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Cuando regresé a la posada, con un cesto de ciruelas bajo el brazo, me pareció que había mucha gente. Algunos me miraban con la franqueza típica de los ingleses, aunque detecté algo más, una suerte de recelo en sus miradas. Me sentía algo incómodo y me dirigí a las escaleras.

–¡Es él!

De repente, bajó un grupo de hombres, sacando sus armas. Me apuntaban a la cara con la punta de las espadas y el cañón de los mosquetes. Me asusté, soltando las ciruelas; el sobresalto casi me hizo caer de espaldas. Me acordé de que detrás de mí había más hombres armados, y evité a duras penas no acabar ensartado en sus espadas. Al fondo, descubrí el rostro inquieto del boticario.

–¡Salitre! –le gritaba a todo aquel que preguntaba por el motivo del tumulto–. Quería el salitre necesario para volar por los aires una casa. Y además es forastero. Viste como Guido Fawkes.

–Habéis obrado bien, Isaiah Wentworth –dijo otro hombre–. A buen seguro habéis evitado un complot papista.

–Tiene varios baúles en sus aposentos –añadió el posadero–. Baúles llenos de armas. Lo comprendí al escuchar el ruido que hacían cuando fueron llevados arriba.

Estaba tan asombrado que apenas sabía qué decir, y el miedo me impedía expresarme en inglés.

–Nada de armas –dije, levantado las manos para demostrarles que iba desarmado–. Ningún complot.

El hombre que había felicitado al boticario dio un paso al frente.

–Tendremos que registrar vuestra estancia.

Me arrastraron al piso de arriba y me obligaron a abrir los baúles. Al hacerlo, una docena de cabezas se abalanzaron sobre ellos para examinar su contenido. Mis vestidos de corte fueron esparcidos por el suelo. Vi que mis pañuelos franceses desaparecían en el bolsillo de un hombre cuando nadie estaba mirando. Al ver mis moldes se produjo un momento de desconcertado silencio, hasta que alguien sugirió que debían servir para fabricar explosivos.

–Aquí hay otro –gritó una voz al descubrir el último baúl bajo la ropa de cama–. Estaba oculto. Seguro que dentro está la pólvora del papista.

–Cuidado, Obadiah. Podría ser peligroso.

El hombre llamado Obadiah retiró inmediatamente las manos de la tapa del baúl.

–¡Por los clavos de Cristo! –exclamó–. Está frío.

–¿Frío?

–Como el hielo.

Con mucho cuidado, levantó la tapa. Algunos hombres dieron un paso atrás; otros, se inclinaron para echar un vistazo.

En el del baúl, forrado con una capa de madera de cedro, había seis bloques plateados, cada uno del tamaño de una Biblia. En uno de los extremos había otro compartimento lleno de limones de piel gruesa; en el otro, la misma cantidad de grosellas negras, con la piel cubierta de escarcha. Uno de los hombres metió la mano dentro, pero la retiró en seguida, como si se hubiese pinchado.

–¿Qué es? –preguntó el posadero, perplejo–. ¿Un tesoro? ¿Brujería?

Una voz, procedente de la puerta, dijo:

–Ambas cosas, en cierto sentido. Es hielo.

Todos se volvieron, incluido yo. En el umbral, muy tranquilo, estaba el hombre con el que había coincidido en el barco. Dando un paso al frente, entró en la estancia.

–Este hombre no es Guido Hawkes. Y no ha venido aquí para haceros volar por los aires; ha venido para prepararle un postre al rey. Es más: está aquí bajo la responsabilidad de lord Arlington. A menos que alguno de vosotros desee provocar la ira de mi señor, os sugiero que cerréis ese baúl antes de que su contenido se derrita. –Me hizo un gesto con la cabeza–. Creo que no hemos sido oficialmente presentados. Capitán Robert Cassell, señor. Es un placer conoceros. Llamaré a un guardia a fin de que vuestros efectos personales estén a buen recaudo. Más tarde, mi señor desearía hablar con vos.

