–¿Y qué? Me dijisteis que vuestros padres os enviaron a la corte para encontrar un marido…
–Me enviaron aquí para encontrar un duque. O, al menos, el hermano menor de un duque. –Sacudió la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba pasando–. Os ruego que me entendáis, signor: personalmente, no tengo nada contra vos. Si fuerais de familia noble, estoy convencida de que mi padre pasaría por alto el hecho de que sois un italiano frívolo, hedonista y libertino que no sabe hacer nada más que preparar exquisiteces para cortesanos glotones… cuando no se dedica a seducir damas de compañía, claro está. Pero a menos que seáis un Médici o un Mazarino, me temo que no estará muy dispuesto a considerar tal amplitud de miras.
Enojado, le contesté:
–No sé quiénes son mis padres. Solo sé que eran pobres y que me abandonaron a mi suerte.
Ella lanzó un suspiro y me pareció que hablaba con menos acritud.
–Lo siento mucho. Pero deberíais saber que poder elegir vuestro propio destino puede ser una bendición.
Comprendí lo que quería decir.
–Así pues, en realidad no queréis desposar un noble…
–No tengo elección –dijo, con rotundidad–. No comparto necesariamente la obsesión de mis padres por la estirpe y la nobleza, pero son mis padres, y debo doblegarme ante sus deseos. Es mi deber.
–Nada de matrimonio, entonces –dije, con terquedad–. Muy bien. Pero eso no significa que…
–¡Oh, no! –me interrumpió–. No penséis ni por un instante que soy como vuestra amiga Olympe.
–No pretendía sugerir que lo fuerais –mascullé.
Sin embargo, Louise me miraba como si de repente se le hubiera ocurrido una idea.
–¿Ha sido ella quien os ha empujado a actuar así?
Debió de leer la respuesta en la expresión de mi rostro, porque acto seguido añadió:
–Por supuesto. ¡Qué bonito! Ésa es su idea de una broma, ¿verdad?
–¡No! –protesté.
–¿De veras? Burlarse de mi difícil situación es la clase de cosa que la divierte. –Esbozó una tímida sonrisa–. Supongo que es su forma de vengarse por lo que pienso de ella y de las que son como ella. Podéis estar contento, signore. Esta noche, vuestra burla será la comidilla de toda la corte.
–Esperad –la llamé, después de darse la vuelta para irse–. Esperad. No estaba bromeando, Louise. Es cierto que fue idea de Olympe, pero…
Era demasiado tarde. Ella ya estaba corriendo en dirección a palacio, pero no antes de ver lágrimas en sus ojos verdes.
Regresé a palacio, donde, casi de inmediato, me topé con Olympe. Evidentemente, había estado observando la escena desde una de las ventanas que daban al jardín.
–¿Y bien? –me preguntó.
–Ha dicho que no –respondí, con brusquedad.
–¿De verdad? –El rostro de Olympe era la expresión de la inocencia–. ¿Por alguna razón en particular?
–Ha dicho que casarse con un pastelero italiano de oscura procedencia era algo impensable.
Olympia asintió con la cabeza, compungida, aunque el brillo de sus ojos traicionaba su contento.
–¿Mencionó su ascendencia noble, por casualidad? ¿La familia más antigua de Bretaña? ¿Os ha hablado –prosiguió, abriendo los ojos por completo– de las Cruzadas?
–Sí –repuse–. Y también me ha preguntado si había sido idea vuestra. Al parecer, nuestra relación es pública y notoria.
Olympe cerró los ojos. Le temblaban los hombros.
–¡Magnífico! –dijo, en un grito ahogado–. ¡Magnífico!
–Me encanta que os divierta tanto.
–¡Oh, Carlo, no seáis así! –exclamó, frotándose los ojos–. Tenéis que ver el lado divertido del asunto: debía de estar furiosa. Le está bien empleado a esa pequeña mojigata.
Me eché a reír, pero era una risa amarga; aunque era indudable que Louise de Keroualle había demostrado ser muy orgullosa y carente de la frivolidad que tanto amenizaba la vida en la corte, no podía evitar pensar que no había interpretado un gran papel en aquella historia.
