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–Así pues, el duque inglés…

–Ha venido, para deleite de Luis, con la intención de negociar los términos de un acuerdo que en realidad ya ha sido decidido. Pero, naturalmente, no debe sospecharlo… Debe creer que, gracias a su encanto y a su capacidad de negociación, ha conseguido obtener exactamente lo que se le ha encomendado. Volverá a Inglaterra con el traité simulé, su parlamento lo aprobará y nadie sabrá la verdad. A eso se refería Louise cuando se le escapó ese comentario sobre lanzar polvo a los ojos de los ingleses.

Asentí, aunque me parecían insólitas las complejas intrigas de la diplomacia francesa.

–Este plan, como es sabido, ha sido la gran preocupación de madame Enriqueta desde que su hermano recuperó el trono –continuó Olympe–. Sin embargo, se ha encontrado con muchos obstáculos, entre ellos la hostilidad de los cortesanos que se oponen a una alianza con protestantes y regicidas. Madame ha tenido algunos ataques, y los médicos pensaron que había sido envenenada.

–No lo sabía.

–Por supuesto que no. Son asuntos delicados y secretos. –Olympe se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes–. Pero si la pequeña Louise de Keroualle, a su tierna edad, se ha convertido en la confidente de madame, no debe de ser la muchacha ingenua que yo creía que era.

Pensé en su voz sardónica, en su mirada inteligente y perezosa.

–Está claro que no es ninguna estúpida.

Olympe asintió con la cabeza.

–Lo cual puede suponer un problema para mí.

–¿Para vos? ¿Por qué?

–Porque espero que algún día el rey regrese a mi lecho de forma más definitiva, naturalmente –dijo, sin más–. Ha elegido a su amante actual entre las damas de compañía de madame y debo tener cuidado de que no vuelva a hacerlo. Puede que haya llegado el momento de que la hermosa e inteligente mademoiselle de Keroualle vuelva a Bretaña. –Posó su mirada sobre mí–. En cuanto a vuestro pequeño problema, tiene fácil solución.

–¿De veras?

Olympe se levantó y se dirigió a la alcoba.

–Sé que dije que de momento no haríamos esto, pero las intrigas me parecen extrañamente excitantes. Venid: vuestra cura os está esperando.

Poco después dijo:

–Entonces… ¿pensáis que vuestra pequeña virgen os habría entretenido así?

Me eché a reír.

–Tenéis razón, como siempre. Es demasiado aburrida para mí. No pensaré más en ella.

–No os precipitéis –dijo.

Algo me alertó en su tono de voz.

–Olympe, ¿qué estáis tramando ahora?

–Se me ha ocurrido una idea –admitió–. Una idea deliciosa… Siempre tengo las mejores ideas mientras hago el amor. Es muy sencillo. ¿Por qué no la desposáis en vez de seducirla?

–¿Desposar a Louise?

–Sí. Es perfecto, ¿no? Después de todo, algún día tendréis que casaros, y deberíais hacerlo con alguien que contribuya a vuestros intereses. Tenéis dinero… dinero reciente, de acuerdo, pero alguien en su posición no puede hacerse de rogar, y el tiempo corre; ya debe de tener al menos veinte años. Sin embargo, pertenece a una buena familia, y está claro que al rey le gusta: desposándola, consolidaréis vuestra posición.

Guardé silencio durante un momento.

–¿Y luego?

Ella se encogió de hombros.

–En cuanto se quede encinta, la instaláis en una casa que no esté demasiado cerca. No tiene que afectar al resto de vuestras actividades. –Me puso una mano en el brazo, acariciándolo perezosamente–. Incluso puede facilitarlas. Hay muchas mujeres que prefieren tener una relación con un hombre casado que con un soltero. Mataríais dos pájaros de un tiro.

–Y eso también favorecería vuestros intereses, alejando de la corte a Louise de Keroualle.

–Por supuesto. En caso contrario, no os lo habría propuesto.

