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Un vago recuerdo de la escuela me vino a la mente.

–«No hay verdad alguna en las palabras, por lo que no juraré fidelidad a la autoridad de ningún maestro». Horacio, ¿verdad?

–¡Muy bien! –exclamó Boyle, asintiendo con la cabeza.

–Aunque yo creo que los resultados de este experimento podrían ser justo lo contrario de lo que ha dicho el signor Demirco –dijo la mujer, con aire pensativo–. Porque el hielo sumergido en un líquido hace que éste se enfríe, mientras que si está simplemente en una estancia no la enfría en la misma medida.

–Bueno, ya veremos, ya veremos –replicó Boyle, satisfecho–. Pero antes… –Boyle estaba hurgando en un montón de papeles–. Aquí está. Demirco, díganos en qué nos hemos equivocado.

Extendió ante mí los planos del arquitecto. También había algunos bosquejos sacados del cuaderno de un viajero.

–El agua va a parar aquí –dije, señalando con el dedo–. Pero aunque haya un desagüe, siempre estará el problema que suponen estos árboles. Es mejor construir el depósito de hielo bajo tierra y en un terreno despejado.

–Entonces tendremos que talar esos árboles y construir un terraplén –dijo Boyle–. ¿Qué opináis, John?

El otro hombre lanzó un suspiro.

–Si es necesario, lo haremos. Aunque aún no hemos empezado el puente para el nuevo camino del rey que conduce a Chelsea ni las jaulas para pájaros.

–Los caminos pueden esperar. El hielo, en cambio, se derrite –dijo Boyle–. Y hablando de hielo…

Boyle se volvió hacia los bloques que había encima de la mesa.

–El que está sumergido en agua parece fundirse más deprisa –admitió su sobrina.

Boyle consultó su reloj de bolsillo.

–Ojalá se me hubiera ocurrido añadir un tercer recipiente con sal. Sería interesante comparar hasta qué punto acelera el proceso.

–Lo que queríais decir era salitre –dije.

Y acto seguido me mordí la lengua. No tendría que haber comentado los secretos de mi arte con un inglés, sobre todo con uno que era perfectamente capaz de entenderlos. Sin embargo, Boyle estaba sacudiendo la cabeza.

–¿Salitre? No, eso era antes. El salitre no es mejor que la sal común en este proceso.

–¿Sal común? –repetí–. Pero no…

Me interrumpí, confundido.

Boyle me lanzó una mirada divertida.

–Os lo aseguro, señor: si habéis estado usando salitre, habéis malgastado mucho dinero. Era la sal y no el nitro lo que realizaba la función que vos queríais. Los corpúsculos de la sal son atraídos por los que hay dentro del hielo, que lo liberan de su estado sólido.

–Creía que no todos los socios estaban de acuerdo con vuestra teoría de los corpúsculos, tío –murmuró la mujer.

Boyle frunció el ceño.

–No la rechazan, pero algunos virtuosi exigen más pruebas. No es lo mismo.

–¿Virtuosi? –pregunté.

–La universidad invisible –dijo Boyle–. El grupo de Gresham.

–Se refiere a la Royal Society de Londres para el avance de las ciencias naturales –explicó Elizabeth–. Un grupo de filósofos naturales que investigan y debaten sobre estos temas.

Boyle asintió con la cabeza.

–El frío es uno de los asuntos que nos interesan.

–Aunque habría que precisar –añadió la mujer– que bajo ese epígrafe también se incluyen otros muchos fenómenos naturales; el frío no es el único, y ni siquiera particular.

–Comprendo –dije. Entonces me vino algo a la mente–. ¿Podríais determinar, en base a esas investigaciones filosóficas, por qué ciertos líquidos, al congelarse, son más densos que otros?

–Continuad –dijo Boyle–. Detecto un misterio interesante en vuestras palabras.

–Es simplemente que… –Me interrumpí, sin saber muy bien cómo expresarme–. Me gustaría preparar un helado cremoso; no algo que cruja bajo los dientes, con fragmentos de agua congelada. Lo conseguí en una ocasión, pero no soy capaz de comprender qué lo hizo posible.

