–¿Qué quieres decir?
–Estoy hablando de tu actitud condescendiente conmigo en presencia del rey. Por no hablar de esa joven bretona… ¡Qué insolencia! Seguro que lo tenía todo planeado.
–¿La morena? ¡Pero si nos ha hecho un favor! De no haber sido por ella, nadie habría probado el helado.
–Obedecía las órdenes de madame, puedes estar seguro de ello.
–¿Por qué? ¿Quién es?
Audiger hizo un gesto con la mano, como si quisiera obviar la pregunta.
–Una de las damas de compañía de madame. Aparte de eso, nadie importante. Pero si yo no hubiese estado allí para salvar el honor del rey y aceptar el desafío…
–¿Cómo?
–Si yo no hubiese estado allí –repitió Audiger– el rey se habría sentido avergonzado ante su invitado inglés. Aunque sólo sea por eso, él me convertirá en vencedor.
–¿Qué piensas prepararle?
Audiger adoptó una expresión burlona.
–Aún no lo sé, pero cuando lo sepa no pienso decírtelo. Algo glorioso. Quizás algo que simbolice el brillo del sol.
Por supuesto, pensé, lanzando un suspiro: el sol. Era la respuesta de todos los cortesanos. Personalmente, si yo fuera el rey, estaría harto de cajas de tabaco con el sol estampado en relieve, de espejos decorados con soles, de joyas con forma de sol, de cuadros embellecidos con soles, de muebles adornados con soles… Pero a Luis no parecía molestarle. Quizás fuera una ventaja tener un único símbolo asociado a su nombre, del mismo modo que en Florencia las tres bolas de los Médici estaban en todos los palacios y las iglesias.
–Tal vez deberías servirle un helado que estuviera derretido –le sugerí–. Ya sabes, para simbolizar el calor deslumbrante del sol que emana del rey.
–Un día –dijo Audiger, con gravedad– esa lengua tuya te meterá en un lío. Y sospecho que ese día llegará antes de lo que esperas.
En eso, como se vería más adelante, estaba muy equivocado. No fue mi lengua la que me metió en un lío ese día, sino mis ojos, cuando vieron a cierta dama de compañía de ojos verdes y pelo oscuro. Sin embargo, no le hablé de ella a Audiger. No tenía ningún sentido hacerle partícipe de mi interés.
Carlo
Debe mezclarse el sorbete con un tenedor mientras se congela, a fin de ablandar los cristales y romper el hielo.
El libro de los helados
Unos días más tarde estaba dando un paseo por el jardín de rosas, sumido en mis pensamientos. Estaba pensando en la competición del rey y en lo que debería preparar, aunque también reflexionaba sobre mi futuro.
Parecía que mi asociación con Audiger, tensa desde hacía tiempo, se estaba convirtiendo finalmente en rivalidad, con la presidencia del gremio como recompensa. Me remordía la conciencia –si Audiger no me hubiese rescatado de la corte de los Médici, quién sabe cuánto tiempo habría tenido que resistir allí–, pero no se podía ser agradecido eternamente. Y, a decir verdad, me había dejado perplejo el hecho de que el francés pensara que podía superarme a la hora de crear un helado. Siempre había creído –no: siempre había sabido– que en aquel aspecto de nuestro trabajo mi supremacía estaba clara.
Las palabras de Luis al inglés habían constatado que, en su opinión, sólo era necesario un pastelero, y yo simplemente debía asegurarme de ser el elegido. No había otra opción: tenía que ganar la competición y Audiger debería ceder ante mí.
Había un lugar al que iba de vez en cuando para estar solo, cuando quería huir de las constantes idas y venidas de los cortesanos: un bosquecillo de nísperos cuyas ramas más bajas creaban una especie de banco oculto. Me dirigía hacia allí cuando descubrí que, después de todo, no estaba solo. Había una mujer leyendo justo en el mismo sitio donde tenía pensado sentarme.
Sólo cuando estuve muy cerca vi de quién se trataba. Era la joven de ojos verdes, la que había probado mi helado. Me puse contento: no pensaba que tendría la ocasión de volver a verla tan pronto.
