Finalmente, cuando el estuario se estrechó, convirtiéndose en la desembocadura de un río, vi algunos edificios y muelles. Me protegí los ojos con la mano. Las construcciones eran del mismo color marrón del fango, y los tejados estaban cubiertos por una especie de paja oscura. «He llegado a un país sin colores», pensé, y no era sólo el frío lo que me hacía temblar.
Recordé el momento en que había recibido las órdenes del gran Lionne en persona, en su enorme despacho del Louvre.
–En estos momentos estamos involucrados en una operación diplomática muy delicada que podría afectar el curso de nuestra campaña militar. Me complace anunciaros que, a pesar de vuestra reciente deshonra, estáis en la afortunada posición de poder ayudar a Su Muy Cristiana Majestad en este asunto.
No tenía elección, eso había quedado muy claro. Como de costumbre, de tapadillo, había una implícita amenaza. A pesar de todos los esfuerzos de los médicos, la muerte de madame seguía siendo un misterio, y por toda la corte seguían circulando rumores de envenenamiento o de la incompetencia de los médicos.
–Se dice que el monarca inglés, el rey Carlos, está destrozado por el dolor. Cuando se enteró de lo de su hermana, se encerró en sus aposentos. Durante tres días se prohibió la entrada a todo el mundo, incluso a los médicos. –Lionne hizo una pausa–. Nuestro rey, evidentemente, también está destrozado. Pero de un modo equilibrado. Luis nunca perdería el control de ese modo.
Asentí, aunque sin saber a ciencia cierta adónde quería llegar. Ojalá hubiese prestado atención cuando la gente que estaba a mi alrededor discutía los detalles de aquel asunto político.
Lionne rodeó su escritorio y empezó a andar, acercándose y alejándose de la ventana.
–En el caso del rey inglés, parece que el dolor le haya hecho perder la razón. Ese príncipe, amante de los placeres y en tiempos simpatizante de Francia, parece estar convencido de que su amada hermana ha sido asesinada por su esposo y que nosotros se lo ocultamos. Ha despedido a su sastre, se ha librado de su amante y ha sumido a toda la corte en el más profundo de los duelos. En vez de organizar fiestas y espectáculos, ahora se dedica únicamente a gobernar y a los intereses de su país. En vez de permitir que sus generales se preparen para la gloria de la guerra, titubea y prefiere hablar de finanzas. Da largos paseos por el campo en solitario, y habla con sus súbditos, quienes le dicen con toda franqueza que están descontentos con su política. Y en lugar de reprenderles por su arrogancia, se muestra de acuerdo con ellos.
Lionne se encogió elocuentemente de hombros ante la locura de los reyes extranjeros.
–Y así, el alegre monarca se ha convertido en el soberano del dolor. Y Francia es el país que más se resiente de ello.
Lionne volvió a su escritorio y me observó por encima de las manos entrelazadas.
–Así pues, Su Muy Cristiana Majestad ha decidido hacerle un presente a su primo inglés. Algo que consiga devolverle el buen humor, una demostración de lo mucho que le importa mantener su alianza con él.
Claro, la alianza. Si Luis quería convencer a Carlos de que su tratado debía sobrevivir a la muerte de madame, el regalo tenía que ser algo muy especial.
–Su Muy Cristiana Majestad ha decidido ofrecerle al rey Carlos… un helado. –Una gélida sonrisa apareció de repente en la mirada de Lionne–. Y ahí es donde entráis vos, por supuesto.
Con ciertas dudas dije:
–Naturalmente, será un honor ayudar a Su Majestad en este proyecto, pero los secretos de mi profesión están cuidadosamente protegidos. En el caso de que tuvieran que ser revelados a un cocinero inglés, ¿no creéis que mis colegas me acusarían de poner en peligro su sustento?
–Creo que eso ya ha ocurrido. Por lo que me han dicho, hay un pastelero en Florencia que cree que ha sido traicionado por un joven criado.
Lionne cogió un documento del escritorio y me lanzó una inquisitiva mirada. No dije nada, pero el corazón me dio un vuelco. De algún modo estaba convencido de que Audiger había intervenido en aquel asunto.