–¿Un helado que no lleve trocitos de hielo? –preguntó Boyle, con una sonrisa–. Bueno, comparado con el diseño de una nueva catedral o los secretos de la circulación sanguínea, no parece algo que sea muy urgente. Pero conociendo a mis colegas, creo que es la clase de problemas que puede despertar su interés. Podríamos pensar en los experimentos que habría que hacer, indicaros el buen camino y luego, si tenemos éxito, publicar nuestros descubrimientos….

–¿Publicar? –repetí, de inmediato–. ¿A qué os referís con publicar?

–Mi querido amigo, no tiene ningún sentido adquirir conocimientos si no se divulgan. Así es como funciona nuestra sociedad: cada experimento es descrito con precisas anotaciones, debatido, verificado y finalmente publicado por el bien de todos.

–Y es entonces –añadió Elizabeth– cuando empiezan las discusiones.

–De vez en cuando hay pequeñas cuestiones de procedencia o paternidad que determinar –reconoció Boyle–. Pero lo cierto es que aspiramos a la excelencia en el campo experimental y no a los beneficios comerciales.

–Puede que, pensándolo bien, no sea una buena idea –murmuré.

–¿Los beneficios comerciales son vuestra raison d’être? –Boyle se encogió de hombros–. Muy bien, señor, sois vos quien debe decidirlo. ¿Qué me dices de nuestros bloques de hielo, Elizabeth?

–El que está sumergido en agua se ha disuelto casi por completo, mientras que el otro sólo ha adquirido una forma cilíndrica –respondió ella.

–¡Excelente! Daría cualquier cosa por un buen termoscopio que me permitiera medir las temperaturas relativas.

Observé a Boyle mientras tomaba notas en su cuaderno, más ofendido por su comentario de lo que hubiese querido admitir.

–No se trata de los beneficios comerciales.

–¿Cómo?

–La razón por la que hago esto no es el dinero. O al menos no únicamente.

–Me alegra oír eso –se limitó a responder Boyle–. Pero os recuerdo nuestro lema: Nullius in verba. Y aunque hagáis honor a vuestras palabras, no serán sino vuestros actos los que sirvan de base a mis conclusiones.

–No puedo divulgar mis secretos.

–En ese caso, señor, será mejor que nos os relacionéis demasiado con caballeros como yo –dijo Boyle–. En nuestra opinión, los secretos son los declarados enemigos de la verdad.

Se volvió de nuevo hacia su mesa de trabajo y comprendí que, a pesar de su tono educado, me había invitado a retirarme.

De vuelta en el Lion, ordené de inmediato que me proporcionaran sal. Elias me trajo un tarro: en la cocina, alguien debió pensar que necesitaba una pizca para condimentar.

–Tráeme cinco libras de sal lo antes posible –le dije.

El muchacho parecía perplejo.

–No tenemos tanta.

–Entonces ve a comprarla. ¿Cuánto necesitas? ¿Un chelín? –Le lancé una moneda y vi que abría unos ojos como platos–. Vete –dije–. Y si te dan un penique de vuelta puedes quedártelo, siempre que estés de regreso en media hora.

Cuando volvió, estaba preparado para realizar mi experimento. Me había impresionado la lógica de la prueba de Boyle con el hielo, colocando los dos pequeños bloques uno junto a otro para comprobar cuál de ellos se derretía antes. Me disponía a hacer lo mismo, pero con mezclas de hielo y sal. Vertí en una sabotière la mezcla habitual de hielo y salitre, un cristal extraído de la orina de los caballos y de los humanos y, como había dicho el boticario, un ingrediente esencial y muy caro de la pólvora; en otra, metí la misma cantidad de hielo, a la que añadí sal común.

Ahora necesitaba algo que congelar. Me serviría cualquier cosa, por eso me dirigí a la cocina y cogí una jarra de la omnipresente crema pastelera que preparaban todos los días en grandes cantidades para los postres.

Esperé veinte minutos y acto seguido levanté las tapas de los recipientes.