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Le presenté la bandeja y sólo entonces levantó los ojos para mirarme.

Por la descripción que me habían hecho Lionne y Arlington, esperaba encontrarme con un hombre de ojos y mentón hundidos. Sin embargo, el rostro del rey tenía unos hermosos rasgos y su expresión, aunque algo demacrada, era inteligente.

–¡Por todos los diablos! –exclamó, lanzando un suspiro–. Bueno, supongo que si lo dice Luis debe de estar rico. ¿Cómo se llama?

Quería decir «helado de crema», pero los nervios me impidieron dar con las palabras correctas en inglés.

–Helado, sire.

–Muy bien.

Me hizo un gesto para que me acercara.

Miré a mi alrededor buscando al criado que probaba la comida del rey. Pero no apareció nadie, y por un instante dudé.

–Oh, el rey no teme ser asesinado. –La voz, que arrastraba las palabras, llegó desde un extremo de la mesa. Un cortesano, ataviado con extremada elegancia, observaba mi confusión–. Si alguien lo envenenase, sería su hermano quien subiría al trono, y ni siquiera en la mugrienta Inglaterra hay alguien tan estúpido como para hacer tal cosa.

El hombre mascullaba, como si hubiera bebido más de la cuenta, aunque algunos de los que lo rodeaban se echaron a reír a carcajadas. Sin embargo, me di cuenta de que el rey no se reía. Con un gesto, me indicó que podía servirle el helado.

–¿Sois francés? –me preguntó el rey.

–Soy italiano de nacimiento, sire, pero he pasado muchos años en Francia.

–Entonces tenemos algo en común. Mi hermana… –Hizo una pausa. De repente, su semblante se entristeció–. Mi querida hermana, ya fallecida, también estaba en la corte francesa.

–Ciertamente, sire. Coincidí con madame en varias ocasiones.

–¿Conocisteis a Minette?

–Sólo de vista, pero sabía que era una dama muy gentil y virtuosa. El rey se quedó destrozado después de su muerte.

–Su fallecimiento ha sido el más llorado en Inglaterra y en Francia –dijo el cortesano ebrio–. Desde entonces, morirse está de moda.

En esta ocasión nadie se echó a reír, aunque el cortesano pareció no darse cuenta de ello o, si lo hizo, no le importó.

–Le serví, entre otras cosas, un helado como éste –dije, señalando la bandeja.

Sólo quería que el rey centrara de nuevo su atención en la mesa para incitarlo a probar el helado antes de que se derritiera. Sin embargo, su mirada se había endurecido. Evidentemente, Carlos ya estaba al corriente de las circunstancias en las que había muerto su hermana y los rumores que habían despertado. Me pregunté si ésa sería una de las razones por las que me habían enviado allí. Para demostrarle personalmente al rey que no habían sido mis helados lo que la había matado.

El rey cogió la cuchara.

Mientras se llevaba la primera cucharada a la boca se hizo el silencio. Sabía exactamente lo que estaba degustando: la pulpa de los limones de Amalfi, cuyo dulzor potenciaba una pizca de jengibre; la raspadura, muy fina, de la piel del limón, y todo ello dejado en una infusión de leche de vaca, congelado dos veces y mezclado. El helado resultante estaba salpicado de trocitos minúsculos de piel de limón azucarada.

Esperaba una reacción, la que fuera. El rey parecía pensativo, y me dio la impresión de que fruncía ligeramente el ceño. Sin embargo, era difícil decirlo.

Luego, después de un único bocado, dejó la cuchara sobre la mesa.

–Debéis perdonarme, signor. Últimamente no tengo demasiado apetito.

Tratando de no manifestar mi decepción, hice otra reverencia.

–Por supuesto. Pero tal vez pueda serviros uno distinto en otra ocasión. Sería un honor quedarme en la corte hasta que Su Majestad esté más animado.

–Muy bien. –Una sombra cruzó su rostro–. Me imagino que desearéis ser recompensado.

Me encogí de hombros, educadamente.

–De acuerdo, me ocuparé de ello –dijo, con voz cansada–. Hablad con Chiffinch. Y mientras tanto, tal vez… Sí, tenemos una dama de compañía que también acaba de llegar de Francia. Mademoiselle de Keroualle.

