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–Agradezco mucho la invitación de lord Arlington.

–Lord Arlington me ha pedido que os diga que está encantado de poder prestaros su ayuda. Sólo espera que se lo mencionéis a vuestro rey si se presenta la ocasión.

Eso era otra cosa. Por primera vez –una vez más, me permito hablar con franqueza– advertí el poder embriagador que suponía estar vinculada al país más grande del mundo; ahora es una sensación tan habitual que apenas soy consciente de ella, pero que si por alguna razón, como el fracaso temporal de mis esfuerzos diplomáticos, me faltara, la echaría de menos como si tratara de mi propio brazo.

–Estaré encantada de hacerlo, aunque me temo que en Londres será difícil mantener correspondencia con Versalles.

–En absoluto. Ya se han ocupado de ello. El pastelero podrá transmitir cualquier mensaje en vuestro nombre.

–¿Puedo preguntaros cómo estáis al corriente de eso? –dije, sorprendida.

–Ahora, nuestros países son aliados. Es normal que trabajemos juntos. –Aunque seguía sonriendo, su mirada se volvió más grave–. Además, algunos de nosotros, en Inglaterra, tenemos mucho en común con Francia.

Se tocó el pecho, justo debajo del esternón, y comprendí a qué se refería. Era el punto donde podía llevar colgado un crucifijo.

–Lord Arlington es uno de los nuestros –continuó, en voz baja–. Sin embargo, si hablara abiertamente de ello, perdería su puesto. Buckingham, naturalmente, es protestante. Eso, estoy seguro de ello, es el motivo de su cambio de actitud. Alguien le ha hecho ver que introducir a otra católica –dudó, aunque sólo un instante– en el círculo íntimo del rey no habría contribuido a su causa.

Un asunto complicado.

–Os agradezco que me hayáis informado sobre la situación política de Inglaterra.

Debía tener cuidado de no dejarme involucrar en sus mezquinas rivalidades: sólo aspiraba a ganarme el favor de un rey, y no se encontraba en Whitehall, sino en Versalles.

Hubo un momento embarazoso antes de que nos despidiéramos, cuando me vi obligada a preguntarle a Montagu si podía hacerse cargo de mi cuenta en la taberna.

–¿Su Muy Cristiana Majestad no os dio dinero para el viaje? –me preguntó, visiblemente sorprendido.

Negué con la cabeza.

–Debió dar por sentado que el duque de Buckingham se haría cargo de los gastos.

Me sentí demasiado intimidada para sacar el tema a colación.

–Comprendo. –Por un instante adoptó un aire pensativo, pero la sonrisa volvió a iluminar de nuevo su rostro–. Bueno, me alegra poder ayudaros. Y estoy seguro de que el rey Carlos llegará a un acuerdo con el embajador de Francia en Londres. Os ruego que no volváis a pensar en ello.

Una semana más tarde estaba en Londres. Después de toda aquella espera, no quedaba mucho tiempo. Un nuevo país, una nueva ciudad, una nueva corte: el papel de quienes componían el séquito del rey siempre era el mismo; sólo cambiaban los títulos y la gente, como si estuviera en una tierra reflejada en un espejo.

Mi presentación ante el rey fue orquestada como si se tratara de la entrada de un actor en un escenario. Iba a celebrarse un baile en la residencia de los Arlington, al que había sido invitado el rey. Lord Arlington me dejó en manos de su esposa, Elizabeth, una amable holandesa que me proporcionó corsés y zapatos de baile.

–Es la primera invitación que acepta el rey después de la muerte de su hermana –explicó lady Arlington–. Bennet, mi esposo, le ha comunicado vuestra llegada y le ha sugerido que quizás le gustaría daros la bienvenida personalmente. Sin embargo, es poco probable que quiera bailar, por lo que os hemos buscado otro acompañante. Es un buen bailarín, y tan alto como vos, aunque, naturalmente, no debéis prestarle demasiada atención. Debéis estar pendiente del rey…

–¿Y cómo lo haré, si estoy bailando?

–Bennet os dará instrucciones. No debéis hacer nada en absoluto. Si el rey decide acercarse a hablar con vos, Bennet os hará una señal. Sin embargo, será mejor que no habléis con Su Majestad durante mucho tiempo. Decidle que aún estáis cansada a causa del viaje.

