y no apostaba. En casa, después de trabajar, veía la televisión, hojeaba revistas de pesca o jugaba a las cartas con los amigos de la fábrica. De carácter muy sociable, invitaba a la gente a nuestra casa con frecuencia. Los domingos se iba de pesca. En cuanto a mí, me ocupaba sólo de las tareas del hogar, pues se oponía a que lo hiciera en casas ajenas.
No le faltaba inteligencia, no obstante no fuera ésta de la clase que valora el genio social. Si bien sus competencias se limitaban al terreno de lo manual, desplegaba en éste un talento que no respondía únicamente a aptitudes motoras y, pese a ser inculto, abordaba todas las cosas con ese ingenio que, en los trabajos manuales, distingue a los laboriosos de los artistas y, en la conversación, informa que el saber no lo es todo. Resignada desde tan tierna edad a una existencia de monja, me parecía pues bien clemente que el Cielo hubiera puesto entre mis manos de esposa un compañero de tan agradables modales y que, sin ser un intelectual, no era por ello menos listo.
Me podría haber tocado en suerte un Grelier.
Bernard Grelier es uno de los pocos seres del número 7 de la calle Grenelle con el cual no temo delatarme. Poco importa que le diga: «Guerra y Paz es la puesta en escena de una visión determinista de la historia» o «Conviene que engrase los goznes del cuartito de la basura», no otorgará más sentido a una frase o a otra, ni tampoco menos. Me pregunto incluso por qué inexplicado milagro la segunda exhortación llega a desencadenar en él un principio de acción. ¿Cómo se puede hacer lo que no se comprende? Sin duda este tipo de proposiciones no requiere tratamiento racional alguno y, al igual que esos estímulos que, sucediéndose sin tregua en la médula espinal, desencadenan el reflejo sin solicitar la intervención del cerebro, la exhortación de engrasar quizá no sea más que una solicitación mecánica que pone los miembros en movimiento sin que concurra el espíritu.
Bernard Grelier es el marido de Violette Grelier, la «gobernanta» de los Arthens. Contratada treinta años antes como simple criada, había ido ascendiendo en categoría a medida que los señores se iban enriqueciendo y, aupada ya a la función de gobernanta, soberana de un irrisorio reino compuesto por la asistenta (Manuela), un mayordomo ocasional (inglés) y un mozo para tareas varias (su marido), tenía por el pueblo llano el mismo desprecio que los grandes burgueses de sus jefes. De la mañana a la noche parloteaba como una cotorra, se afanaba aquí y allá, dándose mucho pisto, reñía a los criados como en los tiempos dorados de Versalles y mortificaba a Manuela con pontificales discursos sobre el amor al trabajo bien hecho y el declive de los buenos modales.
– Ésta en cambio no ha leído a Marx -me dijo un día Manuela.
La pertinencia de esta constatación, por parte de una portuguesa de pro poco versada sin embargo en el estudio de los filósofos, me llamó la atención. No, desde luego que Violette Grelier no había leído a Marx, debido a que no figuraba en ninguna lista de productos limpiadores para la plata de los ricos. El precio de esa laguna era la herencia de una vida cotidiana adornada por interminables catálogos que hablaban de almidón y de trapos de lino.
La mía había sido pues una buena boda.
Además, no tardé mucho en confesarle a mi marido mi gran pecado.
Idea profunda n° 2
El gato de aquí abajo
ese tótem moderno
y a ratos decorativo
Así por lo menos ocurre en mi casa. Si se quiere comprender a nuestra familia, basta con observar a los gatos. Nuestros gatos son dos grandes odres atiborrados de croquetas de lujo que no tienen ninguna interacción interesante con las personas. Se arrastran de un sofá a otro, dejándolo todo perdido de pelos, y nadie parece haber comprendido que no sienten el más mínimo afecto por nadie. El único interés que presentan los gatos es el de ser objetos decorativos con capacidad de movimiento, un concepto que encuentro intelectualmente interesante, pero a los nuestros les cuelga demasiado la barriga como para que pueda aplicárseles.
Mamá, que se ha leído toda la obra de Balzac y cita a Flaubert en cada cena, demuestra hasta qué punto la educación es una auténtica tomadura de pelo. Basta observarla con los gatos. Es vagamente consciente de su potencial decorativo, pero se obstina sin embargo en hablarles como si fueran personas, lo cual no se le pasaría por la cabeza si se tratara de una lámpara o de una estatuilla etrusca. Parece ser que los niños creen hasta edad avanzada que todo lo que se mueve tiene alma e intención. Mamá ya no es ninguna niña, pero está visto que no alcanza a considerar que Parlamento y Constitución no tienen más entendimiento que la aspiradora. Estoy dispuesta a reconocer que la diferencia entre la aspiradora y ellos estriba en que un gato puede sentir dolor y placer. Pero ¿significa eso que tiene más aptitudes para comunicarse con el ser humano? En absoluto. Ello sólo debería incitarnos a tomar precauciones especiales, como con un objeto muy frágil. Cuando oigo a mamá decir: «Constitución es una gatita a la vez muy orgullosa y muy sensible» cuando la gata en cuestión está repanchingada en el sofá porque ha comido demasiado, me dan ganas de reír. Pero si reflexionamos sobre la hipótesis según la cual el gato tiene como función la de ser un tótem moderno, una suerte de encarnación emblemática y protectora del hogar, reflejando con benevolencia lo que son los miembros de la familia, la teoría se hace patente. Mamá hace de los gatos lo que le gustaría que fuéramos nosotros y que en absoluto somos. Pocos son menos orgullosos y sensibles que los tres miembros de la familia Josse que me dispongo a mencionar: papá, mamá y Colombe. Son del todo apáticos y anestesiados, vacíos de emociones.