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El esfuerzo de tener que mantener el paso implicaba que, a pesar de que iban al trote, la procesión de lacayos no iba mucho más deprisa que yo, que les seguía de cerca. En cualquier caso, sabía a dónde se dirigían. En la entrada del jardín de rosas, donde los setos se desplegaban hasta desembocar en un lago ornamental, treinta o cuarenta cortesanos con sus respectivas damas daban un paseo, desplegando toda su elegancia. Las mesas se habían dispuesto a la sombra de un cedro. Detrás de ellas, formando en filas de cuatro, había un pequeño ejército de criados que sudaban bajo sus cortas pelucas. A un lado, tocaba un grupo de músicos. En el centro, donde la multitud de cortesanos era más densa, vislumbré la oscura y tupida peluca del rey.

Los criados recorrieron al trote los zigzagueantes senderos que cruzaban los jardines. Yo crucé directamente por el césped, reuniéndome de nuevo con ellos cuando se disponían a rodear el lago. La procesión aminoró la marcha, adquiriendo un paso más digno, cuando se acercó al primer grupo de invitados; algunos cortesanos, curiosos, se dieron la vuelta para contemplar la fuente. Muchos, yo lo sabía, aún no habían tenido ocasión de degustar aquella pasión del monarca. Y teniendo en cuenta la poca cantidad de helado que había y el gran número de invitados, la mayoría tampoco tendría la oportunidad de hacerlo aquel día. Luis ya debía de haber elegido a los que tendrían el honor de probarlo.

Cuando nos acercamos, el rey se volvió.

–¡Ah! ¡Mi helado de fresas! –exclamó.

Audiger se detuvo y se inclinó, flexionando una rodilla con cierta torpeza a causa de la fuente que sostenía en la mano. Luis le hizo un gesto para que se acercara.

–Y ahora veréis si no tenía razón, señor duque. Es una auténtica especialidad.

Las palabras iban dirigidas al hombre que estaba a su lado. Vestía de forma parecida a los criados, pero yo sabía que, en realidad, era un inglés, un invitado muy importante, que había venido para negociar un tratado entre los dos países. Luis se divertía vistiendo a sus sirvientes según la moda de las cortes extranjeras. Era una forma recordar a los visitantes que su corte era mucho más rica y suntuosa que las suyas.

Al otro lado del visitante estaba madame, como la llamaban: Enriqueta de Inglaterra, la hermana del rey inglés. Estaba casada con el hermano de Luis, aunque también era una de las favoritas –eso se decía– del propio Luis.

–Sí, George, os proporcionará fuerzas suficientes para permitiros jugar con nosotros a paille maille –le estaba diciendo la dama–. Sé que sabéis jugar: me han dicho que mi hermano lo ha introducido en vuestro país y que en la corte se juega todos los días.

–Es cierto –dijo el duque, sonriendo–. Como tantas otras modas francesas, en Londres es una auténtica locura. Su Majestad ha ordenado disponer un terreno de juego cerca de Whitehall que la gente ya llama Pall Mall. –Examinó con cierto aire de perplejidad el plato de helado de fresas–. Y ha construido un depósito de hielo en St James Par: otra idea que le vino mientras estuvo exiliado aquí, creo, aunque sus cocineros aún no han utilizado el hielo en sus postres.

–Es mucho más que un postre helado –explicó Luis–. Probadlo y entenderéis lo que quiero decir.

El rey extendió la mano. Por un momento vi el pánico en la mirada de Audiger cuando se dio cuenta de que no sólo no había traído cuencos y cucharas, sino que al sostener la fuente con las dos manos no estaba en disposición de servir al rey. Sin embargo, yo lo había previsto todo. Había cogido media docena de cuencos de porcelana blanca y azul cuando pasé junto a una de las mesas; serví el helado en uno de ellos y se lo ofrecí con una reverencia.

–Demirco procede de Florencia –dijo el rey, cogiendo el cuenco–. Es uno de los pocos en Europa que sabe preparar helados. ¿Qué habéis creado en esta ocasión, signor?

–Un helado de fresas, sire, como me habíais ordenado, con un poco de crema de leche y pimienta blanca.

Vi a Audiger apretando la mandíbula. Con el francés sosteniendo la fuente mientras yo servía, por no mencionar la conversación sobre la receta con el rey, a ojos de todos parecía que Audiger fuera el aprendiz y yo el maestro.

–¿Majestad?

Quien se acercó al rey era su nuevo médico, un hombre llamado Félix.

–¿Qué ocurre, Félix?

El doctor carraspeó.

