Después de tres días así, oímos que llaman con fuerza a las puertas del comedor mientras los Arlington y yo estamos cenando. Dos criados de librea las abren. Flanquean a un mayordomo que, dando un paso al frente, anuncia:
–Su Majestad ha ordenado que se entregue este presente a mademoiselle de Keroualle como prueba de su estima.
–¡Ah! –exclama Arlington con entusiasmo, volviéndose hacia mí–. ¿Qué os dije?
«Nada en absoluto», tendría que responderle. Lady Arlington hace un gesto al hombre para que se acerque.
El mayordomo deposita sobre la mesa una cajita cuadrada pintada, de unos treinta centímetros. En uno de los lados puede verse el dibujo de un emblema: algo absurdo y carente de significado, uno de esos diseños elaborados por quienes desconocen los sutiles códigos de las familias antiguas.
Aun así, me parece que sé de qué se trata.
El mayordomo abre la caja y saca un plato de cristal muy delicado. Contiene un montículo que parece nieve con manchas de un intenso color púrpura.
Helado.
Lady Arlington parece perpleja.
–¿Qué es? –le pregunta al mayordomo.
–Creo que es una suerte de postre congelado, señora –responde el mayordomo desdeñosamente.
Por la expresión de mis anfitriones, es evidente que, aunque yo quisiera, no tendría ninguna esperanza de quedarme con ese presente. Una vez repartido entre los comensales, apenas quedan dos cucharadas para cada uno.
Lord Arlington lo examina con aire escéptico antes de engullirlo como haría un niño con una medicina. Lady Arlington prueba el suyo tímidamente, con la punta de su delicada y afilada lengua. Me llevo la cuchara a la boca. Los cristales de hielo azucarado, que ya están a punto de derretirse, crujen y se desmenuzan en la lengua mientras se funden.
El sabor de la ciruela damascena –delicado, rotundo, de los últimos frutos de la estación– me llena la boca, mezclado con la crème fraîche, seguido, un momento después, de la textura crocante del azúcar moreno.
En ese preciso momento sé que Carlo Demirco ha llegado a Londres.
Me siento aliviada. A pesar de que no nos despedimos como es debido, será muy útil tener a un aliado en esta corte. Sólo espero que se desenvuelva mejor que yo en sus tareas.
A la mañana siguiente me despierto temprano. Despunta el alba, y el parque que separa la residencia de los Arlington de Whitehall está sumido en una niebla fina y translúcida. Los árboles, cuyos perfiles son difusos, como si estuvieran cubiertos por un velo de muselina, están adquiriendo un color amarillo dorado, el color de las peras. Abro la ventana: el aire es punzante, y me llega un ligero olor a leña quemada.
Está llegando el otoño.
Tendré que pasar el invierno en Londres, naturalmente. Y puede que el siguiente también. Me pregunto si, aquí, los inviernos son tan fríos como en Brest. Seguramente más.
En medio de la niebla que cubre el parque de St James veo la figura alta de un hombre que pasea. Debe de tener frío: sólo lleva una chaqueta negra corta, desabrochada; del puño y la cintura sobresale la tela de una camisa blanca. Unos perros de aguas pisan los talones al hombre como una especie de abrigo canino viviente, mientras él recorre el suelo húmedo con largas y ágiles zancadas.
El rey.
Está solo. Lo observo un momento y luego me doy cuenta de que se encamina a la entrada posterior de la residencia de los Arlington. Se dirige hacia aquí.
Lady Arlington irrumpe en mi alcoba sin llamar a la puerta.
–El rey está a punto de llegar. –Echa un vistazo para estudiar la situación: aún llevo el camisón y estoy mirando por la ventana como una chiquilla–. No hay tiempo que perder. –Detrás de ella entra una doncella. En los brazos lleva cepillos, agua y otros artilugios para acicalarse que parecen a punto de caerse al suelo–. Preparaos cuanto antes y reuníos conmigo en el salón de desayuno.
–Por supuesto.
Lady Arlington asiente. Me coloco en el centro de la estancia para que la doncella pueda ponerse manos a la obra. La muchacha hace una reverencia y yo levanto los brazos para que pueda quitarme el camisón. Lady Arlington no se mueve. Por un instante se queda allí, mirándome con una expresión enigmática. Entonces vuelve a asentir, como si hubiese superado la prueba.
–Cinco minutos, Susan –le dice a la doncella.
Mientras se aleja por el pasillo la oigo dando más órdenes con voz firme y tranquila.
–Quisiera hablar a solas con mademoiselle de Keroualle.
