Pero yo en cambio pienso que esta frase es una auténtica idea profunda, precisamente porque no es verdad, por lo menos no del todo. No significa lo que uno cree que significa. Si uno ascendiera en la escala social de manera proporcional a su incompetencia, os puedo asegurar que el mundo no marcharía como marcha. Pero el problema no es ése. Lo que esta frase quiere decir no es que los incompetentes tengan un lugar bajo el sol, sino que no hay nada más difícil e injusto que la realidad humana: los hombres viven en un mundo donde lo que tiene poder son las palabras y no los actos, donde la competencia esencial es el dominio del lenguaje. Eso es terrible porque, en el fondo, somos primates programados para comer, dormir, reproducirnos, conquistar y asegurar nuestro territorio, y aquellos más hábiles para todas esas tareas, aquellos entre nosotros que son más animales, ésos siempre se dejan engañar por los otros, los que tienen labia pero serían incapaces de defender su huerto, de traer un conejo para la cena y de procrear como es debido. Es un terrible agravio a nuestra naturaleza animal, una suerte de perversión, de contradicción profunda.
5
Triste condición
Después de un mes de lectura frenética, decido con inmenso alivio que la fenomenología es una tomadura de pelo. De la misma manera que las catedrales siempre han despertado en mí ese sentimiento próximo al síncope que se experimenta ante la manifestación de lo que los hombres pueden construir para rendir homenaje a algo que no existe, la fenomenología acosa mi incredulidad ante la perspectiva de que tanta inteligencia haya podido servir una causa tan vana. Como estamos en noviembre, por desgracia no tengo ciruelas Claudias a mano. En tal caso, once meses al año a decir verdad, recurro al chocolate negro (70% de cacao). Pero conozco de antemano el resultado de la demostración. Si tuviera la posibilidad de saborear el patrón de prueba, seguro que me partiría de risa leyendo, y un bonito capítulo como «Revelación del sentido final de la ciencia en el empeño de "vivirla" como fenómeno noemático» o «Los problemas constitutivos del ego trascendental» podría incluso matarme de risa; caería fulminada en mi mullida poltrona, con zumo de ciruela Claudia o hilillos de chocolate rodando por las comisuras de mis labios.
Si se quiere abordar la fenomenología, hay que ser consciente del hecho de que se resume a una doble interrogación: ¿de qué naturaleza es la conciencia humana? ¿Qué conocemos del mundo?
Empecemos por la primera.
Hace milenios que, desde el «conócete a ti mismo» hasta el «pienso luego existo», no se deja de glosar esta irrisoria prerrogativa del hombre que constituye la conciencia que éste tiene de su propia existencia y, sobre todo, la capacidad que tiene esta conciencia de tomarse a sí misma como objeto. Cuando algo le pica, el hombre se rasca y tiene conciencia de estar rascándose. Si se le pregunta: ¿qué haces? Responde: me rasco. Si se lleva más lejos la investigación (¿eres consciente del hecho de que eres consciente de que te rascas?), responde otra vez que sí, y así con todos los «eres consciente» que se puedan añadir. ¿Alivia en algo su sensación de picor el saber que se rasca y que es consciente de ello? ¿Influye acaso de manera beneficiosa la conciencia reflexiva en la intensidad del picor? Quia. Saber que a uno le pica y ser consciente del hecho de que se es consciente de saberlo no cambia estrictamente nada el hecho de que a uno le pique. Y desventaja añadida, hay que soportar la lucidez que resulta de esta triste condición, y apuesto diez libras de ciruelas Claudias a que ello acrecienta una molestia que, en el caso de mi gato, un simple movimiento de la pata anterior basta para aliviar. Pero resulta para los hombres tan extraordinario, porque ningún otro animal lo puede y porque así escapamos a la bestialidad, que un ser pueda saberse sabiendo que se está rascando, que esta prelación de la conciencia humana parece para muchos la manifestación de algo divino, algo que en nosotros escapa al frío determinismo al que están sometidas todas las cosas físicas.
Toda la fenomenología se asienta sobre esta certeza: nuestra conciencia reflexiva, marca de nuestra conciencia ontológica, es la única entidad en nosotros que vale la pena estudiarse pues nos salva del determinismo biológico.
Nadie parece consciente del hecho de que, puesto que somos animales sometidos al frío determinismo de las cosas físicas, ello anula todo lo anterior.
6
Sotanas de tela basta
Consideremos la segunda pregunta: ¿qué conocemos del mundo?
A esta pregunta, los idealistas como Kant responden.
¿Qué responden?
Responden: poca cosa.
El idealismo es la postura que considera que sólo podemos conocer aquello que nuestra conciencia, esa entidad semidivina que nos salva de la bestialidad, aprehende. Conocemos del mundo lo que nuestra conciencia puede decir de éste porque lo aprehende, y nada más.
Consideremos un ejemplo, casualmente un simpático gato llamado León. ¿Por qué? Porque encuentro que es más fácil con un gato. Y yo les pregunto: ¿cómo pueden estar seguros de que se trata de verdad de un gato, e incluso saber lo que es un gato? Una respuesta sana sería argüir que nuestra percepción del animal, completada por algunos mecanismos conceptuales y lingüísticos, nos lleva a formar ese conocimiento. Pero la respuesta idealista consiste en alegar la imposibilidad de saber si lo que percibimos y concebimos del gato, si lo que nuestra conciencia aprehende como gato, concuerda con lo que es el gato en su intimidad profunda. Quizá mi gato, que, en el momento en el que hablamos, yo aprehendo como un cuadrúpedo obeso con bigotes trémulos y que guardo en mi mente en un cajón etiquetado como «gato», sea en realidad y en su misma esencia una bola de liga verde que no hace miau. Pero mis sentidos están constituidos de tal manera que no lo percibo así, y el inmundo montón de cola verde, engañando mi repulsión y mi candida confianza, se presenta a mi conciencia bajo la apariencia de un animal doméstico glotón y sedoso.
He ahí el idealismo kantiano. No conocemos del mundo más que la idea que nuestra conciencia forma del mismo. Pero existe una teoría más deprimente que ésta, una teoría que abre perspectivas más aterradoras todavía que la de acariciar sin darse cuenta de ello un pedazo de baba verde o, por las mañanas, hundir en una cueva pustulosa las rebanadas de pan que uno creía destinadas al tostador.
Existe el idealismo de Edmund Husserl, que ahora ya evoca para mí una marca de sotanas de tela basta para sacerdotes seducidos por un oscuro cisma de la Iglesia baptista.
En esta última teoría sólo existe la aprehensión del gato. ¿Y el gato? Pues bien, el gato no le importa a nadie. El gato no es necesario en absoluto. ¿Para qué? ¿Qué gato? A partir de ahora, la filosofía se permite complacerse sólo con la lujuria de la mente nada más. El mundo es una realidad inaccesible que sería vano tratar de conocer. ¿Qué conocemos del mundo? Nada. Puesto que todo conocimiento no es más que la autoexploración por sí misma de la conciencia reflexiva, se puede mandar el mundo a paseo.
Tal es la fenomenología: la «ciencia de lo que aparece a la conciencia». ¿Cómo es un día normal de un fenomenólogo? Se levanta, tiene conciencia de enjabonar bajo la ducha un cuerpo cuya existencia carece de fundamento, de tomarse unas tostadas reducidas a la nada, de vestir una ropa que es como unos paréntesis vacíos, de ir al trabajo y de asir un gato.