La emperatriz
de los helados
ANTHONY CAPELLA
La emperatriz
de los helados
Traducción de Josep Escarré
Barcelona, 2015
Título originaclass="underline" The Empress of Ice Cream
© 2010 por Anthony Capella
© de la traducción, 2015 por Josep Escarré Reig
© de esta edición, 2015 por Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán
Todos los derechos reservados
Primera edición en formato digitaclass="underline" mayo de 2015
Photograph © 2015 Museum of Fine Arts,
Boston Jean-Baptiste Greuze, French, 1725-1805
The White Hat (detail), about 1780
Oil on canvas
56.8 x 46.4 cm
Museum of Fine Arts, Boston
Gift of Jessie H. Wilkinson-Jessie H. Wilkinson Fund, Grant Walker Fund, Seth K. Sweetser Fund, and Abbott Lawrence Fund, 1975.808
Duomo ediciones es un sello de Antonio Vallardi Editore
Av. del Príncep d’Astúries, 20. 3º B. Barcelona, 08012
Gruppo Editoriale Mauri Spagnol S.p.A.
DL B 8064-2015
ISBN: 978-84-16261-53-6
CÓDIGO IBIC: FA
Diseño de interiores: Agustí Estruga
Composición ePub: Grafime. Mallorca, 1, Barcelona 08014 (España)
Deja que ser rime con parecer.
El único emperador es el emperador de los helados.
WALLACE STEVENS,
«El emperador de los helados».
Para Louis Denne, BCBA1
Nota del editor
Durante muchas décadas, el fajo de documentos del siglo XVII descubiertos en la Gran Biblioteca de Ditchley Park, conocidos más adelante con el nombre de «Legajo de Ditchley», fue ignorado casi por completo por los estudiosos. Al igual que muchos textos de esa turbulenta época, estaba escrito en clave; una clave que resultó si cabe más impenetrable que la empleada por Samuel Pepys. No fue hasta finales de los años 90 del siglo XX, cuando el legajo fue vendido en América junto con docenas de otros manuscritos antiguos, que un archivero –en realidad un joven y brillante interno de Wellesey– se preguntó si el material original no habría sido escrito en inglés sino en francés: fue así como el diario íntimo de Louise de Keroualle, amante del rey Carlos II, fue dado a conocer al mundo.
Parece que en algún momento de su estancia en Inglaterra, Louise empezó a escribir, en su lengua materna, un relato cifrado de su vida en la corte inglesa. No se sabe si fue un remedio para combatir la nostalgia, una póliza de seguros en caso de arresto o, como se ha sugerido recientemente, una especie de sustituto de la confesión que ya no podía hacerle a un sacerdote, viviendo como vivía, por supuesto, en un estado de permanente pecado mortal. El manuscrito tampoco sugiere tales especulaciones, y en algunos pasajes parece más un documento de estrategias políticas modernas o un manifiesto por una Europa unida que un libro de memorias; por otro lado, a pesar de la inequívoca posición de su autora en la corte, el texto contiene menos detalles procaces que, por ejemplo, el diario de Pepys. Al hacer la selección, me he centrado en las experiencias personales de Louise en la corte y en su círculo y no tanto en su implicación en las grandes intrigas y tramas que absorbían a la Europa de aquellos tiempos, que ya han sido ampliamente descritas en otros libros.
En cuanto al tratado de Carlo Demirco –un nombre quizás demasiado pomposo para el prefacio de un libro de recetas–, basta con una presentación mucho más breve. Los estudiosos de gastronomía siempre han demostrado su fascinación por la historia del helado y, en particular, por el hecho de que fuera mencionado por primera vez en Inglaterra, en el menú de un banquete ceremonial ofrecido por el rey Carlos II a los caballeros de la Órden de la Jarretera en 1671, el mismo año, casualmente, que Louise se convirtió en su amante. Carlo Demirco no es el único que puede reclamar su paternidad –también hay que tener en cuenta los escritos de su rival Lucian Audiger en La casa bien ordenada, publicado en París en 1692–, pero sí es el único en explicar todas las circunstancias, como el hecho de que, en el banquete de la Órden de la Jarretera, el pastelero real sirvió solo un cuenco de helado, reservado a la mesa del rey. Por otra parte, el tratado contiene recetas que confirman sus afirmaciones y que, además, aún se siguen usando en la actualidad.
El libro de Demirco –impreso por primera vez en 1678; traducido a cinco idiomas a finales de siglo; reeditado durante el período georgiano, cuando el helado estaba muy de moda, con el título de El libro de los helados; y olvidado sólo cuando los modernos métodos de refrigeración hicieron que sus técnicas quedaran obsoletas– puede parecer un extraño complemento del diario secreto y cifrado de una cortesana del rey, en especial de una tan impopular como Louise, quien fue considerada, tanto por sus contemporáneos como por los historiadores modernos, como un emblema sin escrúpulos de una era especialmente avariciosa. Puede que la publicación de esos fragmentos de su diario consigan presentarla bajo otra luz. Curiosamente, existen pruebas de que los dos documentos –las recetas y el diario– se conservaron en el mismo legajo durante el largo tiempo que permanecieron en el armario de la biblioteca: las manchas de comida que decoran las páginas de El libro de los helados dan a entender que, a lo largo de los trescientos años transcurridos, el fardo fue descubierto y que sólo se sacó el volumen de Demirco, dándole un uso que su autor seguramente habría aprobado.
PRIMERA PARTE
Carlo
Para enfriar el vino: coger un bloque de hielo o nieve bien compacto; cortarlo y aplastarlo hasta reducirlo a polvo, desmenuzándolo a voluntad. Colocarlo en un cubo de plata e introducir la garrafa hasta el fondo.
El libro de los helados
Es costumbre, en escritos como en el que estoy a punto de embarcarme, empezar describiendo las circunstancias del nacimiento de su autor y, por consiguiente, invocar la autoridad legítima en virtud de la cual se otorga el derecho de dirigirse al lector (ya que su situación en la vida y sus éxitos y muchas otras cosas dependen intrínsecamente del lugar que ocupa en la sociedad).
¡Ay! Pero yo no puedo presumir de nada de eso, porque mis orígenes son humildes y la educación que recibí, muy deficiente.
Creo que no tendría más de siete u ocho años cuando Ahmad, el persa, me separó de mi familia. Lo único que recuerdo de la isla donde vivían mis padres es que los bosques de almendros se volvían blancos en primavera, como la nieve que cubría la cima del volcán que se alzaba sobre ellos y el color verde del mar donde pescaba mi padre. Era el mismo mar en el que navegaban los barcos como el que trajo a Ahmad, que buscaba a un muchacho que trabajara para él. Al vernos a mi padre y a mí reparando las redes, habló con mis progenitores de la maravillosa vida que podría tener, de la grandeza de Florencia y de la fastuosa corte en la que viviría. A partir de ese día estuve al servicio de un señor cruel y caprichoso. No, no me estoy refiriendo a Ahmad; él, aunque severo, no era peor que muchos otros. No, el señor que me trataba con tanta dureza era el mismísimo hielo.