Lady Arlington se pone en pie de inmediato, hace una reverencia y se va sin decir ni una palabra. Evidentemente, no le dice que es una falta de decoro. Sugerirlo significaría poner en entredicho los motivos de un rey.
Sólo los criados, de pie en ambos extremos del bufete del desayuno, se quedan donde están.
Nos sentamos en los extremos de la enorme mesa, de la que han retirado los candelabros y las copas. Carlos señala mi plato con un gesto.
–¿Café? ¿Chocolate?
–Preferiría un té, gracias.
–Por supuesto. Según tengo entendido, ahora, en París, todo el mundo toma té. Incluso Minette. –Hace una mueca–. Me refiero a mi difunta hermana. La llamaba Minette. Era su apodo cuando era una niña.
–Lo sé. Me dejaba leer vuestras cartas. No había nada en el mundo que esperara con mayor impaciencia.
Él lanza un profundo suspiro.
–Contadme cómo murió.
Le digo todo lo que sé, y mientras hablo, las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas. Él no tarda en sollozar sin disimulo, secándose impacientemente las lágrimas con las manos. Dudo, preguntándome si no estaré afligiéndole en exceso, pero él, con un gesto, me invita a continuar.
Nunca he visto a un hombre llorando tan abiertamente delante de una mujer. En un momento dado coge una servilleta para secarse la cara.
–Y…, decidme…, ¿fue asesinada? –me pregunta, una vez he terminado–. ¿Ese bruto, o uno de sus favoritos, ordenó que la asesinaran para poder seguir practicando sus vicios sin impedimentos?
Ahora soy yo quien debo mostrarme dubitativa. Sólo hay una respuesta que puedo darle, pero me pregunto qué debo hacer para resultar convincente.
–En realidad, podría haber seguido practicándolos sin impedimento alguno. Y aunque no siento ninguna admiración por su esposo, no alcanzo a comprender cómo podría haber sido asesinada.
–Pero en Dover se encontraba muy bien. Nunca la había visto tan hermosa y radiante.
Sacudo la cabeza.
–Tenía unos dolores terribles, pero había decidido ocultarlo.
–Los Estuardo somos muy buenos disimulando –dice, casi para sí mismo–. Mostramos muy poco nuestra verdadera forma de ser a los que más nos aman.
–Ella os quería más que a nadie.
–Yo también la quería. –Guarda silencio un momento y luego saca algo de la camisa–. He traído sus cartas. ¿Podríais…?
No puede terminar la frase, pero sé lo que quiere.
–En français?
–Oui. S’il vous plaît.
Abro la primera carta y empiezo a leer.
–Mon cher frère, votre Majesté…
Carlo
Buscad una estancia fría y limpia, sin mugre ni distracciones de cualquier clase.
El libro de los helados
Finalmente, Chiffinch me consiguió un sitio en las cocinas de palacio. Se parecía mucho a la idea que tenía del infierno: una estancia enorme, llena de humo, donde cuatro grandes fuegos ardían día y noche y el olor a carne quemada flotaba en el ambiente como una niebla amarga. Los cocineros trabajaban en unas largas mesas como si fueran costureras: se abalanzaban sobre montones de carcasas de vaca con sus cuchillos de carnicero o troceaban animales tan pequeños que en cualquier otro lugar habrían sido descartados por considerarse incomestibles. Los ingleses, me di cuenta en seguida, estaban obsesionados con la carne, y no les parecía extraño comerla casi a diario. Sin embargo, la ternera, el oso o el cerdo hervido no eran «cocinados» en el sentido con que un francés o un italiano emplearían esa palabra, es decir, elaborando un plato para que fuera más sabroso gracias a las cualidades de un cocinero ingenioso, añadiendo adecuadamente salsas, condimentos o hierbas aromáticas, sino que simplemente se colocaban en un asador hasta que se volvían duros e insípidos. Aparentemente, las verduras y las hierbas aromáticas eran casi desconocidas, y aunque me contaron que de vez en cuando el rey comía fruta cruda, al estilo francés, los cocineros lo consideraban una moda extranjera, y ordenaban que se sirviera con un cuenco o una fuente, «como mandaban los cánones», de postres ingleses, como tarta de frutas, sebo estofado o pudín con frutos secos. Los platos ni siquiera se servían por separado. Todo llegaba a la mesa al mismo tiempo, y cada cocinero ofrecía lo que había preparado: las sopas, los asados y los postres se amontonaban para que los invitados del rey dieran cuenta de ellos. Chiffinch se quedó muy sorprendido cuando le dije que en Francia los platos se servían de uno en uno, como los actos de una obra de teatro.