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–¿El cofre de joyas, señor?

–Sí. ¿No lo sabíais? Al parecer, en Dover, cuando Carlos le pidió a su hermana un presente que le hiciera pensar en ella, vuestra señora os mandó a buscar el cofre de joyas. ¿Lo recordáis? –Asentí. Ella tenía por costumbre intercambiar joyas a modo de recuerdo–. Luego, cuando se quedaron a solas, Carlos le dijo a su hermana que la joya que más le gustaba era la que había ido a buscar el cofre.

Aquellas palabras me dejaron un poco perpleja, en parte porque madame nunca me había mencionado esa conversación cuando hablábamos de su adorado hermano, y en parte por la franqueza de la sonrisa de Lionne.

–Estoy segura de que Su Majestad sólo pretendía ser galante –dije–. Y en cuanto esté al servicio de la reina, sin duda será un poco más prudente con sus galanterías.

–Sin duda –Lionne consultó el calendario que había encima del escritorio–. De todas formas, partiréis mañana.

–¿Mañana?

–Viajaréis con el pastelero hasta Dieppe, donde se encuentra el barco del duque de Buckingham. Él se reunirá allí con vos y os escoltará durante la travesía del canal. No hay tiempo que perder. Debemos conseguir la declaración de guerra del rey inglés contra los holandeses antes de realizar nuestros movimientos; cada semana de retraso nos cuesta dinero.

Partí de París a la mañana siguiente, después de haberme pasado la noche preparando el equipaje. Tenía pocos vestidos de mi propiedad, pero me habían dicho que me llevara cuanto necesitara del guardarropa de madame. Al principio me sentí extraña al probarme los vestidos que le había visto llevar hasta hacía bien poco, pero no era la primera vez que me ponía los que ella ya no usaba; además, sabía que si no me los llevaba, irían a parar a manos de otras damas de compañía. No tenía tiempo de visitar a mis padres; les escribiría a Brest para contarles lo ocurrido, asegurándoles que, si todo iba bien, estaría de vuelta en Francia al cabo de un año y que, mientras tanto, esperaba ganarme el favor del rey.

Sin embargo, en Dieppe no había ni rastro de Buckingham. Su embarcación estaba en el puerto, pero la tripulación no sabía cuándo llegaría su señor. Afortunadamente, tenía suficiente dinero para costearme una estancia en una posada.

Transcurrieron dos días, y luego tres y cuatro. Me pasaba el tiempo paseando por la playa, sintiendo el aire salobre del mar en el rostro, como solía hacer antes de trasladarme a la corte.

Entonces, el quinto día, recibí un mensaje: «El duque de Buckingham requiere el honor de vuestra compañía».

Encontré al inglés en sus aposentos, apoltronado en un sillón, frente a la chimenea. Hice una reverencia.

–Milord –dije, en inglés–, es un gran honor para mí.

Había decidido que las recriminaciones o los comentarios hirientes eran inútiles; sería mejor ignorar el hecho de que me había dejado abandonada allí que crearse un enemigo.

–Llamadme George –dijo–. Después de todo, dentro de poco nos conoceremos muy bien.

Su criado dejó la cena sobre la mesa y desapareció. Ni siquiera habíamos empezado a comer cuando Buckingham se colocó a mi lado y…

Puesto que estoy escribiendo esto para mí, puedo decirlo sin ambages: introdujo las manos bajo mi vestido.

Me puse de pie dando un respingo.

–¿Qué estáis haciendo, milord?

Él, imperturbable, se echó a reír.

–No puedo responder por una yegua a menos que la haya cabalgado. Del mismo modo que vos probabais la comida de madame, me he impuesto el deber de probar a las mujeres del rey.

Intenté hablar con voz tranquila, pero no estoy segura de que lo consiguiera.

–No os creo capaz de insultar así a una de vuestras compatriotas.

–¿Insultar? –Se acercó un poco más a mí y pude ver que tenía los ojos vidriosos por el alcohol–. Soy yo quien ha sido insultado por una francesa deslenguada.

–No comprendo.

–El supuesto tratado por el que he sido enviado aquí. El tratado de París…, ¿o debería decir el tratado de Dover?

De modo que lo sabía. Era una mala noticia.