–No comprendo… ¿De qué servirá eso?

–Si le parece demasiado fácil, seguro que perderá el interés.

–¿Si le parece demasiado fácil qué? –pregunté, poniéndome en guardia.

Lady Arlington sonrió.

–La misión que os ha llevado hasta aquí requiere cierta delicadeza. Si parecéis demasiado ansiosa, temo que el rey se sienta obligado a honrar los términos del tratado… y, creedme, puede ser muy obstinado en asuntos como ése cuando se lo propone. Es mejor dejarle creer que es él quien decide haceros confidencias y no lo contrario.

–¿Y si no lo hace?

–¿Con una muchacha tan encantadora como vos? ¿Y con ese delicioso acento francés? –Sacudió la cabeza–. Si hay algo que pueda levantar la moral del soberano, es sin duda vuestra presencia.

Llegó la noche del baile. Era un evento fastuoso, pero estando como estaba acostumbrada a los eventos fastuosos, me di cuenta de que muchos de los cuadros y tapices franceses que daban fe del exquisito gusto de los Arlington habían sido traídos el día anterior, tomados en préstamo a comerciantes y mercaderes.

Por mi parte, rechacé el vestido que lady Arlington había elegido para mí y preferí uno de los que me había traído de Francia, un traje de terciopelo gris ribeteado con armiño negro y salpicado con unas pequeñas pero elegantes perlas. El que ella había escogido era demasiado llamativo para mi gusto.

El plan era que hiciera una entrada discreta, pero en cuanto puse un pie en el salón vi que todas las cabezas se volvían hacia mí. ¿Por qué me miraban así? Me llegó un murmullo de admiración: «Es lista». ¿Se referían a mí? Me sentí aliviada cuando el joven que había sido elegido para ser mi pareja de baile se acercó a mí y pude concentrarme en los movimientos del galliard.

«No debéis hacer nada en absoluto», me había dicho lady Arlington. Bueno, si aquel iba a ser mi único baile de la noche, sería mejor que lo disfrutara, aunque me sorprendió un poco descubrir que los ingleses bailaban como lo hacían los campesinos: cada hombre se emparejaba con una mujer, a la que rodeaba con un brazo por la cintura, con dos besos en las mejillas a cada compás. Era muy distinto de las danzas lentas y formales de Versalles.

Entonces vi que los bailarines que estaban a nuestro alrededor titubeaban. Mi pareja dio un paso atrás.

–¿Por qué…? –empecé, antes de darme cuenta de que él estaba mirando a mis espaldas y que se inclinaba, como el resto de la corte.

Me di la vuelta.

Ya conocía a Carlos, naturalmente, con ocasión de los festejos de Dover, y su retrato había estado colgado durante mucho tiempo en el estudio de madame. Sin embargo, el hombre que ahora se acercaba a mí tenía un aspecto muy distinto. La pena había dibujado unas profundas arrugas en su rostro, y su bigote estaba rodeado por un arco que descendía desde la nariz hasta los dos lados del mentón. Sus ojos también parecían poseídos por el dolor, y su figura, alta, vestida totalmente de negro, parecía cadavérica.

Detrás de él apareció lord Arlington.

–Sire, ¿puedo…?

–Conozco ese vestido –dijo Carlos, con voz ronca–. ¡Oh, Dios mío! Conozco ese vestido…

Vi que tenía lágrimas en los ojos y me di cuenta, horrorizada, de que era yo quien las había provocado.

–Lo llevaba en Dover, hace apenas tres meses, por mi aniversario. Cuando os vi bailando pensé que…

Su voz se quebró.

Arlington también se había interrumpido a mitad de la frase, sin saber cómo proseguir. Los músicos habían concluido la pieza que estaban tocando, pero nadie aplaudió. El silencio se hizo eterno.

–Sire –dije, desesperada–. Soy Louise de Keroualle, la dama de compañía de vuestra hermana. Su Muy Cristiana Majestad, el rey de Francia, me dio este vestido, que era suyo, antes de abandonar Versalles. Me lo puse sin pensar. Os ruego que aceptéis mis disculpas.