Carlos se limitó a mirarme fijamente, inexpresivo.
–Si Su Majestad me lo permite, iré a cambiarme –añadió.
–No, os lo ruego –respondió él–. Ahora os recuerdo muy bien, mademoiselle. Y me alegra mucho veros aquí. –Su expresión, sin embargo, expresaba más bien poca alegría–. Debéis pensar que soy un necio por haberos saludado con tan poca galantería.
La etiqueta exigía que yo respondiera a su cumplido con otro, alguna banalidad que disimulara mi error y su emotividad. Sin embargo, algo me empujó a decirle, en voz baja:
–Todo lo contrario, sire. Ha sido una muestra de sensibilidad. Quise a vuestra hermana como nunca he querido a nadie en Francia, y no pasa un día que no llore por ella.
Escrutó mi rostro y dijo, con hilo de voz, para que sólo yo pudiera escucharlo:
–Entonces lloraremos juntos en una ocasión más apropiada y compartiremos nuestros recuerdos sobre esa mujer tan maravillosa. –Luego, en voz más alta, añadió–: Esta noche tengo asuntos que atender, pero vos debéis divertiros; mañana ya me contaréis vuestras aventuras.
Se dirigió hacia la puerta, haciendo un gesto a los músicos para que siguieran tocando. Inmediatamente, un grupo de cortesanos se arremolinó a su alrededor, ansiosos por ir tras él. Sin embargo, vi que les dejaba atrás, alzando los hombros con impaciencia, como si quisiera sacárselos de encima.
–¿Y bien? –dijo lady Arlington, acercándose. Para mi sorpresa, no parecía tan horrorizada como yo por mi faux pas–. Supongo que sabíais que este vestido era de su hermana. Al parecer, tenéis vuestra propia estrategia.
–Lo sabía, pero no caí en la cuenta –dije, sin más. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Yo, que me jactaba de mi ingenio y de mis buenos modales–. Y no tengo ninguna estrategia.
Sin embargo, mientras hablaba recordé que había sido el propio Luis quien había insistido en que me llevara los vestidos de madame. ¿Esperaría él, o alguno de sus consejeros, que ocurriera lo que había ocurrido? ¿Habría sido Lionne, o alguna otra mente retorcida, quien habría planeado el desarrollo de los acontecimientos, manipulándome de una forma que ni siquiera yo comprendía, dirigiéndolo todo desde un despacho del Louvre?
En el otro extremo del salón, un hombre me miraba fijamente. Era muy bajito, casi jorobado, y se apoyaba con dificultad en dos bastones. En seguida entendí por qué: tenía las piernas torcidas, una hacia dentro y la otra hacia fuera. A pesar de su baja estatura, el tullido llevaba una peluca rubia que le llegaba casi hasta la cintura: posiblemente se trataba de una costumbre o de una muestra de vanidad que, junto con su cuerpo deforme, le conferían un aspecto bastante ridículo.
Al ver que lo estaba observando, inclinó la cabeza educadamente. Le devolví el gesto.
–¿Quién es ese hombre? –pregunté.
Lady Arlington siguió mi mirada.
–Lord Shaftesbury, el parlamentario. Espero que haya venido para veros. Mucha gente lo ha hecho.
–Es evidente que no ha venido a bailar.
–No, creo que no –me confirmó lady Arlington–. Aunque en algunos aspectos, a pesar de esos dos bastones, es el más ágil de todos nosotros.
Carlo
Dejar en infusión la piel de cuatro limones, cortada muy fina, con su zumo; añadir tres medias pintas de leche y tres cuartos de libra de azúcar; hervir a fuego lento, filtrar con una servilleta y congelar.
El libro de los helados
Después de la grandiosidad de Versalles, el enorme laberinto de estancias que constituía el palacio de Carlos II, en Whitehall, fue una sorpresa. Algunas partes parecían casi abandonadas, mientras que en otras había esculturas y relojes de sol muy notables, aunque dispuestos sin criterio alguno. En determinado momento llegamos frente a una antigua cabaña de madera y piedra que parecía estar empotrada en el palacio, como si éste, al ampliarse, se hubiera tragado los edificios que lo rodeaban.
