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Madame abrió los ojos.

–Con toda mi alma –susurró.

–¡Esperad! –exclamé, con desesperación–. Debe de haber algo que podáis hacer.

–Louise.

Era madame. Susurró mi nombre haciendo un gran esfuerzo. Yo también me arrodillé junto a ella.

–Será… –madame cerró los ojos mientras una serie de violentos espasmos convulsionaban su frágil cuerpo–. Estoy preparada. Pero debéis aseguraros de que… mi hermano…

Le toqué delicadamente la muñeca. También estaba fría y empapada en sudor.

–Me encargaré del tratado. Lo prometo.

–Aseguraos de que muera siendo católico. –Volvió a abrir los ojos un momento, fijándolos en mí con insistencia, como para asegurarse de que había entendido que aquello era lo más importante–. Aseguraos de que así sea.

Fueron sus últimas palabras coherentes.

Murió una hora después, una hora que pareció interminable, presa de unos terribles dolores. Siguiendo la tradición, toda la corte se reunió para verla morir. Mientras sus más allegados lloraban, los que se encontraban al fondo de la estancia –sobre todo los homosexuales favoritos de su esposo, que nunca la habían apreciado– siguieron intrigando y chismorreando con la misma desenvoltura que habrían demostrado en una función de ballet. Sólo cuando apareció el rey en persona, se arrodilló junto a la cama de su cuñada y el ambiente adquirió un poco más dignidad; esos mismos cortesanos que unos minutos antes habían estado bromeando y riéndose competían entre ellos por llorar con la misma conmoción que el monarca.

Después de que se llevaran el cuerpo, Luis, destrozado, me hizo llamar a sus aposentos.

–¿Ha sido envenenada? –quiso saber.

–Creo que no, Majestad. Yo misma he bebido de la copa de agua de achicoria y no me he puesto enferma.

–En fin, puede que los médicos puedan decirnos algo más mañana. –Lanzó un suspiro–. Gracias, Louise.

A pesar de mis palabras, los rumores no se disiparon. Todo el mundo sabía que madame temía ser envenenada, y que ella y su esposo no se llevaban bien. Quienes estaban al corriente de los esfuerzos diplomáticos de madame en contra de los holandeses estaban incluso más inclinados a pensar en una acción intencionada.

Por mi parte, su muerte me dejó destrozada. No había perdido sólo a la mujer que idolatraba –la persona más dulce, amable e inteligente del mundo–, sino que también había perdido a mi señora, a mi protectora y mi puesto en la corte. El proyecto en el que tanto habíamos trabajado también se había echado a perder, porque los rumores no tardaron en llegar a la corte de Inglaterra: el terrible dolor de Carlos y de sus sospechas también llegaron a nuestros oídos. Y tampoco ayudó mucho que el abbé Bossuet, que ofició su responso, dijera que había sido «asesinada».

Carlo

Para preparar un sorbete de peras: coger doce peras muy maduras, pelarlas y cortarlas, de modo que las rodajas resbalen entre las manos. Triturar y colar; hervir a fuego lento con el zumo de un limón y una taza de azúcar y congelar siguiendo el método habitual. Si se añade crème anglaise se obtendrá una crema helada en lugar de un sorbetto.

El libro de los sorbetes

Después del episodio con Louise decidí aislarme durante varios días. Por alguna razón, me sentía afligido por esa obstinada tristeza del alma que los médicos llaman melancolía.

Dediqué el tiempo a la tarea, largamente aplazada, de crear un helado para el visitante inglés. Había abandonado demasiado aquel proyecto. Se decía que la delegación inglesa partiría antes de que terminara la semana: el rey podía convocar la competición en cualquier momento.

Con desgana, empecé a reunir los ingredientes. ¿Qué podía hacer? Algo que llamara la atención, por supuesto, algo que demostrara la maestría de mi arte y el esplendor de la corte francesa.