–En cualquier caso, no estamos sugiriendo que reveléis vuestros conocimientos. Todo lo contrario. El hecho de que vuestros métodos sean secretos es lo que hace tan generoso el presente de Su Majestad.
El ministro me miró con expresión altiva.
–Para ofrecer el helado al rey Carlos, debemos ofrecerle también a su creador. ¿Lo entendéis?
Lo miré fijamente. Ni siquiera en los momentos de mayor desesperación había imaginado algo así.
–¿Me echáis? ¿Me desterráis?
–Digamos que os dejamos en préstamo. Su Muy Cristiana Majestad tiene la suerte de contar con dos experimentados pasteleros. Es comprensible que le ofrezca uno de ellos a su aliado del otro lado del canal.
–Pero… ¿Cuánto tiempo estaré fuera?
Lionne se encogió de hombros.
–Vuestra misión consiste en que el rey de Inglaterra recupere la alegría de vivir. Cuando eso ocurra, volverá a ser amigo de Francia.
«Porque necesitará vuestro oro para costearse sus placeres», pensé, recordando lo que me había dicho Olympe.
–Declarará la guerra a los holandeses y entonces nosotros también nos moveremos. Ganaremos la guerra en seguida, y vos podréis regresar a Versalles.
No dije nada. Incluso yo era capaz de ver que las cosas no serían tan fáciles. Y aunque lo fueran, cuando volviera, Audiger ya sería el presidente del gremio de pasteleros de París.
Sin darle demasiada importancia, Lionne añadió:
–Y de vez en cuando podría haber otras obligaciones… Los mensajes de la muchacha bretona, que vos nos transmitiréis. Observaciones sobre ella, sobre el rey y sobre otros miembros de la corte inglesa que ya os indicaremos.
–¿La muchacha bretona?
–¿No os lo había mencionado? Alguien ha sugerido que el rey Carlos podría ver aliviado su dolor si acogiera, como una obra de caridad, a una de las damas de compañía de su hermana para que estuviera al servicio de la reina. Tal honor ha sido otorgado a la muchacha bretona, De Keroualle. ¿Sí? ¿Qué ocurre?
El ministro me miró inquisitivamente. Lancé un suspiro.
–Nada.
Satisfecho, prosiguió:
–Debería ser muy sencillo. Os estableceréis allí, oculto pero a la vista de todos, como creador de placeres y delicias. ¿Qué otra cosa podría resultar más natural?
La pequeña embarcación estaba remontando el río a contracorriente, aprovechando el último oleaje de la marea. A pesar de la insistente lluvia, el muelle estaba lleno de gente. En Gravesend habían subido más pasajeros, e incluso los que viajaban desde Francia subieron a cubierta, ansiosos por ver algunos puntos del paisaje que les resultaran familiares, charlando animadamente en aquella lengua gutural que siempre me recordaba a los aullidos de los perros de caza.
Louise no estaba a bordo. Habíamos viajado juntos hasta Dieppe en un carro prestado y en medio de un silencio lleno de tensión. Le pregunté una vez si algo iba mal, pero ella volvió la cabeza con el rostro lleno de lágrimas y una expresión de incredulidad.
–Mi señora está muerta, me mandan al país más bárbaro y herético de toda Europa, está en juego todo por lo que he trabajado durante los dos últimos años, ¿y vos me preguntáis si algo va mal?
A partir de aquel momento guardé silencio, y cuando llegamos a Dieppe fui a comprar provisiones. Había tenido suerte de dar con ese barco: casi todos los capitanes con los que hablé escupían lacónicamente en cuanto les mencionaba Inglaterra.
La cubierta se iba llenando de gente. A mi lado tenía a un hombre que había dicho ser un comerciante de lana, aunque mantenía la postura de un soldado, con la mano en la cadera, en el lugar donde debería haber estado una espada. Sin embargo, era un hombre bastante amable, y me señaló con la mano los enclaves más interesantes a medida que avanzábamos.