–¿Qué puede saber un francés que no sepa un italiano? –le pregunté, bruscamente.
Ella sonrió.
–Eso es lo que estoy a punto de enseñaros.
Cuando terminó con la demostración y yo me disponía a irme, añadió:
–La próxima vez, cuando vengáis, debéis traer unos helados; os enseñaré una forma de usarlos que tal vez nunca se os haya ocurrido.
Audiger estaba furioso.
–Te han visto saliendo de sus aposentos. ¿Es que pretendes que nos echen de la corte?
–Todos lo hacen –repliqué–. ¿Por qué no debería hacerlo yo también?
Audiger levantó las manos.
–Porque su situación es segura, y la nuestra no.
–Me da igual –dije–. No pienso dejar de verla sólo porque alguien pueda poner una objeción. No puedo vivir así.
–Entonces es que estás loco –repuso Audiger–. La corte no es un lugar para enamorarse.
–¿Y quién ha hablado de amor?
Lo dije sin pensar, como habría hecho cualquier joven de mi edad, aunque sabía que era verdad: la astilla de hielo estaba profundamente incrustada en mi corazón para eso.
–Muy bien –dijo Audiger, de mala gana–. Pero cuidado con el corazón o podrías acabar perdiendo otra parte de ti…, la cabeza, que, a diferencia de ese otro órgano, no tiene arreglo.
Asentí. Sabía que Audiger no podía prohibírmelo. El equilibrio de poder entre nosotros había cambiado durante esos años en la corte. Ahora tenía todo lo que quería: dinero, prestigio, los apetitos carnales saciados por una de las amantes más expertas de aquellos tiempos y el mecenazgo del rey más poderoso de toda Europa.
Cuando volví a visitar a Olympe, me dirigí a la puerta con paso seguro. Llevaba una bandeja en la que había dispuesto cuatro copas de cristal con diferentes helados. Todos tenían un color y un sabor diferentes: caqui, pistacho, melocotón blanco y miel dorada. No había cucharas.
Levanté la mano para llamar, pero en ese preciso instante, surgido de la nada, apareció un lacayo que se interpuso entre la puerta y yo.
–Madame la comtesse no quiere ser molestada.
Le señalé los helados.
–Le traigo esto.
–Yo me encargaré de entregárselo –dijo, arrebatándome hábilmente la bandeja.
No protesté. Entonces reconocí al lacayo: era uno de los criados personales del rey. Mientras me alejaba, oí abrirse la puerta y al criado entrando en la estancia.
Decidí esperar cerca de allí. Y, efectivamente, alrededor de media hora después, vi al rey abandonando la estancia de Olympe y descender la majestuosa escalera que conducía a sus aposentos. Se estaba ajustando el puño de la camisa, como si acabara de ponérsela.
Volví para recoger la bandeja. Olympe estaba en la bañera, pero su doncella me dijo que podía recibirme.
–El rey se ha quedado muy impresionado con vuestros helados –dijo Olympe sin preámbulos cuando me vio–. Eran justo el refrigerio que le apetecía. En estos tiempos es raro que consiga hacerlo dos veces; estaba muy satisfecho de sí mismo, lo cual significa que está satisfecho conmigo. Gracias.
La miré fijamente, sorprendido por su tono descuidado.
–¿Aún sois su amante? Creía que…
–¿Que yacía entre los brazos de madame de la Vallière? Normalmente sí, pero hay veces que ella está indispuesta o él prefiere la variedad. O en ocasiones coquetea con una nueva dama de compañía que lo rechaza y entonces acude a mí para restaurar su maltrecha vanidad. Hay muchas razones por las que un hombre puede acostarse con una mujer, y no son siempre sencillas. A veces el rey echa de menos mi compañía.
–Entonces… ¿no queréis que vuelva? –dije, un poco herido en mi orgullo.
Olympe se echó a reír.
–En absoluto. Con vos, Carlo, el acuerdo está bastante claro, y en eso reside el encanto. Hoy estoy cansada, y espero que el rey vuelva a verme mañana. Podéis volver dentro de unos días y veremos cómo están las cosas. –Lanzó una maliciosa mirada a mis nalgas–. En cualquier caso, no es justo que os tenga sólo para mí.
