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Vertió el contenido en una pequeña taza para que se la tomara el gran duque antes de acostarse. Entonces, al ver que no le había entendido, me ofreció la punta de la cuchara para que lo probara.

Es otro recuerdo que nunca he olvidado, aunque muy distinto: una sensación de calor me llenó la boca y bañó mi paladar, dejándolo impregnado de aquel fuerte sabor durante horas; era espeso y amargo, aunque extrañamente reconfortante, justo lo contrario al hielo.

Carlo

Para preparar un sorbete de albaricoques: quitar el hueso y escaldar doce albaricoques frescos y pasarlos por el tamiz; añadir seis onzas de azúcar de caña y batir la mezcla con un poco de crema de limonada. Hervir la mezcla a fuego lento, verterla en un cuenco y trabajarla hasta obtener una crema finísima.

El libro de los helados

Fue una gran suerte para mí que en aquellos tiempos, entre las princesas Médici, hubiera una dama, Cosima de Médici, que nunca se casó. Dedicó su vida, y una parte considerable de las riquezas que le correspondían, a obras de caridad. Una de ellas fue la creación de una escuela para niños pobres, huérfanos y los hijos de sus sirvientes, bajo la tutela de dos o tres grandes eruditos. Yo fui uno de los afortunados que formó parte de ese grupo. Mi señor no quería poner en peligro su posición y fingió que estaba entusiasmado con la idea. No sé qué opinarían esos eminentes pensadores y estudiosos de tener que enseñar los rudimentos del saber a un montón de ragazzi, pero el poder de la riqueza es tal que, tres veces por semana, nos reuníamos en la enorme biblioteca situada sobre el claustro para descifrar nuestras primeras letras en los valiosos manuscritos que contenía. Creo que la princesa Cosima fue criticada por este proyecto, sobre todo por el clero: creían que difundir el saber entre los que no pertenecían a la Iglesia tendría consecuencias nefastas y, además, confundiría a unos pobres niños ignorantes como nosotros sobre el lugar que nos correspondía en el orden natural de las cosas. Sin embargo, mi educación no me resultó útil sólo por lo que aprendía de los libros. No es que estudiara a propósito a quienes me rodeaban, tratando de copiar sus modales, pero, igual que un niño aprende a hablar la lengua de sus padres con sólo escucharlos, al educarme en esa corte adquirí, sin darme cuenta, las maneras y la desenvoltura de un caballero. Asimismo, creo que el hecho de ser educado en latín desde muy pequeño contribuyó a mi fluidez con los idiomas, una cualidad que me ha resultado casi tan útil como mi habilidad con el hielo.

A medida que fueron pasando los años, acabé detestando a mi señor. Aunque hizo todo lo posible para que siguiera teniéndole miedo, él también sentía temor. Lo que más temía era que alguien le robara sus secretos. A menudo contaba la historia de un famoso cocinero, el chef d’équipe de un noble ilustre; estaba tan orgulloso de sus creaciones que decidió escribir sus recetas y publicarlas en un libro. El libro fue un gran éxito; fue copiado y reeditado (sin que, evidentemente, su autor recibiera más dinero). Mientras tanto, otros cocineros se apropiaron de las recetas y las mejoraron, o simplemente servían los platos como si fueran suyos. En consecuencia, el cocinero fue despedido y su puesto lo ocupó un rival más joven; murió siendo famoso, pero en la miseria. Era un ejemplo, dijo Ahmad, de lo absurdo que resultaba, en este mundo, aspirar a la fama y no a la riqueza.