–Creo que me habéis tendido una trampa –dije.
Olympe sonrió.
–Os la habéis tendido vos mismo. Os he hecho un favor. Corríais el peligro de dejar que los sentimientos se interpusieran en vuestros placeres. A veces es necesario dar un paso atrás.
–Por supuesto –repuse–. Gracias.
No tenía ningún sentido seguir discutiendo con Olympe, que, por supuesto, tenía razón: había dejado que mis sentimientos ofuscaran mi juicio. Sin embargo, no podía dejar de preguntarme cómo me habría sentido si la respuesta de Louise a mi proposición hubiera sido «sí».
Louise
Aquel fatídico día llegué con un poco de retraso a los aposentos de madame. Se había producido un incidente con uno de los pasteleros del rey, algo que no era realmente importante pero sí un poco fastidioso, como suelen serlo a menudo esas situaciones. En cualquier caso, me molestó llegar tarde, y me quedé casi sin aliento mientras subía las escaleras hasta su estancia.
Entonces, al entrar en sus aposentos, vi a esa noble dama llorando y dejé de pensar de inmediato en el pastelero.
–¿Qué os ocurre, madame? –le pregunté.
Al verme, se sobresaltó.
–Una carta horrible, eso es todo. –Por un momento pensé que era cuanto tenía que decir, pero luego añadió–: De mi esposo.
–Espero que el señor conde se encuentre bien –dije, controlando mi tono de voz.
Madame sonrió con tristeza.
–Lo bastante como para decirme que soy una traidora y una puta; que le han llegado rumores que me conciernen a mí y a cierta persona de la corte, y que debo partir de inmediato y reunirme con él en Milán, donde volverá a intentar que le dé un heredero.
Hablaba en un tono ligero, aunque pude captar la angustia en su voz.
Ahora debería describir a esta mujer excepcional, sobre todo por el placer de hacerlo más que por la necesidad de grabarla en mi mente (su retrato es bien conocido tanto aquí, en Francia, como en Inglaterra, y en cualquier caso no hay un solo día que no piense en ella). Era de constitución delgada, tanto que los vestidos le quedaban holgados. Sólo yo y unos pocos sabíamos el relleno que contenían sus vestidos de corte, o que en algunas partes de su cuerpo su piel era tan pálida que dejaba ver las venas azules bajo su superficie. Sin embargo, cuando la mirabas no te dabas cuenta de su fragilidad: su expresión era radiante y la bondad de su mirada, profunda; y cuando hablaba de sus grandes aspiraciones –su plan de unir a las dos personas que más quería, su hermano Carlos y Luis, su protector, en una alianza política que constituiría la base de un gran imperio europeo de paz y prosperidad–, sus ojos brillaban con convicción, una convicción que, junto a sus muchas y loables cualidades y a su encanto, había sido indispensable, hasta el momento, para el considerable éxito de sus esfuerzos diplomáticos. Sin embargo, no estaba en condiciones de dar un heredero a nadie, por mucho que su esposo hubiera dejado de lado momentáneamente a sus amantes masculinos para tratar de procrear.
–¿Y qué vais a hacer? ¿Iréis? –le pregunté.
–¿Cómo podría hacerlo? El traité simulé aún no ha sido firmado. Hasta entonces, el traité secret no estará asegurado, ni el trono de mi hermano. –Cogió otro sobre–. También hay una carta suya.
–¿Del rey Carlos? ¿Puedo verla?
–Por supuesto. –Madame sonrió al comprobar mi entusiasmo–. De hecho, podéis leerla en voz alta. Una jarra de cordial dulce para quitar el sabor amargo de las palabras de mi esposo –añadió, tendiéndome la carta.
Consciente de que mi inglés no era perfecto como el de madame, leí despacio.
–«Mi dulce Minette…».
–¡Minette! Cree que aún sigo siendo una niña –comentó madame, aunque con una sonrisa en los labios.