–¿Qué queréis decir?
–Simplemente digo que os falta experiencia. No, no, no pongáis esa expresión alicaída; en otros tiempos yo también estaba en vuestra misma situación, pero un hombre como vos resolverá muy pronto ese problema. El palacio está lleno de mujeres ansiosas por adiestraros.
–¿De veras? –dije, perplejo.
–Por supuesto. ¿Por qué creéis que madame de Corneil se hace servir uno de vuestros cordiales todas las noches? ¿Por qué pensáis que madame Rossoulet os invita siempre a jugar a las cartas? Y, en vuestra opinión, ¿por qué creéis que he querido seduciros antes que cualquiera de ellas?
–¿Queréis decir que… era una cuestión de honor para vos?
Olympe sonrió.
–Entre otras cosas –dijo, echándose agua por encima.
–¿Y no estaréis celosa si me acuesto con otras mujeres? –Los celos son para la gente común –replicó–. Para la gente cuyas migajas de placer son tan escasas y tan infrecuentes que deben pelear por ellas como lo hacen los mendigos por una corteza de pan. Aquí, en la corte, donde no faltan precisamente las sensaciones más placenteras, podemos permitirnos elegir. –Me lanzó una mirada divertida–. Pero si sois un espíritu sensible, dejadme que os dé un consejo. Al igual que a la hora de escoger un agua de colonia o de disfrutar de una sarabande se demuestra si sois o no un experto, la elección de las amantes que están a vuestro alrededor demostrará si sois una persona de gustos refinados o un impostor.
–¿Un impostor? –repetí, inquieto.
Supongo que aún temía que un paso en falso pudiera traicionar mis orígenes.
Ella asintió con la cabeza.
–Sólo un bruto, por ejemplo, seduciría a una criada. Acostarse con una mujer vulgar, por mucho que esté dispuesta a hacerlo, implica el riesgo de contagiarse de su vulgaridad. Y, pase lo que pase, nunca debéis permitir que os dominen los sentimientos. El amor es algo extraordinario, pero del mismo modo que el hambre no justifica los malos modales en una mesa, la pasión no es una excusa para comportarse en la cama como un patán. El exceso de emociones en una relación amorosa resulta tan desagradable como el exceso de romero en un plato o un énfasis exagerado en una pieza musical. Es posible –y necesario, además– mostrar elegancia en los amours propios al igual que en todos los aspectos de la vida.
Dijo todo eso en voz baja e indolente, como si hubiera abordado en tantas ocasiones aquel tema que no mereciera la pena añadir nada más. Era el modo en que todos hablaban en la corte, sobre todo las mujeres: lo había oído definir como préciosité, y las damas que lo cultivaban en los salones más elegantes de París eran conocidas como les précieuses. Sin embargo, el brillo de malicia en sus ojos daba a entender que aquello era algo que se tomaba muy en serio.
Me incliné con ironía.
–Os quedaré muy agradecido por todos los consejos que podáis darme al respecto, madame.
–Estupendo –repuso ella–. Entonces está decidido. Traedme un helado dentro de dos días y mientras tanto pensaré en cuál debería ser vuestra próxima conquista.
Así empezó la siguiente fase de mi educación. Del mismo modo que en Florencia había experimentado diferentes técnicas y sabores, en Versalles probé los diferentes gustos y aromas del amor. Olympe tenía razón: no tardé en descubrir que muchas mujeres de la corte estaban más que dispuestas a frecuentarme. Y también descubrí algo más; amaba a las mujeres y, en general, ellas me correspondían. Puede parecer una afirmación extraña, pero no había nada evidente: muchas de las amantes más célebres de la corte parecían estar cansadas de sus relaciones, como si enamorarse fuese un deber tan arduo e inevitable como el de asistir a un enésimo baile. De vez en cuando, Olympe me recordaba que no me entusiasmara demasiado –«Si vais por ahí con una sonrisa en los labios, la gente os tomará por un mentecato»–, pero, en general, me trataba con una divertida indulgencia. Por mi parte, aprendí en seguida a mostrarme ante el mundo con un aire de irónico cinismo que estaba muy en boga en aquellos tiempos.