–Señor, puedo explicaros la posición de Hannah con respecto a este asunto…
–Soy perfectamente capaz de explicarlo por mí misma –le interrumpió la mujer–. Nosotros no prestamos juramentos.
Me quedé mirándola, desconcertado.
–¿Nada de juramentos? ¿Por qué?
–En primer lugar, porque no utilizamos a Dios como una suerte de supersticioso talismán o como un hombre del saco para aterrorizar a los crédulos. Y en segundo lugar, porque un juramento implica lealtad a una autoridad superior a nuestra conciencia.
–Pero si no prestas juramento no puedo tomarte a mi servicio.
–Entonces no podréis tomarme a vuestro servicio –dijo, sin más–. Lo siento, pero es así. Os puedo asegurar que no traicionaré vuestro secreto, pero no me pidáis que lo jure, porque no lo haré.
–Comprendo.
Nunca me había encontrado en una situación así. Sin embargo, había empezado a entender que Francia tenía muchas más cosas en común con Italia, a pesar de que estuvieran separadas por los Alpes, que con aquella extraña isla situada a tan sólo veinte millas de la costa francesa.
La mujer señaló las paredes.
–¿Y bien? ¿Queréis que recoja mis utensilios o no?
–De momento puedes dejarlos aquí. Tengo que pensarlo. Mientras tanto, puedes hacer algún trabajo para mí y veremos cómo te desenvuelves.
–¿Estoy a prueba?
–Exacto.
Se encogió de hombros.
–Muy bien.
Parecía casi como si se dignara a aceptar mi propuesta más que a aceptar las órdenes de su patrón. Me pregunté si todos los sirvientes de Inglaterra serían tan irrespetuosos. De ser así, era un milagro que consiguieran llevar a cabo alguna tarea.
El poco hielo que me había traído de Francia se agotó en seguida. Aunque el rey no me lo hubiera pedido, habría tenido que echar un vistazo a su depósito de hielo.
El parque de St James era un lugar bastante agradable, aunque por supuesto no era nada comparado con Marly o Versalles. En el centro, justo delante de las ventanas de los aposentos del rey, había un estanque largo y estrecho, aunque un poco más ancho que un canal. Árboles y cepedas salpicaban el terreno, abandonado a su estado natural, y aquí y allá pastaban algunos ciervos. No obstante, vi que por todas partes había proyectos inconclusos o edificios a medio construir. Había un cenador de estilo francés al que aún le faltaba el techo. Un sendero que conducía al oeste, que empezaba de un modo grandioso, transcurriendo entre dos pilastras de piedra, se interrumpía al cabo de unos centenares de metros. Y el muro que circundaba el parque sólo llegaba a la mitad de su perímetro, por lo que cualquiera podía entrar sin ningún impedimento.
El depósito de hielo estaba en el extremo norte, junto a Piccadilly Hall, en una ligera depresión del terreno y bajo una arboleda: la peor ubicación posible. Aun así, el sendero de ladrillos que conducía a la entrada era bastante práctico, y la puerta tenía unas medidas sensatas: era baja, pequeña y estaba orientada al norte. Sin embargo, estaba entreabierta.
Aunque había tomado la precaución de coger unas velas para alumbrarme, no tendría por qué haberme molestado: el techo dejaba entrar bastante luz, y en una de las paredes había una vela encendida. De todas formas, uno de mis pies acabó sumergido hasta el tobillo en un agua helada y fangosa. Lanzando una maldición, levanté el pie y me di cuenta de que no estaba solo.
–Necesitamos paja, John –dijo una voz al otro lado de los bloques de hielo–. Pacas de paja para colocarlas alrededor de los bloques. Aunque con esta humedad, la paja se pudrirá; antes tendremos que secar el suelo.
–Lo secamos hace tres semanas –replicó una voz más ronca–. Y la paja caldeará aún más el ambiente.
Oí unos pasos que se acercaban a mí, chapoteando. Sin embargo, aún no podía distinguir a nadie, porque el hielo me impedía ver lo que había en aquella estancia circular.
La primera voz lanzó un suspiro.
–La paja puede mantener el calor en un lugar cálido, es verdad, pero también tiene la propiedad de mantener frío un lugar frío.
