–¿Polvo?
–Disculpadme –dijo, de repente–. Estoy hablando de asuntos sobre los cuales no debería decir nada. –Se puso en pie–. Deberíais hacerme un gran favor, signor: olvidar que hemos tenido esta conversación.
–¿Olvidar qué? –le pregunté, perplejo–. No habéis dicho nada; nada trascendental, al menos.
Había empezado a alejarse, pero se detuvo. Una vez más, su ojo perezoso parecía posarse en mí más tiempo que el otro.
–Me alegro de que penséis así –dijo, en tono burlón–. Por mi parte, creía haberos revelado los secretos más profundos de mi corazón.
Cuando se disponía a entrar en el jardín de rosas, sentí un impulso y le grité:
–Tal vez volvamos a vernos.
No se detuvo, pero su voz llegó flotando hasta mí.
–Si ambos seguimos buscando lugares donde estar solos, podéis estar seguro de ello, signor Demirco.
«Olvidadlo», me había dicho, pero, para mi sorpresa, descubrí que no podía hacerlo. No era su aspecto, o al menos no era sólo eso. La corte de Francia estaba llena de mujeres bonitas; pero lo cierto es que, según los cánones imperantes, ella no era ninguna belleza: su ojo perezoso, casi estrábico, no era ciertamente ningún punto a su favor. No, había algo más, algo en su forma de comportarse.
En italiano existe una palabra, stizzoso, para definir a una persona quisquillosa, insatisfecha, incluso enojada; como un puerco espín o un erizo. Entre las damas lánguidas y refinadas que habitaban en la corte había visto muy pocos erizos. Pero Louise de Keroualle era uno de ellos.
«Tal vez volvamos a vernos…». Qué torpe había sido… Sin embargo, no me había rechazado. «Podéis estar seguro de ello».
Desde entonces, había visitado el bosquecillo de nísperos media docena de veces, pero ella no estaba.
Olympe esperó a que acabáramos de hacer el amor y a que ambos estuviéramos tumbados, con mis pies junto a su cabeza, en la enorme cama con dosel, antes de decir:
–Hoy estabais distraído.
Volví la cabeza y le di un beso en su regordeta pantorrilla.
–Eso jamás.
–¿Quién es ella?
–¿Qué queréis decir? No hay nadie, salvo vos.
–Embustero. –Olympe me empujó con el pie y se sentó, apoyándose en un brazo–. Contadme. A decir verdad, prefiero las intrigas a los cumplidos. Tal vez pueda ayudaros a seducirla, sea quien sea.
–Hay una muchacha… –dije, a regañadientes.
–Sí, por supuesto. ¿Quién es? Vamos, decídmelo.
–Louise de Keroualle. No sé por qué, pero me parece fascinante.
–¡Ah, ella! –Olympe volvió a tumbarse en la cama–. Olvidadla. No podréis hacerla vuestra. Nadie podrá.
–¿Por qué no?
–Porque no está casada, naturalmente. –Al ver mi expresión de perplejidad, se explicó–. Se puede tolerar la infidelidad en una esposa o en una amante; en realidad, es algo que se espera en un lugar como éste. Pero una prometida en potencia, sobre todo una indigente como la pobre Louise de Keroualle, sólo puede ofrecer su virginidad. Lamentablemente, es demasiado pobre para que alguien de esta corte piense ni siquiera en desposarla. Así pues, seguirá siendo virgen toda su vida, a menos que sus padres se den cuenta de su error y la ofrezcan en un mercado menos exigente.
–Hacéis que parezca un objeto que está a la venta.
–Por supuesto. Nosotras, las mujeres, estamos todas a la venta, sólo que algunas preferimos ocuparnos personalmente de las negociaciones o conceder nuestros favores de vez en cuando. –Olympe se desperezó voluptuosamente–. En cualquier caso, no es adecuada para vos. Esa muchacha censura a todo aquel que se divierte.
–¿Queréis decir que os censura a vos?
–¿Os podéis imaginar –continuó Olympe, sin responder a mi pregunta– cómo sería en la cama alguien así? Lo único interesante sería ver si sois capaz de llevarla hasta allí. Después de eso –añadió, encogiéndose de hombros–, solo quedaría el hastío.
