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–La isla de los Perros –dijo, indicándome otra vasta ciénaga–. Y allí está el palacio de Greenwich. –Distinguí unos cuantos edificios derruidos entre los árboles–. Ahora no parece gran cosa –admitió–. Al igual que los otros palacios reales, ha quedado reducido a ruinas… recientemente.

–¿Durante la Commonwealth, queréis decir?

El hombre me miró de reojo.

–Sí.

–¿Y eso qué es?

Le señalé unos palos blancos, parecidos a los mástiles de un barco, decorados con cintas de colores.

–Son los árboles de mayo. Han sido reintroducidos siguiendo órdenes del rey, para que el pueblo pueda participar en los festejos.

–No veo a nadie festejando nada.

El hombre se encogió de hombros.

–Algunos de sus súbditos aún no se han acostumbrado al hecho de que el rey haya regresado de su exilio. Pero tarde o temprano lo harán.

Entonces, a nuestra derecha, vi un edificio que supuse que sería la Torre de Londres, un castillo blanco, de poca altura, rodeado de fortificaciones y lleno de soldados armados. Sin embargo, lo que atrajo mi atención fue lo que había detrás del castillo: una extensa zona devastada, de casi media milla de ancho y una de largo, cubierta de escombros, cenizas y malas hierbas. Estaban construyendo nuevos edificios, pero junto a ellos se levantaban aún los esqueletos ennegrecidos de los antiguos, destripados por el fuego. Mi compañero los contempló con curiosidad, señalándome algunos cambios aquí y allá, aunque no hizo ningún comentario. Estaba claro que, para él, aquel panorama no era ninguna novedad.

Recordé las palabras del hombre que me había dado instrucciones para el viaje, un informador de escasa importancia a quien me envió Lionne después de haber llegado a un acuerdo. «Evidentemente, han sido castigados por sus herejías: castigados por Dios con la guerra civil, la peste y el fuego. Puede que hayan aprendido la lección. O puede que no». El hombre movió la mano, como si quisiera ahuyentar un mal pensamiento. «Oh, os parecerán muy diligentes… Esos protestantes creen en el trabajo duro con un fervor casi religioso, se podría decir, aunque, a los ojos de Dios, ¿qué hay de glorioso en la reconstrucción en esa ciénaga infestada por la peste?».

«Infestada por la peste». El fuego no me daba miedo, pero la tristemente famosa peste de Londres era algo muy diferente. De manera instintiva, hice la señal de la cruz, pero luego me arrepentí. Los ojos de mi compañero, siguiendo mi gesto, se posaron en mi pecho, y aunque no dijo nada, adquirió de repente una expresión pensativa. En fin: ciertamente no podía ser ningún secreto que un italiano procedente de Francia fuese católico. O puede que aquel hombre se hubiese dado cuenta de que me faltaba un dedo. Sea como fuere, me pareció que a partir de ese momento me miró con más desconfianza.

El puente de Londres se alzaba ante nosotros. Construido con piedra y cubierto de una hilera de casas, era más largo que cualquier puente de París o Florencia. El río, encauzado entre gruesas ruedas de molino en ambas orillas, discurría bajo el arco central como si brotara de una fuente gigantesca, y aunque algunas embarcaciones pequeñas remontaban su curso, acompañadas por los gritos de los pasajeros, era evidente que nuestro barco no podía llegar más lejos.

Cuando la tripulación amarró en el muelle más cercano, mi compañero me dio un codazo y señaló hacia arriba.

–¿Habéis visto eso?

En un extremo del puente había unas letrinas que se asomaban al río. Aguzando la vista a través de la lluvia, vi una hilera de media docena de retretes de madera en los que se habían acomodado, como los huevos en una huevera, un trasero de hombre y dos de otras mujeres. Sin embargo, el hombre no se refería a aquel espectáculo tan vulgar. Sobre uno de los arcos del puente había una hilera de picas de hierro, coronadas con lo que parecían coles podridas. Sólo algunos mechones de pelo y el brillo de unos dientes blancos dejaban claro que, en realidad, no eran coles.

–Papistas –me explicó mi compañero.