A veces me preguntaba por qué Ahmad estaba dispuesto a compartir sus conocimientos conmigo sin ningún reparo. Sin embargo, llegué en seguida a la conclusión de que, para él, yo era sólo una bestia de carga, una criatura incapaz de razonar. Me enseñó todo cuanto sabía, pero no porque quisiera compartir sus secretos, sino porque quería dividir el trabajo. Así pues, aprendí la diferencia entre las cuatro clases de preparados con hielo que se podían elaborar: cordiale o licores, mezclados con nieve finísima para enfriarlos; granite, hielo picado sobre el que se vertían siropes hechos con agua de rosas o naranjas; sorbetti, más complicados, en los que eran los propios siropes los que se congelaban, mientras la mezcla se endurecía para que los fragmentos parecieran una montaña de zafiros, y finalmente otra clase de sorbetes, los más difíciles de todos, preparados con leche en la que se había disuelto una infusión de lentisco o cardamomo, que parecía nieve que se hubiera vuelto a congelar durante la noche. Aprendí a construir obeliscos helados de gelatina, a utilizar moldes de plata para conseguir fantásticos platos y cuencos helados y a tallar el hielo para crear extravagantes decoraciones de mesa. Llegué a dominar las especialidades del ingeniero Buontalenti, que había construido fuentes, mesas e incluso cuevas de hielo. Sin embargo, sabía que si hubiera hablado de todas estas técnicas con alguien, Ahmad me habría dejado ciego y me habría cortado la lengua con uno de esos hierros candentes que usábamos para esculpir el hielo. También me dio a entender que había secretos que aún no me había revelado: ingredientes especiales y resinas descritos en unos cuadernos que no me enseñaba, para asegurarse de que siempre sabría menos que él.

Y, sin embargo, me di cuenta de que el aprendizaje era de sentido único. Como ya he dicho, a menudo observaba a los cocineros mientras trabajaban, y a veces tenía la impresión de que sus elaboraciones podrían ser unos excelentes siropes con los que aromatizar nuestros helados. Un dolci de limón con vino de postre, por ejemplo, o rodajas de melón cuyo dulzor sería compensado con una pizca de jengibre en polvo, ampliarían la variedad de nuestros sabores. Pero si sugería algo así, aunque sólo fuera para experimentar, Ahmad me miraba como si estuviera loco.

–No es uno de nuestros cuatro sabores. Si no me crees, consulta el libro.

Me estaba tomando el pelo, por supuesto: sabía que yo no podía leer los caracteres árabes de sus cuadernos de notas, aunque tampoco necesitaba consultarlos para conocer los cuatro únicos sabores que esas antiguas páginas de pergamino permitían utilizar: agua de rosas, naranja, lentisco y cardamomo.

También creía que nuestros helados tenían un inconveniente: el dolor punzante que se había agarrado a mi garganta mientras machacaba con los dientes los cristales aromatizados con naranja. Me parecía que era debido a la acción de morder el hielo, algo que, presumiblemente, no se podía evitar. Intentábamos que los cristales fueran lo más pequeños posible, raspando el hielo de los bloques con una especie de guantes de cota de malla hasta que eran tan diminutos como los cristales de sal o de azúcar; sin embargo, si eran demasiado pequeños, el hielo se fundía y se convertía en agua, y lo que quedaba en la copa o en el cuenco era una especie de aguanieve con sabor a naranja o a agua de rosas. Quería preparar un helado que fuera tan delicado, espeso y mórbido como el chocolate que el cocinero me había dado a probar; un helado que tuviera el frío del hielo pero no su dureza.

Un día Ahmad no apareció por las cocinas porque tenía dolor de muelas. Me dio instrucciones muy precisas sobre lo que debía hacer. Sin embargo, la extracción de la muela resultó ser más dolorosa de lo que esperaba, porque no volvió cuando dijo que lo haría. Por fin tenía mi oportunidad.

Estábamos en la estación de los albaricoques. Los cocineros los servían a los Médici pelados y cortados en cuartos, con zumo de melón y un poco de nata. Cogí un cuenco que ya habían preparado para la mesa del gran duque, lo trituré y vertí el contenido en la sabotière, el recipiente para preparar los sorbetes, y esperé impaciente a que cuajara, removiendo como de costumbre.

No funcionó. La mezcla se congeló, sí, pero los distintos ingredientes habían cuajado de un modo diferente: había trozos de albaricoque duros como una piedra y cristales helados de zumo de melón, pero la nata se había convertido en una masa grumosa, como la leche cortada. En vez de combinarse, los elementos se habían desligado. Cuando intenté probar una cucharada de aquella mezcla granulosa, sus distintos ingredientes ni siquiera se fundieron del mismo modo en la lengua: era como masticar arena. Pero, aun así, conservaba parte del frescor de la fruta y del dulzor del zumo de melón, una estimulante variación con respecto a los sabores excesivamente aromatizados que Ahmad se obstinaba en emplear.