–Entonces ¿es el calor el que hay que mantener fuera y no el frío dentro? –preguntó una voz femenina.
–Nunca lo había pensado en estos términos, pero sí, es correcto, Elizabeth –contestó el primer hombre.
Levantando la voz, dije:
–La paja no resolverá el problema que hay aquí.
–¿Quién anda ahí? –preguntó la voz masculina más ronca.
Se levantó un farol, iluminando tres caras.
–¿Qué hacéis aquí, señor? Ésta es una propiedad del rey.
–Estoy aquí por orden suya. –Di un paso al frente–. Carlo Demirco, a vuestro servicio.
–¿El pastelero?
–El mismo.
El grupo que se dirigía hacia mí lo formaban tres personas. Llevaban unos abrigos muy gruesos para protegerse del frío. El hombre que sostenía el farol era, evidentemente, el que se llamaba John; al otro, el que había sugerido que debían utilizar paja, lo ayudaba la mujer, que le sostenía el brazo por el codo. En la otra mano sostenía un bastón en el que se apoyaba. Fue él quien se dirigió a mí, impaciente.
–Decidnos, Demirco. ¿Por qué no basta con la paja?
–Ni siquiera toda la paja del mundo bastaría para compensar un edificio mal diseñado.
–Controlad vuestros modales –dijo el hombre de la voz ronca–. Fue el honorable Robert Boyle, aquí presente, quien instruyó a los arquitectos según los diseños que trajo de Italia sir John Evelyn.
Me encogí de hombros.
–El edificio no está mal. Lo que falla es su ubicación. Y el desagüe principal está bloqueado o mal hecho.
–¡El desagüe principal! –exclamó Boyle–. ¡Por supuesto! ¿Cómo eliminan el agua en Italia en sitios como éste?
–En Florencia colocan una rueda de carro sobre una cañería central para eliminar el agua. El hielo se conserva mejor si está seco.
–¿De veras? –preguntó Boyle, interesado–. Ahora que lo pienso, podría ser. El agua es el elemento natural del hielo, por lo que puede facilitar el paso de los corpúsculos fríos. Podríamos demostrarlo con un sencillo experimento. Venid.
Salió afuera y se dirigió a un edificio que se levantaba justo detrás del depósito de hielo. Todos le seguimos: la mujer porque aún le sostenía el brazo y los demás –me pareció– simplemente porque Boyle tenía un don para dar órdenes.
–Tened cuidado, tío –le advirtió la mujer, preocupada–. Ya lleváis veinte minutos ahí dentro, y el doctor Sydenham ha dicho que…
–Si un hombre pudiera enfermar a causa del frío –replicó Boyle, alegremente–, debería estar muerto desde hace mucho tiempo. Por aquí, Demirco.
Abrió una pesada puerta y entramos en una estancia fría y luminosa. Comprendí que se trataba de una suerte de laboratorio. Los estantes estaban llenos de instrumental químico: alambiques, morteros, probetas…
–¿Qué es este sitio? –pregunté, con curiosidad.
Boyle ya estaba pesando unos bloques de hielo pequeños y tomando notas en un cuaderno.
–Mi laboratorio. Mi segundo laboratorio, mejor dicho. Aquí, con el permiso del rey, realizo mis investigaciones sobre el hielo. –Me lanzó una ojeada–. Tal vez os parezca extraño, señor, que un químico decida trabajar con hielo en vez de hacerlo con un horno.
–En absoluto –repuse–. Me he pasado la vida trabajando con hielo, y aun así creo que sólo tengo una vaga idea acerca de sus propiedades.
Boyle asintió con la cabeza.
–Entonces, cogemos un trocito de hielo y lo metemos en agua, así, y luego un trocito idéntico y dejamos que se derrita por sí solo. ¿Cuál de ellos se fundirá primero?
–Es una pérdida de tiempo –dije, encogiéndome de hombros–. Ya conozco la respuesta.
–Puede que sí, señor, pero yo no, y hasta que no lo haya demostrado no puedo asegurar que sea verdad. Nullius in verba, ¿verdad?
–Es el lema de su sociedad –explicó la mujer.