Tal vez fuera verdad, pero en París me habían dicho que una de las cabezas que se exhibían en Londres era la de Cromwell, el Gran Usurpador; habían desenterrado el cuerpo y le habían quitado la cabeza. Los demás, supuse, no habían sido tan afortunados. Puede que a raíz de los recientes disturbios, la pena por traición o herejía en Inglaterra no se limitara simplemente a la ejecución. Era capaz de imaginármelo perfectamente; no el dolor, porque eso era inimaginable, pero sí el horror: ver las tripas colgando de tu vientre, como los hilos de la bolsa de un charlatán, que luego eran quemadas ante tus ojos, con la lluvia cayendo y evaporándose al entrar en contacto con tus entrañas mientras lo último que habías comido volvía a cocerse mientras tus intestinos se desparramaban sobre un brasero. Y todo eso antes de empezar a cortar tu cuerpo en pedazos con una sierra…

Esta vez me reprimí y no hice la señal de la cruz, aunque mi mano derecha se retorció involuntariamente. Mi compañero se dio cuenta y se echó a reír. Sin embargo, vi que no era una risa maliciosa; al ver que me había provocado aquel malestar, simplemente quería demostrarme que sólo estaba bromeando. Ya me habían advertido del extraño sentido del humor de los ingleses.

–¿Adónde os dirigís? –me preguntó, dándome una palmadita en la espalda mientras nos dirigíamos hacia la estrecha pasarela del barco.

–Me alojaré en Vauxhall y luego me presentaré en la corte.

–¿En la corte? ¿De verdad? –me preguntó el hombre, visiblemente impresionado–. Allí hay algunos compatriotas vuestros –dijo, asintiendo–. En ese caso, podemos hacer el trayecto juntos. Yo también me dirijo a Vauxhall.

–Gracias –repuse, educadamente–, pero tengo que esperar mi equipaje.

Ya estábamos en tierra firme. Después de la travesía, me flaqueaban un poco las piernas. En realidad, la tierra no era muy firme: el barro, pegajoso y del color de los excrementos, se mezclaba con la lluvia, creando bajo los pies un terreno resbaladizo.

–Da igual. Esperaré con vos. Tal vez deje de llover.

Pasaron veinte minutos antes de que subieran mi equipaje de la bodega. Cuando depositaron el último baúl en el muelle, el hombre me tocó un brazo.

–Debe exigir que paguen por eso. Esos cretinos han empapado su equipaje.

–No importa –dije.

–¿Que no importa? ¡Mirad! –Tenía razón: el agua caía por el extremo de un baúl–. Deberíais echar un vistazo al contenido –insistió el hombre. Llamó a un mozo–. Tú, ven aquí: abre este baúl.

–No importa, de verdad. Además, está cerrado con llave.

–¿Por qué? ¿Qué contiene? No os importa que se moje pero sin embargo lo habéis cerrado con llave…

Sus preguntas, tan directas, eran irritantes, casi ofensivas. Pero eso, como me di cuenta de inmediato, era otro rasgo de su carácter.

Dudé un momento.

–Ahí dentro están mis utensilios. Pero casi todos son de peltre; no me preocupa que se mojen un poco. –Di un penique a los marineros para que cargaran el equipaje hasta la calle–. Ahora hay que encontrar un carruaje.

Una vez más, me di cuenta de que aquel hombre –un soldado: ahora ya estaba convencido de que lo era– me observaba con curiosidad. Tal vez se preguntara cómo podía saber un extranjero que un carruaje sería más rápido que una barca. Sin embargo, había recibido órdenes de permanecer en el puente sólo lo mínimo imprescindible.

Cargamos los baúles en un carro y partimos. En la parte que no había alcanzado el incendio, las calles eran estrechas, con apenas el espacio necesario para avanzar entre los edificios. Cada piso de dichas construcciones era más ancho que el de abajo, por lo que el poco espacio existente en la planta baja desaparecía en el segundo o en el tercer piso, convirtiendo las calles en algo parecido a un túnel. Ahora daba las gracias a la lluvia: al menos mantenía los excrementos, humanos y equinos, en el pequeño canal que discurría por el centro de las calles, siempre que no fuese obstruido, por supuesto. Saqué un pañuelo del bolsillo, le eché unas gotas de agua de rosas y me lo llevé a la nariz. Vi que mi compañero sonreía, pero no dijo nada.