Sin embargo, en lo que a mí me concernía, el auténtico problema era que no disponía de un sitio adecuado para trabajar. Aunque me instalé en el rincón más aislado de la cocina, habría sido imposible confeccionar un helado que no se derritiera por culpa del calor en cuanto lo hubiera sacado de la sabotière. Y, por supuesto, también estaba la necesidad de mantener en secreto el proceso de elaboración. Al final de la primera jornada comprendí que sería mejor trasladarme a otro lugar.
También me pregunté si debía abandonar mi alojamiento en el Red Lion, donde, en general, la comida era tan mala como la que le servían al rey. Sin embargo, había una excepción: todos los días preparaban una tarta distinta, y esos platos tan sencillos resultaron ser, para mi sorpresa, casi comestibles. Normalmente solían llevar una o dos verduras, y a veces hierbas aromáticas como apio de monte, mejorana o salvia. En una ocasión, en una tarta de pescado cocido con leche, mi nostálgico paladar distinguió un delicioso toque de estragón. Así pues, decidí quedarme, al menos de momento, y le pregunté al posadero si me alquilaría una bodega o un cuarto frío para trabajar. Ahora que sabía que contaba con unos poderosos mecenas, se apresuró a encontrar una solución, y salió en seguida a buscar las llaves de las bodegas.
Las bodegas eran húmedas, estaban llenas de moho y carecían de ventanas, mientras que la cocina era casi tan sofocante como la de Whitehall. Entre las dos estancias, sin embargo, había una pequeña despensa situada en el hueco que había debajo de la escalera, y como se encontraba casi soterrada, era bastante fresca; disponía asimismo de una hilera de ventanillas altas por las que entraba mucha luz. En una de las paredes había una estantería de piedra, en otra habían dispuesto una mesa de mármol y en el rincón más alejado había un cuartito sin ventanas donde podía conservar el hielo. No descubrí ningún rastro de humedad, y toda la estancia había sido limpiada a conciencia.
–Esto era la vaquería donde preparábamos nuestro queso –me explicó el posadero, cuyo nombre era Titus Clarke–. Ahora, aquí es donde trabaja Hannah.
Estaba claro que la ocupante de la estancia era una persona muy pulcra: los utensilios de cocina, los rodillos de amasar y el resto de pertrechos estaban colocados contra la pared, perfectamente ordenados, mientras que los recipientes se apilaban debajo de la mesa. Las hueveras estaban cubiertas con un trapo para protegerlas de las moscas, y había metido un saco de harina en un bidón situado a cierta altura para que no se mojara y para mantenerlo alejado de los ratones.
–Es perfecto –dije, mirando a mi alrededor–. ¿Cuánto pedís por el alquiler?
El posadero parecía un poco ansioso.
–¿Por compartirla? Hay suficiente espacio para los dos…
Sacudí la cabeza.
–Tengo que trabajar totalmente en secreto.
–Bueno, estoy seguro de que Hannah lo comprenderá –dijo, nervioso–. Después de todo, el rey tiene derecho a sus helados. Hablaré con ella por la tarde.
Ordené que bajaran mis baúles, desembalé mis pertenencias y me puse a trabajar de inmediato en un helado de membrillo. Apenas había empezado a verter el helado picado en la sabotière cuando se abrió la cortina que hacía las veces de puerta y entró una mujer de unos treinta que llevaba un delantal. A su lado estaba Elias, el aprendiz.
–¿Qué estáis haciendo? –me preguntó la mujer.
A toda prisa, cubrí la mezcla con un trapo.
–No es de tu incumbencia.
–Por supuesto que lo es –replicó ella–, teniendo en cuenta que Titus me ha dicho que, sea lo que sea, me veo obligada a abandonar mi despensa.
–Soy el pastelero de Su Majestad –le dije, algo sorprendido por su tono–. Lo que hago aquí es secreto.
–Y lo que yo hago aquí no puedo hacerlo en otra parte. Para preparar la masa necesito un lugar fresco y, como vos mismo habréis comprobado, en la cocina hace demasiado calor.
A sus espaldas, el posadero trataba de abrirse paso para evitar un enfrentamiento.
–Hannah, este caballero me ha alquilado el cuarto. Fin de la discusión.
–Muy bien –dijo ella, encogiéndose de hombros–. En ese caso, no prepararé más tartas. Ve a buscar un saco, Elias.
Hannah empezó a descolgar los rodillos de amasar de los ganchos. El posadero me miró con aire de disculpa, como diciéndome que lamentaba la interrupción, aunque ahora ya estaba todo arreglado.
–Espera –le dije a la mujer–. ¿Eres tú quien prepara las tartas?
–Sí, era yo –contestó–. Pero, por lo que parece, ya no lo haré.
Me encontraba frente a un dilema. Lo cierto, como ya he dicho, era que las tartas del Lion eran una de las principales razones por las que quería quedarme allí, y el hecho de verme privado de ellas no era precisamente alentador.
–¿Cuánto tiempo necesitas el cuarto? –le pregunté.
–Una o dos horas al día, por la mañana.
Tomé una decisión. Seguramente no corría ningún riesgo dejando que una criada utilizara aquel cuarto de vez en cuando.
–Muy bien. Puedes seguir preparando tus tartas aquí.
Para mi sorpresa, no me dio las gracias. Sólo cruzó los brazos sobre el pecho, como si esperara descubrir dónde estaba el truco.
–Eso es todo –añadí.
–No os pagaré el alquiler –dijo ella–. Titus ya le saca bastante partido a las tartas.
–Entonces, podrías compensarme haciendo algún trabajo para mí, como limpiar las marmitas, por ejemplo. Y tú –dije, dirigiéndome al muchacho– ¿te gustaría ser mi ayudante? Necesito a alguien que raspe los bloques de hielo todas las mañanas.
El muchacho abrió unos ojos como platos.
–¿Podré llevar un abrigo tan elegante como el vuestro?
Me eché a reír.
–Creo que no, porque no irás a la corte, pero te pagaré un penique a la semana.
Elias asintió con la cabeza.
–De acuerdo.
–Entonces, todo arreglado. Sin embargo, deberéis jurar solemnemente que nunca revelaréis nada de lo que veáis aquí dentro. El proceso es secreto, y quiero que siga siéndolo. Titus, ¿podrías traerme una Biblia?
Una vez más me sorprendió la reacción de los tres a una petición tan simple. Ninguno de ellos se movió, y en la mirada de la mujer había –a menos que me equivocara– el destello de un desafío.
–Es para el juramento –expliqué–. Debéis jurar sobre la Biblia que no revelaréis a nadie cómo preparo mis helados.
El posadero se retorcía las manos.