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Louise no tardó mucho en volver a visitarme: todos los días me llegaba la orden de preparar un agua de achicoria helada para ayudar a madame a hacer la digestión, y Louise o alguna de las otras damas de compañía venían a recogerla. Esperé hasta que vino ella con la orden habitual, y, con brusquedad, le dije:

–Ya está preparada.

Levantó las cejas mientras miraba a su alrededor.

–No la veo.

–Está allí dentro.

Le indiqué con un gesto de la cabeza la puerta que debía cruzar.

Parecía desconfiar, pero no dijo nada y me obedeció. La oí lanzar un grito ahogado, y luego se hizo el silencio.

No me moví de mi sitio. De pronto me di cuenta de que no sabía si le gustaría o no.

Luego, algo frío y húmedo me golpeó en la sien. Me volví súbitamente. Vislumbré unos ojos sonrientes y llenos de júbilo antes de que una segunda bola de nieve, lanzada con la otra mano, me golpease en el cuello.

–Signor Demirco, ¿venís o no? –me preguntó–. No puedo hacer una guerra de nieve sola.

La seguí. La racha de aire que provoqué al entrar en el segundo depósito hizo que la nieve se arremolinara a mi alrededor, brillando a la luz de una vela de cera de abeja.

Ella se dio la vuelta, con las manos empapadas, y me lanzó otra bola de nieve; sin embargo, fue demasiado rápida, y se desintegró sobre mi abrigo. Entonces –no pude contenerme– di dos pasos y ella estaba entre mis brazos. Sus labios –aquellos labios pálidos y frescos– sabían a agua de rosas y a azúcar y estaban cubiertos de copos helados que parecían fragrantes y delicados granos de polen.

Durante un largo instante la besé y ella me correspondió –estaba seguro de ello–, su cálida boca contra la mía. Luego, lanzando un repentino grito ahogado, se apartó de mí con una expresión de horror en el rostro.

–¿Qué estáis haciendo? –gritó.

–Esperad –dije–. Louise, dejad que os explique. Quiero…

Pero ya se había ido. Sentí que entraba una ráfaga de aire caliente a través de la puerta, como las olas del mar rompiendo sobre un banco de arena, y a mi alrededor vi que la nieve se convertía de nuevo en agua, como el oro de los necios.

Intenté escribirle una carta, pero la hoja de papel era un impoluto campo de nieve que sólo habría echado a perder con los trazos de mi pluma. Decidí mandarle el muñeco de nieve en una fuente que cargaron dos lacayos, dirigido a Louise de Keroualle en los aposentos de madame Enriqueta, duquesa de Orleans.

Me lo devolvieron una hora después. Lo habían rechazado. Después de las idas y venidas por todo el palacio, estaba casi derretido.

Fui a visitarla, pero no me dejaron entrar. Así pues, estuve merodeando cerca de los nísperos, esperando encontrarla.

Finalmente la vi dirigiéndose al bosquecillo. Llevaba algo en la mano. Parecía un chal.

–¡Louise! –la llamé.

Por un momento volvió la cabeza y me pareció que dudaba, pero acto seguido empezó a andar a toda prisa. La perdí de vista detrás de un seto y eché a correr para alcanzarla. En esa parte de Versalles, los jardines eran como un laberinto, una serie de patios y parterres conectados entre sí, aunque cada uno no resultaba visible desde el contiguo. No estaba en el siguiente jardín, aunque a través de un agujero del seto pude ver parte de su vestido.

Al final, en una curva del camino, junto a una fuente, la vi.

–¡Louise! –volví a llamarla.

Sin embargo, vi que se reunía con un reducido grupo de gente entre la que se encontraba su señora, madame Enriqueta, sentada en un banco de piedra. Incluso a esa distancia pude ver lo frágil y sumisa que era. A su lado estaba el rey, junto a Buckingham y dos ministros.

–No es nada, de verdad –dijo en voz baja madame cuando Louise le cubrió la espalda con el chal–. Sólo ha sido un leve mareo, Majestad.

–El aire es bastante frío –observó Buckingham–. ¿No preferís entrar?