–El día es muy caluroso, sire, y las damas… Incluso las que no están especialmente delicadas se han acalorado jugando a paille maille. Dadas las circunstancias, no lo aconsejo.

–¿El helado?

El rey parecía sorprendido. Félix asintió con firmeza.

–En esta cuestión en particular las autoridades médicas se muestran de acuerdo. El consumo de hielo en un día tan caluroso puede provocar varias dolencias. Incluso ataques de apoplejía. El caballero inglés puede probarlo, pero vos y las damas…

–¿Insinuáis que estáis dispuesto a matar a nuestro honorable invitado, el duque de Buckingham, pero no a nosotros? –exclamó el rey–. Dios mío, Félix, os nombraremos diplomático.

Los que estaban más cerca del rey se echaron a reír, pero –me di cuenta– nadie probó el helado. Un embarazoso silencio cayó sobre la reunión de la corte.

Fue un impasse. Las virutas ya empezaban a fundirse bajo el sol. Sabía que era inútil discutir con aquel médico necio: eso sólo habría avergonzado al rey en presencia de sus invitados. Noté un sabor extraño en la boca y comprendí que me había mordido las encías para mantener la sonrisa en los labios.

Entonces, una voz –una fresca voz femenina– dijo, detrás del rey:

–Quizás podría probarlo yo por vos, Majestad.

La que había hablado era una mujer, o, mejor dicho, una muchacha, porque era incluso más joven que madame: puede que tuviera dieciocho o diecinueve años y llevaba un vestido que parecía uno que hubiera descartado madame y que le daba un aire si cabe más joven. Su rostro tenía algo de infanticlass="underline" era hermosa, pero con aquellos labios demasiado grandes y aquellas pecas a ambos lados de la nariz, poseía la belleza severa y aún inmadura de la adolescencia. La masa de rebeldes tirabuzones que caían sobre su cuello, au naturel, parecía más la peluca de un hombre que los elaborados tocados que lucían las otras damas. Su piel era muy pálida, tan pálida como el helado de leche. Sin embargo, eran sus ojos lo que más llamaba la atención: eran verdes, y uno de ellos parecía un poco perezoso, como si tuviera que reflexionar un momento antes de seguir el movimiento del otro.

La joven se volvió hacia el médico.

–¿Ese es el fundamento del nuevo método, verdad? Hipótesis, investigación y finalmente deducción, ¿no?

El médico asintió a regañadientes.

–Muy bien, entonces –dijo la muchacha–. Yo seré vuestra investigación; si muero, podréis deducir todo lo que corresponda al caso.

–¡Bravo, la belle bretonne! –exclamó el rey–. ¿Y si os da un ataque, querida? Vuestros padres nunca me lo perdonarían.

–Es un honor correr ese riesgo por vos, sire.

Su voz tenía un tono sardónico, como si quisiera decir: «Son solo tonterías, y todos lo sabemos».

–Además –añadió la joven, cogiendo con destreza el cuenco que sostenía madame–, la ración es muy escasa. Así me aseguro de que, a pesar de mi inferior rango, podré probar esta maravilla de la que tanto he oído hablar.

La muchacha se llevó la cuchara a los labios.

Aquel era un momento que siempre había adorado, el momento en que alguien probaba uno de mis helados por primera vez. Evidentemente, era mucho mejor si no tenían ni idea de lo que estaban a punto de degustar, así la sorpresa era absoluta; había descubierto que, aunque creyeran adivinar qué les esperaba, no conseguían imaginar cuál sería la sensación. A veces, si la persona en cuestión era necia, se sobresaltaba y dejaba caer el cuenco; a veces, las damas solían gritar, alarmadas, llevándose a la boca la mano que aún sostenía la cuchara, como si tuvieran miedo de sufrir un ataque de hipo o de tos o de escupir lo que habían tomado. Luego, un instante después, el susto se convertía en asombro, y el asombro en placer. Eso significaba que la primera cucharada se acababa de fundir en su boca y que el sabor dulce e intenso –si yo había hecho bien mi trabajo– los empujaba inmediatamente a tomar otra cucharada, y otra más, hasta que el exceso de frío entumecía de repente el paladar y provocaba una punzada en la cabeza; en ese punto, la gente lanzaba alguna exclamación y boqueaba para absorber aire caliente y poder así fundir el hielo que se agarraba a su garganta. Sin embargo, eso también duraba sólo un momento; luego venía la batalla final entre la prudencia y la glotonería, mientras el deseo de tomar otra cucharada se enfrentaba al miedo de una nueva sensación de frío, hasta que todo el contenido del cuenco era devorado por completo y se lamía hasta la última pizca de helado licuado que quedaba en la cuchara con la que se había servido.