Poco después, Cassell me escoltó hasta un edificio de madera que se levantaba en uno de los extremos del prado que había sido pasto de las llamas. Era una especie de oficina de correos: había hombres que iban de un lado a otro, portando cartas y sobres llenos de documentos. Fuimos conducidos a una pequeña estancia donde había un hombre vestido de negro sentado detrás de un escritorio. A su lado se sentaba otro hombre, un cortesano, a juzgar por el tamaño de su peluca. Sorprendentemente, llevaba un parche sobre el puente de la nariz, parecido al que usan los soldados para cubrirse las heridas que no cicatrizan.

–Bienvenido, signor Demirco. Soy Joseph Walsingham, y éste es mi señor, lord Arlington –dijo el hombre vestido de negro, educadamente. Mi dificultad de comprensión debía de ser evidente, porque arqueó las cejas–. Sé que nuestros nombres no os resultan familiares. Evidentemente, estáis menos preparado de lo que habíamos imaginado. Si me lo permitís, no sois gran cosa como espía.

–No soy un espía –repuse, asustado.

–Por supuesto que lo sois, y muy conveniente –dijo, con desparpajo–. ¿Dónde estaríamos nosotros, que dirigimos una red de espionaje, si no fuera por nuestros espías? Aun así, debo confesaros que siento curiosidad por saber por qué os ha elegido Lionne para esta tarea en particular. Sin duda alguna, vuestros postres helados deben de ser muy notables.

–Mis servicios son simplemente una demostración de la gran estima que…

–Sí, sí. Podemos ahorrarnos todo eso: dentro de cuarenta minutos debo estar en Whitehall. –Fue Arlington quien habló. Tenía una voz aguda y aflautada, y pronunció cada palabra de modo claro y preciso–. Hablemos claro, Demirco: en lo que respecta a la muchacha bretona, nuestros intereses y los de Francia coinciden. Los que luchamos en la última guerra civil no tenemos ningún deseo de vernos envueltos de nuevo en similares tinieblas.

–No comprendo –dije–. ¿Qué tienen que ver una dama de compañía y un pastelero con las guerras civiles?

Los dos ingleses intercambiaron sendas miradas.

–La muchacha bretona no es una dama de compañía –dijo Arlington, sin preámbulos–. Con la ayuda de Dios, será la próxima amante del rey y el futuro canciller de su alcoba. Y será gracias a ella que gobernaremos a un rey débil, y a través de él, a una nación aún más débil.

Debí de mostrar una expresión de sorpresa, pues me di cuenta de que me miraban con curiosidad.

–Creo que están en un error –me oí decir–. Conozco a esa muchacha. Es famosa por su virtud. Su familia espera que haga un buen matrimonio con alguien de una familia noble…

Arlington hizo un gesto para liquidar mi comentario.

–Ella cumplirá con su deber. Al final, todos lo hacen. Y ahora, señor, decidme: ¿qué necesitáis para preparar un helado?

Louise

«El duque de Buckingham ha acogido a Mlle. De Keroualle, que estaba al servicio de Su Difunta Alteza; es una joven hermosa, y se cree que el objetivo es convertirla en la amante del rey de Gran Bretaña; dicen que las mujeres ejercen una gran influencia en el rey de Inglaterra…».

El marqués de Saint-Maurice, embajador de Saboya, al duque Carlo Manuel II, 19 de septiembre de 1670

Al principio supuso una conmoción descubrir que el rey pensaba enviarme a Inglaterra. Pero, pensándolo bien, empecé a comprender los motivos. Si queríamos que el rey Carlos se mantuviera fiel a los términos del tratado, había que infiltrar a alguien en la corte inglesa cuya presencia le recordara que sus obligaciones tenían todo el sentido.

Otro comentario de Lionne me sorprendió todavía más.

–Después de todo, sabemos la estima en que ya os tiene el rey gracias al asunto del cofre de joyas –dijo, sin preámbulos.