–No sé nada de ese asunto. Yo sólo era la dama de compañía de madame, nada más.

Él frunció el labio.

–No juguéis conmigo. Habéis sido enviada para seducirlo. Las mujeres son su debilidad, lo sabe todo el mundo.

Sacudí la cabeza, incapaz de hablar.

–De todas formas, no importa. Aunque os hubiesen enviado a la corte, no habríais durado mucho. Le gustan con un poco más de fuego entre las piernas. Y vos sois una zorra carente de pasión, eso está claro.

Hablaba con tanta calma que me costaba creer lo que estaba oyendo.

–Cuando hayáis acabado de insultarme… –empecé.

–¡Oh, ya he terminado! –dijo él, bruscamente–. Y vos también. Podéis regresar al burdel francés de donde os sacó Lionne. No pienso llevaros a Inglaterra. Ya contamos con nuestras propias putas, y en abundancia.

Nos miramos fijamente un instante. Yo estaba horrorizada; él, lleno de desprecio. ¿Qué podía hacer? Nada podría borrar lo que me había dicho; ninguna disculpa podría justificar su comportamiento. Con toda la dignidad que fui capaz de reunir, me di la vuelta y abandoné la estancia.

«Habéis sido enviada para seducirlo». Era una sandez, por supuesto, pero…, ¿habría algo de verdad en ello? ¿Habría pensado Lionne, o incluso Luis, que Carlos podía encapricharse conmigo? Me parecía increíble. Y, de haber sido así, ¿cuáles serían las ventajas? Aun cuando yo hubiese sido la clase de mujer que alentaba ese comportamiento, la idea de que un rey cambiara de estrategia política por una mujer era absurda. Incluso un rey tan absolutista como Luis estaba rodeado de ministros, consejeros y postulantes. Sin embargo, apenas los escuchaba. Y en cuanto a sus amantes, por lo que yo sabía, eran más bien ellas quienes lo escuchaban. Y Carlos II de Inglaterra tenía un Parlamento al que enfrentarse.

A la mañana siguiente estaba convencida de que Buckingham simplemente estaba ebrio y que había intentado meterme en su cama. Esperaría a que me pidiera perdón, aceptaría con elegancia sus disculpas y jamás volveríamos a hablar de lo sucedido.

Sin embargo, cuando me acerqué a la ventana vi que su barco había zarpado.

Pasé el día sumida en la desesperación. Había fracasado, y no por culpa mía. Naturalmente, siempre podía regresar a París y explicar lo ocurrido, pero estaba claro que, en esas circunstancias, Luis aún tendría menos motivos para retenerme en la corte. Sería más rápido y sencillo encontrar un barco pesquero que me llevara directamente a Brest.

Al pensar en volver junto a mis padres sin haber cumplido la misión que me había sido encomendada me sentí morir.

Había algo más que podía intentar. Cogí papel y pluma y escribí una carta a Ralph Montagu, el representante de Carlos II en la corte francesa, que solía visitar a menudo los aposentos de madame en Versalles.

Cinco días más tarde, el posadero me anunció que tenía una visita. Me alegré al ver que se trataba de Montagu en persona.

–Mademoiselle –dijo, inclinándose con un besamanos–. Partí en cuanto recibí vuestro mensaje.

–No sabía a quién más recurrir.

–Hicisteis lo correcto –me tranquilizó–. El rey Carlos en persona ha sido informado de vuestra inminente llegada y os aguarda con impaciencia. Quiere daros la bienvenida en Whitehall con todo el respeto que merece la hija de una de las familias más antiguas de Francia.

Puso cierto énfasis en la palabra «respeto», como si quisiera dar a entender que sabía muy bien de qué me había acusado un hombre como Buckingham.

–Comprendo –dije, aliviada–. Debo admitir que me angustiaba el hecho de que el duque de Buckingham hubiera podido insinuar lo contrario.

–Os ruego que no juzguéis a todos mis compatriotas basándoos en su comportamiento. –Montagu señaló el puerto–. Lord Arlington, uno de los ministros más importantes de Carlos, ha mandado su barco para llevaros a Inglaterra. Cuando lleguéis a Londres, os invita a quedaros en su casa, donde su esposa estará con vos hasta que seáis alojada en la corte.