–Siguen diciendo que van a derribar el viejo palacio –explicó Cassell mientras me guiaba a través del laberinto–. Carlos quiere construir su propio palacio en Windsor, pero el Parlamento dice que el dinero que se le otorga a él está destinado a la política exterior y no a la construcción de réplicas de palacios extranjeros. Por aquí.
El capitán, que evidentemente conocía bien el camino, abrió una puerta y entramos en un establo frío y con el suelo de piedra. Cuatro vacas marrones nos miraron fijamente con ojos tristes. Bajo sus panzas, varias criadas las ordeñaban con movimientos rápidos y expertos. El olor de la leche caliente y de la hierba masticada llenaba el aire. Cassell cruzó la vaquería sin detenerse y abrió otra puerta.
Un pasillo estrecho y luego otra puerta que conducía a un claustro en el que había una zona de tiro al blanco. Un grupo de mujeres lanzaba flechas contra una diana de paja.
–La reina –dijo Cassel en voz baja, señalándome con un gesto de la cabeza una delgada figura–. La pobre practica todos los días. No tiene nada mejor que hacer.
Otra puerta. Ahora, sin previo aviso, nos encontramos en un salón grandioso con los muros pintados con frescos. En una silla ornamentada se sentaba un cortesano; sobre su regazo había una dama vuelta hacia él, con el vestido levantado hasta la cintura. La mujer nos miró con curiosidad cuando pasamos junto a ellos, mientras que el hombre ni siquiera levantó los ojos. Cassell los ignoró a ambos.
Cuando llegamos a la siguiente puerta, Cassell se detuvo.
–Dinero –dijo, chasqueando los dedos.
Hurgué para sacar una de las tres bolsas que llevaba conmigo.
–Dádmelo, yo lo sostengo.
Cassell me cogió el recipiente del helado que tenía en la mano.
–No lo abráis –le advertí, ansioso.
–No os preocupéis, sé cuáles son las órdenes. ¿Tenéis la bolsa?
Cogí la bolsa en la que tintineaban las monedas.
–Sí.
–Dádsela al criado.
Cassell llamó a la puerta. El lacayo que la abrió cogió la bolsa sin decir ni una palabra.
Subimos unas escaleras y llegamos a la parte posterior de una veranda en la que había un grupo de gente que, por su forma de vestir, parecían simples espectadores. Estaban observando una vasta sala de banquetes donde una docena de comensales estaban sentados a una mesa que podría haber acogido a cuarenta.
–El rey –dijo Cassell, señalando la mesa con un gesto de la cabeza–. ¿Estáis preparado?
–Creo que sí.
–Entonces, dadme las otras bolsas.
Mientras abría la caja de madera, Cassell entregó las dos bolsas que quedaban a otro lacayo. Luego se dio la vuelta y me hizo una seña.
Saqué la bandeja de plata de la caja. Aunque el montículo de hielo se había derretido un poco durante el trayecto desde Vauxhall, seguía intacto, y sólo un ligero círculo evidenciaba que no estaba tan helado como al principio. El plato emanaba un inconfundible y fresco perfume de limón.
–Deprisa –dijo Cassell, impaciente–. En cuanto termina de comer se va en seguida.
–¿Siempre come en público? –le pregunté mientras bajábamos otro tramo de escaleras.
–Sólo al mediodía. Por la noche cena solo. Por aquí. ¡Buena suerte!
Cassell abrió una última puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar. Mientras me dirigía hacia la mesa advertí que me observaban: no sólo la figura vestida de oscuro, alta, en el centro de la mesa, que estaba comiendo un plato de fruta, sino los criados que estaban junto a él, los guardias de la puerta y el público de la veranda.
Finalmente estuve lo bastante cerca de él para hacer una reverencia. La hice al estilo italiano, con un pie hacia delante, la rodilla de la otra pierna doblada y el brazo izquierdo levantado en un gesto teatral.
–Majestad –dije, con voz formal–. Vengo de la corte de Su Muy Cristiana Majestad, Luis XIV, rey de Francia y Navarra por la gracia de Dios. Cumpliendo sus órdenes, os ofrezco un postre extraordinario.