El rey me había visto.

–Signor Demirco, ¿a quién estáis buscando?

Me di cuenta de que lo estaba mirando con cara de tonto.

–Majestad… Me preguntaba si a madame la condesa le apetecería un cordial. Sé que a veces toma achicoria helada para hacer la digestión.

Luis miró a madame con expresión inquisitiva.

–Tal vez un poco más tarde –dijo ella, con un hilo de voz–. Podríais mandarme una copa a mis aposentos.

–¿Signor Demirco? –me interpeló el rey cuando ya me retiraba.

–¿Majestad?

–¿Cómo va la elaboración del helado para el rey de Inglaterra? Ya sabéis que esperamos algo maravilloso.

Me incliné de nuevo.

–Aún no he dado con nada apropiado, sire.

Una expresión de ligera sorpresa cruzó el rostro del rey.

–Bueno, no esperéis demasiado.

Se volvió hacia los demás, y mientras yo me alejaba, con las orejas rojas por la vergüenza, escuché lo que dijo:

–Italiano… Poco fiable, pero muy creativo: ya veréis, señor duque, ya veréis.

Esperé hasta que regresaron a palacio. El rey estaba señalando en la otra dirección, seguramente para explicarle al inglés sus planes para ampliar los jardines, ya de por sí magníficos. Louise se rezagó un poco. Aproveché la ocasión para alcanzarla.

–Necesito hablar con vos.

Ella lanzó una ojeada al rey.

–¿No creéis que ya le habéis ofendido bastante en un solo día?

Miré hacia el lugar donde el rey dibujaba fuentes imaginarias en el aire.

–Le he dicho que aún no he preparado su helado. ¿Os parece eso tan ofensivo?

–Habéis dado a entender, en presencia de un visitante extranjero, que ir tras una dama de compañía es más importante que una orden del rey. Puede que la falta de respeto sea leve, pero podéis estar seguro de que, si quiere hacerlo, él la recordará.

–No iba detrás de vos.

–Me alegra oír eso. Entonces es que había otros motivos urgentes para correr en mi dirección.

–He venido a deciros que os amo.

Ella se detuvo de repente. Luego, con una expresión tensa, siguió caminando hacia palacio.

–No os burléis de mí.

–Hablo en serio, Louise. Mis sentimientos por vos son totalmente sinceros.

– Olympe de Soissons se ha librado de vos, ¿verdad? –Ella captó mi expresión de asombro–. Oh, ¿acaso pensabais que nadie lo sabía? Esto es la corte, signor. Los secretos son el único tema de conversación de la gente.

Hice un gesto.

–Ella no significa nada para mí. No es más que una diversión; eso es todo.

–Mientras que yo, naturalmente, significaría mucho más. –Lo dijo en un tono sardónico, pero ralentizó un poco su paso–. Os ruego que me entendáis: no pretendo menospreciar vuestros sentimientos, pero cuando llegué a la corte cometí un gran error. Permití que mi nombre se relacionara con el de un hombre… un hombre de alta cuna, pero que se había visto envuelto en escandalosas relaciones. Nadie lo criticó por ello, por supuesto, pero me vieron con él y dieron por sentado que yo me comportaba igual que esas otras mujeres, y mi reputación quedó manchada. De no haber sido por madame, hubiera tenido que abandonar la corte deshonrada. No volveré a cometer el mismo error.

–Ni yo os pediría que lo hicierais. Quiero desposaros, Louise.

Volvió a detenerse, con los ojos abiertos como platos.

–Cuento con el favor del rey; mi posición aquí es segura –proseguí, rápidamente–. Y vos seríais de gran valor para mí; ya sabéis cómo funciona la corte…

Hice una pausa al ver la expresión de sus ojos.

–¿Cómo? –dijo ella, con incredulidad.

–Quiero desposaros.

Por un momento me miró como si me hubiera vuelto loco.

–Soy Louise Renée de Penancoët, dama de Keroualle, la hija mayor de la familia más antigua de Bretaña –dijo, con voz deliberadamente lenta–. Nuestro linaje se remonta a la época anterior a las Cruzadas.