Los pasillos de Versalles estaban decorados con cuadros muy elaborados: todos los candelabros estaban sostenidos por unos querubines dorados. Empecé a esculpir un querubín de hielo que sostenía un plato helado en el que colocaría… ¿qué? Un cuerno de la abundancia, tal vez; una cornucopia llena de fruta. Durante el tiempo que llevaba en la corte ya había hecho moldes de madera que me permitían crear helados con forma de cereza, pera y manzana. Ahora añadí un melón, un melocotón rosado perfecto y un racimo de uvas doradas y transparentes espolvoreadas con azúcar glas para representar la fina capa que recubre los granos. Todo el conjunto estaba decorado con hojas de parra hechas con bizcocho y azúcar.

Cuando estuvo terminado lo contemplé y lo detesté de inmediato.

Era magnífico y carente de sentido, un plato pretencioso e insulso, un vacuo ejercicio de grandilocuencia que podría haber sido preparado con los ojos cerrados. Incluso Audiger habría sido capaz de hacerlo.

La voz de Louise de Keroualle resonó dentro de mi cabeza: «Un frívolo, hedonista y libertino que no sabe hacer nada más que preparar exquisiteces para cortesanos glotones…».

No era verdad, y pensaba demostrarlo.

Cogí el querubín y su plato y lo tiré al suelo. El hielo se rompió junto a mis pies y las imitaciones de las frutas rodaron hasta los rincones más alejados del depósito. Pisé con las botas los que estaban a mi alcance, alejándolos de un puntapié. Luego empecé a andar de un lado a otro.

Me pasé un día y una noche pensando, cogiendo ingredientes que luego volvía a poner en su sitio. Sabía lo que no quería hacer. Sin embargo, saber lo que quería hacer era mucho más complicado.

Me quedé mirando los bloques de hielo. «¡Qué bonitos son!», pensé. No, no eran bonitos; eran implacables. No perdonaban nada.

¿Cuál era el helado más sencillo que podía gustar al rey?

Peras. A Luis le encantaban las peras.

Así pues, prepararía un helado de peras. Pero sería el mejor helado de peras jamás creado.

Sólo usé la Rousselet de Reims, la variedad preferida del rey, que en aquella época del año había alcanzado el punto perfecto de maduración. Lo primero que hice fue asar las peras con un poco de tomillo y vino dulce, muy despacio, para endulzar la pulpa. Luego las trituré y añadí la piel de un limón y una pizca de agraz.

También añadí un poco de sal. La sal, el limón y el agraz eran ingredientes que no se advertirían en el helado una vez terminado, pero sabía que potenciarían el sabor de las peras tras la primera cucharada. Había dado con mi helado o, al menos, con la forma de empezar a prepararlo.

Luego, en un momento de inspiración, añadí un poco de crème anglaise.

Al principio sólo quería que el helado fuera más inglés, por supuesto, pero en cuanto lo probé me di cuenta de que el delicado y cálido sabor de la crema, espolvoreada con minúsculos fragmentos de vainilla negra, era el acompañamiento ideal para la fragancia acre de la fruta.

Di un paso atrás, sorprendido. Me di cuenta inmediatamente de lo que había hecho: había creado una combination, una alianza de sabores en la que el todo era mejor que la suma de las partes. Juntas, la pera francesa y la crema inglesa se convertían en un plato único, mejor que sus ingredientes por separado. Congelados a la vez en una suerte de helado cremoso, simbolizaban las relaciones especiales entre ambos países, unidos en un todo indivisible. Y, además, el mensaje era sencillo, tan sencillo que incluso un necio como yo era capaz de comprenderlo.

Esperé con impaciencia a que la mezcla se congelara, removiéndola cada media hora, como de costumbre. Cada vez que quitaba la tapa de la sabotière y pasaba la espátula por las paredes del cubo de peltre, comprobaba lo finos y claros que eran los copos de crema helada. Y su aspecto también era diferente. En vez de la consistencia granulada y arenosa del hielo triturado, la pasta tenía una delicada y suntuosa firmeza, deliciosamente pesada.