–Ah, ¿es así como se llama? –masculló el cortesano ebrio–. Creía que su nombre era Mademoiselle Ábrete-de-Piernas.

–Sí, la conozco –respondí, ignorando al borracho.

–Deberíais mandarle vuestros helados de mi parte. Decidle que la ayudaremos a sentirse como en casa.

–Decidle –dijo el borracho, en voz alta– que cuando venga a la corte podrá probar también la verga real.

La expresión de mi rostro debió mostrar mi estupor ante un comentario tan vulgar, porque el rey, con voz tranquila, dijo:

–No debéis prestar atención a lord Rochester. Cuando está sobrio es bastante divertido, pero cuando está ebrio solo él cree que es gracioso.

Era extraño, pero cuando pronunció esas palabras descubrí que parte de la aversión que había despertado en mí aquel borracho se había desvanecido. Mientras que los Médici eran austeros y Luis severo, Carlos de Inglaterra era encantador, tan encantador que ni siquiera parecía un rey.

Un perrito faldero se había subido a la silla que estaba al lado del rey, extendiendo subrepticiamente el cuello hacia la bandeja del helado.

–Sire… –dije, para advertirle.

–¿Qué? ¡Oh, Daisy, baja! –Carlos empujó al perro, aunque sin éxito–. Decidme, signor, ¿cómo os llamáis? –preguntó, dedicándome de nuevo su atención.

–Demirco, sire.

–¿Sabéis algo sobre depósitos de hielo, Demirco? ¿Cómo se construyen?

–Por supuesto.

–He mandado construir uno. En el parque de St James. Ordenaré que lo llenen de hielo y lo pondré a vuestra disposición.

–Gracias, sire.

–Mis hombres no consiguen que funcione, y todo lo que se guarda allí acaba derritiéndose.

Hice una reverencia.

–Sería una placer intentar hacer algo para mejorar la situación.

–Excelente.

Carlos movió la silla hacia atrás. Era evidente que la audiencia había concluido. Me incliné otra vez, con el brazo izquierdo levantado, siguiendo la costumbre correcta.

Rochester se rio disimuladamente.

–Lord, parece que esté a punto de hacer aparecer una paloma.

–Hablad con Chiffinch –me dijo el rey, mientras un lacayo se acercaba y le colocaba un abrigo negro sobre sus reales espaldas–. Gracias, signor Demirco, y bienvenido.

–Signor Dildo –dijo Rochester, con voz pastosa–. Bienvenido, signore Dildo.

Chiffinch, como descubrí más adelante, era el criado a quien Cassell había entregado las dos últimas bolsas. Fue más bien vago acerca de cómo o cuándo iba a ser recompensado.

–Hablaré con el responsable de las vituallas. O con el encargado de la despensa.

–Soy el pastelero del rey. No obedezco órdenes de ningún responsable de la despensa.

Chiffinch se encogió de hombros.

–Muy bien, entonces será el rey quien se ocupe de ello.

Tenía la impresión de que, a menos que hubiera un soborno de por medio, el asunto traía sin cuidado a Chiffinch.

Sin embargo, Cassell estaba satisfecho.

–No podía haber ido mejor, dadas las circunstancias. Sin embargo, haríais bien en ocuparos de ese depósito de hielo.

–Y en enviar su mensaje a Louise.

–¿Cómo? Ah, por supuesto. Mademoiselle Ábrete-de-Piernas. –Cassell sonrió–. Rochester es un patán, pero perspicaz.

–Eso es lo que ha dicho el rey. Aunque aún no he podido comprobarlo –dije, fastidiado.

Cassell recuperó la gravedad, aunque aún tenía media sonrisa en los labios. Supuse que estaba pensando en la broma de ese petimetre. Lancé un suspiro. Había muchos aspectos de aquel país, me dije, que nunca me convencerían.

Louise

Después del baile, me mantengo alejada de la corte. Nadie me dice nada. Parece que estén esperando algo, una señal o una orden. O puede que sólo se estén preguntando cuál es la mejor manera de responder a la reacción del rey al verme con el vestido de su hermana. Intuyo que la gente habla detrás de las puertas cerradas, y cuando entro en una estancia cambian repentina y disimuladamente de conversación. Me paso las noches angustiada, preguntándome si, después de todo, me enviarán a casa.