Pensé en ello. Era cierto que debía casarme pronto; y también era cierto que mi fortuna y la protección del rey significaban que podía contraer matrimonio con una mujer bien situada. Ya había conseguido una posición que nunca habría imaginado; pero con la esposa adecuada y, como esperaba, la presidencia del gremio, no habría ningún motivo que me impidiera llegar mucho más lejos.

–De acuerdo, lo pensaré –dije.

Olympe se limitó a sonreír enigmáticamente.

Carlo

Para preparar nieve: coger una jarra con dos cuartos de galón de crema espesa y ocho claras de huevo y batir con una chuchara. Luego, coger un palito y cortar la punta en cuatro; perfumar la mezcla con esencia de bergamota o agua de rosas y batirla enérgicamente hasta montarla.

El libro de los helados

En Florencia, a veces, Ahmad contaba historias mientras trabajábamos. Eran historias que trataban sobre muchas cosas, aunque en cierto sentido siempre estaban relacionadas con el hielo.

Una de ellas era sobre nuestros patronos y un hombre que había trabajado para ellos hacía ciento cincuenta años. La historia tuvo lugar durante un invierno en el que habían nevado en Florencia. Los hijos de Pedro de Médici intentaron hacer un muñeco de nieve, pero como eran muy pequeños e inexpertos, no lo consiguieron. Entonces, Pedro llamó a uno de los artistas que había trabajado para su difunto padre y le ordenó que esculpiera un muñeco de nieve.

El joven intentó explicarle que la nieve no era el material más adecuado para su talento. Pedro de Médici le dijo que terminara antes de que saliera el sol.

Durante toda la noche, a la luz de la luna, el artista esculpió la nieve como si fuera un bloque del mejor mármol de Carrara, con las manos cubiertas con trapos empapados y helados para protegerse del frío.

Por la mañana, los príncipes Médici salieron al patio para ver lo que había hecho. Era, como escribió un contemporáneo, el muñeco de nieve más hermoso que alguien hubiera visto jamás. Sin embargo, durante el día aumentó la temperatura, y con el clima más templado llegó también la lluvia. Muy pronto no quedó nada de la primera escultura de Miguel Ángel, salvo una delicada estalagmita de hielo, como el muñón de un diente podrido, el único elemento blanco que quedaba en el patio.

En aquel momento, Ahmad hizo una pausa.

–Hay gente que cuenta esta historia para ilustrar la fugacidad de la belleza y la tiranía del tiempo, muchacho. Pero para mí significa algo distinto. Dos cosas distintas, en realidad. En primer lugar, cuando los Médici te ordenan que saltes, sólo debes preguntar hasta qué altura. Y en segundo lugar… –Posó sus pensativos ojos en mi impaciente mirada–. Y en segundo lugar, protege siempre el hielo de la lluvia.

Hice un muñeco de nueve para Louise de Keroualle.

Seguramente no era tan espectacular como el de Miguel Ángel, pero en cambio era comestible.

Primero tuve que preparar la nieve. Leche y azúcar, aromatizadas con agua de rosas y mezcladas con claras de huevo y batidas con un palo trenzado. Congelé la espuma cuando estuvo tan ligera que se quedó pegada al palo, convirtiéndola en los más puros y delicados copos de nieve.

Con esa espuma confeccioné dos bolas, una para el cuerpo y otra para la cabeza, añadiendo un sombrero de caramelo crocante y una boca sonriente de naranja recubierta de azúcar. Los ojos eran pasas sultanas y la nariz una cereza conservada en licor. En una mano, el muñeco sostenía una escoba hecha con romero, mientras que en el pecho, a modo de corazón, tenía una rodaja de fresa caramelizada.

Y, para terminar, hice que nevara.

Era una hazaña inventada, supuestamente, por el gran Buontalenti, que Ahmad había ensayado en muy pocas ocasiones. Después de rociar con agua de rosas una mezcla de hielo y salitre, las gotitas se transformaban en unos cristales tan ligeros que no se caían ni se despegaban, sino que quedaban flotando en el aire como motas de brillantes hojas de oro.