–Madame –dije, inclinando la cabeza–. Buenos días.
–Mademoiselle –me corrigió, levantando un instante la mirada–. Soy mademoiselle Louise de Keroualle.
–Le pido disculpas, mademoiselle. Yo soy…
–El gran Demirco, el heladero–dijo ella, lacónicamente–. Sí, lo sé.
Incliné nuevamente la cabeza, esperando que dijera algo, pero ya había retomado su lectura.
–Mademoiselle, debería daros las gracias por haber probado mi helado el otro día –dije–. Si no lo hubierais hecho, estoy seguro de que aquel médico necio habría convencido al rey de que no lo degustara.
–Bueno, de momento no he tenido ningún ataque –repuso, volviendo una página–. Aunque vuestra creación sí ha tenido ciertos efectos desagradables.
–¿En qué sentido?
–Desde entonces, toda la corte no habla más que de helados. Era imposible hacer otra cosa. He tenido que venir aquí para huir de vos y leer mi libro en paz. Y ahora estáis aquí, en carne y hueso.
Lo dijo con tanta naturalidad que por un momento me pregunté si realmente le molestaba mi presencia. Pero entonces me acordé de la ansiedad con la que había devorado mi helado de fresas y decidí insistir.
–¿Y qué hacéis aquí, en la corte, mademoiselle? Normalmente no suele ser un lugar donde se lean libros.
–Si os interesa saberlo, estoy esperando–respondió, tras dudar unos instantes.
–¿Esperando a quién?
–A mi esposo.
–¿Y hace mucho que lo esperáis?
–Desde hace unos tres años. Ya veis, no tengo marido.
Ligeramente confundido por aquella frase sin sentido, dije:
–Creía que a una mujer joven y bonita como vos no le faltarían pretendientes.
No reaccionó a mi cumplido en alguna de las dos formas que yo había previsto: no se ruborizó con gracia, como habría esperado de haber correspondido a mi interés, pero tampoco me miró con desprecio, para darme a entender que no estaba receptiva. Simplemente lanzó un suspiro, como si ya hubiese tenido aquella misma conversación en muchas ocasiones.
–¿Queréis galantearme? Os ruego que no lo hagáis, signor Demirco. ¿No os lo han dicho? Soy demasiado pobre para ser cortejada.
–¿Qué queréis decir?
–Sólo quiero decir que nadie les ha explicado a mis padres el precio que tiene hoy en día un buen marido: casi una docena de elegantes vestidos, un palacio en la ciudad, un coto de caza, las deudas saldadas y las pérdidas en las cartas restituidas. –Hablaba en un tono ligero, aunque me pareció ver un destello de rabia en su mirada–. Han hipotecado las últimas propiedades que les quedaban y comprado a su hija mayor un puesto en la corte, con la esperanza de que la excelencia de su espíritu consiga que algún rico cortesano se olvide de la pobreza de su familia y nunca se dé cuenta de su error.
–Lamento oír eso.
–No me compadezcáis, signor. En cualquier caso, aquí no estoy perdiendo el tiempo. Mientras espero, soy la dama de compañía de madame Enriqueta.
Al no estar seguro de si continuaba hablando en sentido irónico, guardé silencio.
–Oh, madame es una gran persona –exclamó, con repentina pasión–. No es una de esas bellezas de la corte afectadas que se contentan con bordar cojines y concertar citas amorosas. –Había cerrado el libro, pero me di cuenta de que había metido el pulgar en él para no perder el punto. Bajé la mirada y me llevé otra sorpresa: no estaba leyendo un relato romántico, sino los Principios de la filosofía, de Descartes–. Está trabajando en un importante acuerdo diplomático: una alianza entre su hermano, el rey de Inglaterra, y su… –Dudó un momento–. Su protector, el rey de Francia, como pudisteis ver vos mismo ayer.
Sacudí la cabeza.
–Sólo vi a algunos cortesanos ociosos, un partido de paille maille y un baile.
–En esta corte, bailar es diplomacia. Y, aunque pueda resultar divertido, lanzar polvo a los ojos de los ingleses no es tan fácil como hace que parezca madame.