Sin embargo, aquella joven no gritó ni tosió. Sólo abrió mucho los ojos, mostrando durante un instante una expresión de sorpresa antes de recomponerse.
–¿Y bien? –le preguntó el rey.
Tenía una mancha blanca en el labio superior. Al cabo de un momento, la lamió con la lengua. Aunque estaba hablando con el rey, sus ojos –incluso el perezoso– se fijaron en mí más tiempo del debido, y por un instante detecté algo en ellos –un destello de algo indefinido, rápidamente reprimido– que reconocí.
Había visto esa expresión en el rostro de una mujer en otras dos ocasiones: una en el de Emilia, y otra en el de Olympe.
–Diría –observó– que es fresco y dulce como el beso de un amante en un caluroso día de verano, aunque, naturalmente, una muchacha como yo no tiene ni idea de cómo sabe tal cosa.
Algunos de los presentes se echaron a reír por lo imprudente de su ocurrencia. El rey aplaudió.
–Aquí tenéis vuestra respuesta, Félix… Como siempre, habéis sido demasiado prudente. Y la belle bretonne se ha tomado vuestra ración de helado de fresas, de modo que os quedaréis sin probarlo.
–No deseo probarlo, sire –repuso el médico, con aire contrito–. No sería un buen médico si no siguiera mis propios consejos.
Las damas y los nobles de la corte se apiñaron en torno a mí y a Audiger, más impacientes si cabe por el hecho de que no habría bastante para todos. Un momento después, el helado de fresas había desaparecido. Las risas y las exclamaciones de sorpresa llenaban el aire. Las mujeres se quedaron de piedra por el estupor, con los carrillos hinchados tras el primer bocado; los hombres se reían de ellas, aunque hacían muecas no menos desconcertadas. Algunos trataban de fingir que no era nada nuevo ni notable para ellos, aunque se llevaban a la boca las cucharadas con gran desenvoltura, con una cínica sonrisita en los labios, aunque sus gargantas se enfriaban más deprisa y eran los que sentían las primeras punzadas de dolor en la cabeza. Vi a un elegante cortesano dando un paso atrás, como si le hubiesen disparado en la espalda, con los ojos fuera de las órbitas. La sonrisa afectada en el rostro de otro se convirtió en una risotada de alegría infantil, mientras un tercero se puso a cantar por la sorpresa.
–¿Y bien? ¿Qué os parece? –les preguntó el rey, impaciente.
Todos se afanaban por acercarse a él para decir que era lo más asombroso que habían probado en su vida y que ninguna otra corte era capaz de ofrecer tantos prodigios como la francesa. El monarca asintió con la cabeza, complacido; entonces, señalándonos a Audiger y a mí, exclamó:
–¡El gran Demirco! ¡Audiger! ¡Los maestros pasteleros de Francia!
La corte aplaudió, batiendo las manos enguantadas. Audiger y yo les dimos las gracias haciendo elegantes reverencias a derecha y a izquierda.
Así eran las comidas al aire libre en la corte de Luis XIV.
–¿Y vos, lord Buckingham? –preguntó el rey, dirigiéndose al inglés–. ¿Qué os parece?
–Muy refrescante –repuso el visitante, colocando la cuchara en el cuenco vacío–. Estoy seguro de que a mi rey le gustaría saber cómo se elabora.
–Desgraciadamente, eso es imposible. Demirco y sus colegas son muy cuidadosos a la hora de guardar los secretos de su arte. Y hay cosas que ni siquiera un rey puede ordenar.
–Estoy convencido de que Su Majestad puede conseguir todo lo que desea –dijo el inglés, secamente.
–¿Estamos hablando del helado de fresas o del puerto de Dieppe?
Risas.
Me dio la impresión de que los fragmentos que conseguía entender de lo que estaban hablando formaban parte de otra conversación, como un partido de paille maille, en el que los lanzamientos más importantes son los que se elevan a dos metros del suelo.
–Además, vosotros, los ingleses, tenéis unos gustos muy particulares en cuestión de postres. Creo que lo que más os gusta son las tortitas –decía el rey, provocando más risas.
Al menos era capaz de seguir aquella parte de la conversación: las tortitas eran un plato holandés, y los holandeses eran contra quienes estaban conspirando ahora los franceses; la segunda potencia de Europa enfrentándose a la primera, para adueñarse de las tierras que los holandeses habían robado al mar. O algo así. Oía las conversaciones sobre política que se mantenían en el laberinto de las cocinas y las despensas en los sótanos de Versalles, pero no les prestaba demasiada atención.
–¿Qué decís vos, Demirco? –Para mi sorpresa, el rey me estaba mirando fijamente–. ¿Podríamos prepararle un helado al rey Carlos de Inglaterra, algo tan delicioso que le hiciera olvidarse para siempre de las tortitas? ¿Un postre que le recordara a Francia, a los largos años de exilio durante los cuales disfrutó de nuestra hospitalidad, para que no se olvide de sus viejos amigos con el ansia de degustar de nuevo las tartas y los potajes ingleses?
El rey dijo «las tartas y los potajes» en un tono jocoso, provocando una vez más las risas y los aplausos de sus cortesanos.
–Por supuesto, sire –dije, sin estar seguro de si Luis estaba bromeando o no–. Como guste Su Majestad. Pero ¿no se habrá derretido antes de que pueda probarlo?
–Es posible –repuso el rey, encogiéndose de hombros.
Me pregunté si no habría dicho alguna inconveniencia.
De pronto, Audiger recuperó el habla.
–Sire, para mí sería un honor preparar un helado digno de que Su Majestad lo ofrezca al rey de Inglaterra.
Miré a Audiger, desconcertado. ¿Qué quería decir? ¿No estaría pensando que era capaz de preparar un helado que superara a los míos? Al parecer, así era. Me miraba con frialdad. Aquella sería su venganza por haber acaparado toda la atención del rey.
–¡Ah, signor Demirco! ¡Parece que os han desafiado! –exclamó Luis, con regocijo–. ¿Aceptáis el reto?
Hice una reverencia.
–Por supuesto.
–¡Estupendo! Invitaremos a participar a Procopio y a… ¿Cómo se llama ese otro pastelero? El signor Morelli. Cada uno dará lo mejor de sí, y… lord Buckingham, antes de partir tal vez nos haríais el honor de juzgar nuestra pequeña competición.
–Será un placer. Pero ¿cuál será el premio?
Luis reflexionó un instante.
–Ésta gente no ha parado de presionarme para tener un gremio. Digamos que el que elabore el mejor sorbete será nombrado su presidente.
Por el rabillo del ojo vi que Audiger se ponía rígido. Si no hubiésemos estado en presencia del rey, habría lanzado un suspiro. De todo aquello no podía salir nada bueno.
–¿Esta es tu forma de darme las gracias? –dijo Audiger, jadeando mientras ascendíamos la colina en dirección a palacio.