–Seguramente debe pensar que la cama es un lugar para leer libros.
Olympe se echó a reír.
–He encontrado un libro que me gustaría que leyéramos juntos –dijo, en tono burlón–. Las Posturas, de Aretino. La corte está encantada con él. Ilustra veintisiete posiciones distintas, y hay al menos cuatro que aún no hemos probado.
Contemplé su cuerpo desnudo.
–¿Cuándo volveré a veros?
–¿Así? Eso dependerá de si intentáis hacer algo con la joven De Keroualle.
–Habéis dicho que no puedo tenerla.
–Y no podéis. –Dejó que sus cortas y voluptuosas piernas colgaran de la cama y luego se dirigió a la antecámara, donde la estaba esperando el baño–. Aunque no creo que eso os impida intentarlo, ¿verdad?
No volví a ver a Louise de Keroualle hasta casi una semana después. Los días eran muy calurosos, y las damas y los caballeros de la corte no paraban de pedir cordiales helados y licores refrescantes, por no hablar de las preparaciones para la competición del rey. Aunque no la veía, no dejaba de pensar en ella, por lo que dedicaba mucha menos atención de la debida a la competición del rey.
Estaba en el depósito de hielo, supervisando la preparación de unos sorbetes, cuando una voz femenina dijo:
–Disculpad.
Era ella. Llevaba un vestido de manga corta muy sencillo, de lino marrón. Me di cuenta de que el frío del depósito le había puesto la piel de gallina en los brazos y en su delicado cuello. Pensé de repente cómo sería dar un paso al frente, agarrar aquellos aterciopelados brazos y frotarlos con las manos hasta aliviar sus escalofríos…
–Mademoiselle de Keroualle –dije–. ¿A qué debo este placer?
Quizás hablé con excesivo entusiasmo; en cualquier caso, me pareció que me miraba con desconfianza.
–Si esto es un placer, signor, entonces es que es muy fácil complaceros.
No pensaba dejarme disuadir por su escasa amabilidad.
–Si analizáis un cumplido tan inocente, puede que seáis demasiado susceptible.
–Tal vez –repuso ella, lanzando un suspiro–. En realidad, ha sido madame quien me ha enviado. Quiere una copa de agua de achicoria helada.
–Por supuesto. Yo mismo se la prepararé. Pero tardará unos minutos.
–Puedo esperar.
Se apoyó en una de las estanterías de piedra de la pared, cruzando los brazos sobre el pecho para protegerse del frío mientras yo empezaba a reunir todo lo que necesitaba. De vez en cuando le lanzaba una mirada, esperando que mis sonrisas fueran contagiosas, pero ella se limitaba a mirar a su alrededor, como si sintiera curiosidad por todo lo que la rodeaba.
Al fondo del depósito había un montón de bloques de hielo, listos para ser machacados, esculpidos o triturados. –Qué bonitos son –dijo, en voz baja.
–¿Bonitos?
Nunca los había contemplado bajo esa óptica. Para mí eran sólo bloques, un material tosco con el que trabajar, aunque en cierto sentido sí eran bonitos. Me di cuenta de ello en aquel momento, como si cada uno de los bloques fuera de pórfido o de mármoclass="underline" algunos eran transparentes como el cristal, otros opacos, y los había que tenían corazones o espirales blancos en su interior, como el agua que se vuelve turbia cuando se remueve. Los bloques eran bajos y largos como una mesa, y a la luz del depósito emitían una especie de reflejo frío y plateado.
–Son tan puros… –dijo ella–. Resulta muy extraño en pleno verano.
–Estos bloques han llegado en carro directamente de las bodegas del rey en Besançon. No hay un hielo mejor en todo París. –Contemplé sus brazos y el delgado vello de su piel erizándose de nuevo–. Estáis helada. Acercaos, dejadme que os frote…
–Gracias –dijo de inmediato, alejándose–. No es necesario. Como vos, estoy acostumbrada al frío.
–¿De verdad?